Uno de los dramas de nuestra época, seguramente desde la sangrienta revolución francesa, es el surgimiento de las ideologías. Las ideologías son sistemas de pensamiento irracional, basados en aspectos sesgados de la realidad, por los cuales se espera la mejora virtuosa del hombre mediante la asunción de unos prejuicios utópicos, propuestos y controlados normalmente por una élite coercitiva.
Lo que los marxistas llaman capitalismo y en el mundo real se llama sistema económico de libre empresa no va a garantizar, como decía Carrillo, una respuesta a los grandes interrogantes del hombre, ni siquiera a unos mínimos de felicidad. Lógicamente, tampoco el comunismo, el socialismo, el progresismo, el liberalismo y demás ideologías.
Un sistema económico de libre empresa garantiza que el mercado sea libre, que los precios se fijen sin alteraciones de la curva de oferta y demanda y que cualquier ciudadano sea libre para comprar y vender sus bienes como se le antoje, siguiendo sus intereses o su conciencia. Y nada más. Este sistema tiene ventajas evidentes, ya que se acopla a las leyes económicas mucho mejor que los inoperantes sistemas dirigistas y estatalistas propios del progresismo, y por tanto crea más riqueza global.
El comunismo nació como una alternativa económica a este sistema y actúa primordialmente en ese aspecto de la realidad. Lamentablemente, la economía está muy relacionada con la subsistencia, y la pobreza que genera el comunismo es difícilmente compatible con la libertad individual y con los intentos de cada persona de ser feliz a su manera. Pero ninguno de los dos da la felicidad. En todo caso, uno ofrece riqueza y bienestar y el otro, el socialismo, crea pobreza. Pero en ninguno reside la piedra filosofal que haga feliz al hombre.
La naturaleza del hombre es tan compleja que reducir la solución de sus problemas a "sus necesidades", como dicen los socialistas, o a "la búsqueda de la felicidad", como dicen muchos liberales –malinterpretando a Jefferson (que a su vez malinterpretó a Aristóteles)–, es un absurdo.
El hombre es capaz del bien y del mal. Podríamos poner miles de ejemplos, pero también podemos asegurar que ni un sistema de libre empresa ni uno estatalista pueden garantizar que el hombre dejará de ser envidioso, infiel, asesino o cruel, precisamente porque la capacidad de hacer el mal (cualquier hombre es capaz de cualquier mal) no desaparece porque la economía sea o no de mercado. Como se puede atestiguar en la prensa diaria, el número de asesinatos domésticos sigue subiendo, por mucho que el pensamiento Alicia propio del progresismo desee eliminarlos mediante una ley y la intervención del Estado o "educando ciudadanos"; la raíz del asunto habrá que buscarla en otro lado, tal vez en la pérdida de moralidad de la sociedad, verdadero origen de la crueldad.
Sobre la realidad del hombre, sobre sus pasiones, la literatura da testimonio incesante desde hace milenios. Es el punto de partida de los conservadores. Los sistemas políticos no deben ser sistemas ideológicos, sino sistemas que apunten a compensar las malas inclinaciones de los hombres en la medida de lo posible y a sabiendas de que no lo van a conseguir al cien por cien. Cuando los hombres se comportan siguiendo su naturaleza, correctamente orientada, no hay conflictos, pero sí los hay cuando la conducta se desvía, y de ahí que se promulguen leyes penales, que son, ni más ni menos, reflejo de las excepcionales conductas asociales en las que puede incurrir la persona. Lo mismo sucede con los sistemas de gobierno: cuando se crean puestos o niveles de poder que no dan cuenta de sus actos sabemos que a la larga tendremos corrupción de algún tipo, a menos que sean cubiertos siempre –reitero: siempre– por personas absolutamente virtuosas. Es necesario que cada nivel de poder, sea político o económico, rinda cuentas de forma que todos estén controlados por todos y se evite la parálisis del sistema y, como siempre ocurre, los ciudadanos paguen con sus patrimonios y su libertad.
Las ideologías compiten con las religiones en su deseo de redimir al hombre, de ahí que exijan fidelidad inquebrantable, adhesión intelectual y cesión de los propios gustos y razonamientos. El comunismo lo intentó en su momento y fracasó; su descendiente directo, el progresismo, lo está intentando ahora, y también fracasará, porque se ha negado a reconocer al hombre como verdaderamente es, y jamás podrá transformar la naturaleza real del hombre desde los recursos del poder al que aspira y del utopismo del que parte. A partir de aquí, los conservadores tenemos mucho que decir.