Conviene ir a Atocha porque desde la perspectiva política, se diría que las víctimas no han sido tales y que la victoria electoral de la izquierda se ha debido al deseo de cambio. Puede que esta sea la razón de fondo, pero lo que desató esa posible ola de cambio celebrada con tanta euforia fue lo ocurrido en Madrid esa mañana del 11-M. Cuando se está en Atocha, los hechos de aquel día resultan muy próximos, tanto que casi borran todo lo que ha venido después.
En cierto sentido, es un consuelo. Permanecer allí un rato en homenaje, y ver cómo la gente llora, reza, deja flores o se hace fotos ante el santuario permite comprender que la herida sigue abierta y que a pesar de todos los esfuerzos que se hagan por cerrarla no va a caer pronto en el olvido.
Hay más de un rastro de protesta contra el gobierno del Partido Popular, pero prevalece la sensación de compasión y de duelo, un duelo manso, dirán algunos, pero por eso mismo más tenaz, más duradero. El santuario de Atocha permite entender por qué la simple sospecha de utilización partidista de la violencia terrorista pudo provocar un vuelco electoral el 14-M.
Se plantea así una incógnita intelectual, o mejor dicho moral, de carácter. Conociendo como conocían los líderes del PP el odio que su política y ellos mismos han suscitado en los círculos dirigentes de la izquierda, resulta sorprendente que no intentaran neutralizar la manipulación y el secuestro de los buenos sentimientos que irremediablemente se desataría.
Pero la lección que da Atocha no va dirigida sólo a los perdedores. Quienes han ganado las elecciones harían bien en meditar acerca de la forma en que han logrado la victoria. Cuanto antes lo hagan sería mejor, porque cualquier celebración más de las que ya ha habido aumentará su debe y les restará crédito y autoridad para gobernar. El margen de maniobra conseguido en una victoria electoral como la del 14-M es muy estrecho, y se estrechará aún más cuanto más se quiera ocultar lo que no se puede ni se debe olvidar.
Es dudoso que los partidos políticos y la clase dirigente española hayan empezado siquiera a entender estos hechos tan sencillos. La opinión pública parece dispuesta a no tenerlos en cuenta. Tal vez somos una democracia demasiado joven y una nación demasiado antigua: los españoles aún no sabemos vivir en libertad. Deducir de ahí que no queremos hacerlo es un poco imprudente. El santuario de Atocha permite tener la esperanza de que las cosas son distintas, por lo menos en algo. También recuerda el naufragio de una política que por un momento pareció dejar de tener la ambición de ser una política nacional.