Hoy, la deuda pública real de EEUU es superior al 100% de su PIB, y el valor presente de sus obligaciones sociales –esas que prometen los políticos para ganar elecciones– asciende a siete veces el valor de su referido producto interno bruto. Por lo que hace a Europa, todos sus estados, empezando por Alemania, tienen un nivel de endeudamiento que sobrepasa con creces el límite permitido por el Tratado de Maastricht, y varios están al borde de la quiebra. El valor presente de las obligaciones sociales de la UE asciende a más de cuatro veces el PIB comunitario.
A ambos lados del Atlántico los bancos centrales imprimen dinero sin freno, lo que no deja de ser una expropiación que me afecta a mí, le afecta a usted y afecta, especialmente, a los más pobres de este planeta. Siguen creyendo que con un fraude monetario a gran escala lograrán salvar la situación.
Algunos advertimos desde el principio que había que dejar que el capitalismo funcionase, que los bancos quebraran y que la recesión purgara el sistema de los excesos crediticios. Lo contrario, sostuvimos, empeoraría las cosas. Hoy, tras tres años de keynesianismo, tenemos a Estados Unidos sumido en un patético debate en torno a si subir o no –por enésima vez– el límite del endeudamiento para evitar la clausura del gobierno federal. Y Europa lucha desesperadamente para no deshacerse como unión monetaria. Resulta –¡oh sorpresa!– que los rescates a Grecia fueron un completo fracaso. Ahora todo está peor: Grecia, pensando en dejar el euro; los portugueses, estirando la mano; la inflación, desatada.
La crisis de Occidente es, salvo que se produzca un milagro productivo sin precedentes en la historia humana, inevitable. Una crisis que forzará a millones de personas a reducir dramáticamente su nivel de vida y que generará caos social y derramamiento de sangre.
En la desesperación, hasta los pueblos más civilizados creen en brujos. Y si algo enseña la historia es que éstos retornan, precisamente, en tiempos de caos, prometiendo restaurar de un plumazo el orden y la prosperidad desvanecidos. Basta con haber leído a James Madison y a Thomas Jefferson para entender esto. El primero nos advirtió de que no hay peor enemigo para la democracia y la libertad que los grupos de interés. El segundo nos explicó que cuando los políticos caen en el juego de intercambiar prestaciones del Estado por votos, la corrupción del sistema se vuelve inevitable. De ahí que la integridad y responsabilidad de los líderes políticos sea tan importante. Sin ella, la democracia está destinada a destruirse a sí misma.
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AXEL KAISER, investigador del Instituto Democracia y Mercado (Chile) y columnista de elcato.org.