No pueden engañarnos. La solvencia de las pensiones públicas en España está en entredicho, y ningún maquillaje podrá disimular esa grave situación.
La crisis financiera ya no atenaza sólo a los promotores inmobiliarios, a las cajas de ahorro, a este o aquel banco, sino al sistema de pensiones, lo que es más peligroso, pues ello hará tambalearse la confianza en la solidez financiera del Estado español en el largo plazo. Se me dirá que la mala situación de la economía privada –quiebras de pequeñas empresas, creciente paro, caída de la producción industrial, excesivos costes laborales, contracción del turismo; y las sombras que envuelven a las instituciones financieras– no puede deberse a que las pensiones públicas no puedan pagarse dentro de 10 o 15 años. Sin embargo, si el sistema de pensiones amenaza quiebra y no se toman medidas para reestructurarlo, se reforzaría la tendencia de los inversores extranjeros a reducir la cantidad de deuda pública española en sus carteras y a pedir un plus de seguro para decidirse a adquirir nuevas emisiones. La fragilidad de nuestro sistema de pensiones podría prolongar ese recargo de interés y dar lugar a una década de anémico crecimiento como la que experimentó Japón después de que estallara la burbuja inmobiliaria de los años ochenta.
Nuestro sistema de pensiones es de reparto; quiere decirse que los pensionistas no reciben el rédito de lo que ahorraron e invirtieron, sino que viven de las cotizaciones de quienes están empleados actualmente. Un sistema de reparto parece muy sólido mientras los jóvenes empleados son mucho más numerosos que los pensionistas. Sin embargo, cuando la vida media de la población se prolonga y aumentan los parados en edad de trabajar, o los empleados buscan jubilarse cuanto antes mejor, el flujo de caja no basta para sufragar las pensiones. El sistema de reparto es sostenible sólo si la vida laboral se prolonga a medida que las personas viven más años y si los trabajadores empleados aumentan su productividad. Nuestro sistema, pues, depende crucialmente de que el Estado incumpla las promesas sobre la edad de retiro, de que el mercado de trabajo no sea una fábrica de parados y de que la economía en su conjunto sea cada vez más productiva y competitiva.
En consecuencia, en un sistema coactivo e impositivo como el nuestro, el Gobierno no tiene más remedio que decidirse por una combinación que incluya el retraso de la edad de jubilación, la reducción del monto de las pensiones y, si fuera posible, el aumento de las cotizaciones. Ello desataría (en realidad, desatará) la protesta de los trabajadores que quieran gozar de largos años de jubilación, de los inminentes pensionistas que confiaban en el ingreso que se les había prometido y de los empresarios que ven las cotizaciones de la egresa como un impuesto sobre la mano de obra empleada.
Sin embargo, salvo si se reforma a fondo el sistema, un Gobierno acuciado por la posible suspensión de pagos y carente de escrúpulos (lo que se llama un "Gobierno responsable") no tiene otra salida que la presentada a Bruselas: alargar la vida laboral a los 67 años, extender el período sobre el que se calcula la pensión de los últimos quince años a los últimos veinticinco y usar el respiro de ese menor gasto para reducir las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. El presidente del Gobierno debería explicar lo que ocurre, y la oposición, apoyar ese doloroso recorte.
Algo más hay que hacer, sin embargo. Estas dificultades se plantearán de forma recurrente en un sistema de reparto, sobre todo si los Gobiernos no son capaces de reducir los privilegios de que disfrutan empleados antiguos y representantes sindicales ni de conseguir mejoras de productividad para que las pensiones no se conviertan en una carga insostenible. El saneamiento de un sistema de reparto tiene que ir acompañado de una reforma del mercado de trabajo y del sistema educativo, sobre todo en lo relacionado con el aprendizaje. Mas lo verdaderamente importante es que España se plantee la paulatina transformación del sistema de pensiones hacia otro de capitalización, para que al menos una parte de la pensión fluya desde lo que cada trabajador ha ahorrado para su jubilación.
El sistema de reparto es siempre inviable. Hay que desmantelarlo, aunque sea poco a poco. Pero esto es tan revolucionario en nuestro país que habrá que dejarlo para otro día.
© AIPE
La crisis financiera ya no atenaza sólo a los promotores inmobiliarios, a las cajas de ahorro, a este o aquel banco, sino al sistema de pensiones, lo que es más peligroso, pues ello hará tambalearse la confianza en la solidez financiera del Estado español en el largo plazo. Se me dirá que la mala situación de la economía privada –quiebras de pequeñas empresas, creciente paro, caída de la producción industrial, excesivos costes laborales, contracción del turismo; y las sombras que envuelven a las instituciones financieras– no puede deberse a que las pensiones públicas no puedan pagarse dentro de 10 o 15 años. Sin embargo, si el sistema de pensiones amenaza quiebra y no se toman medidas para reestructurarlo, se reforzaría la tendencia de los inversores extranjeros a reducir la cantidad de deuda pública española en sus carteras y a pedir un plus de seguro para decidirse a adquirir nuevas emisiones. La fragilidad de nuestro sistema de pensiones podría prolongar ese recargo de interés y dar lugar a una década de anémico crecimiento como la que experimentó Japón después de que estallara la burbuja inmobiliaria de los años ochenta.
Nuestro sistema de pensiones es de reparto; quiere decirse que los pensionistas no reciben el rédito de lo que ahorraron e invirtieron, sino que viven de las cotizaciones de quienes están empleados actualmente. Un sistema de reparto parece muy sólido mientras los jóvenes empleados son mucho más numerosos que los pensionistas. Sin embargo, cuando la vida media de la población se prolonga y aumentan los parados en edad de trabajar, o los empleados buscan jubilarse cuanto antes mejor, el flujo de caja no basta para sufragar las pensiones. El sistema de reparto es sostenible sólo si la vida laboral se prolonga a medida que las personas viven más años y si los trabajadores empleados aumentan su productividad. Nuestro sistema, pues, depende crucialmente de que el Estado incumpla las promesas sobre la edad de retiro, de que el mercado de trabajo no sea una fábrica de parados y de que la economía en su conjunto sea cada vez más productiva y competitiva.
En consecuencia, en un sistema coactivo e impositivo como el nuestro, el Gobierno no tiene más remedio que decidirse por una combinación que incluya el retraso de la edad de jubilación, la reducción del monto de las pensiones y, si fuera posible, el aumento de las cotizaciones. Ello desataría (en realidad, desatará) la protesta de los trabajadores que quieran gozar de largos años de jubilación, de los inminentes pensionistas que confiaban en el ingreso que se les había prometido y de los empresarios que ven las cotizaciones de la egresa como un impuesto sobre la mano de obra empleada.
Sin embargo, salvo si se reforma a fondo el sistema, un Gobierno acuciado por la posible suspensión de pagos y carente de escrúpulos (lo que se llama un "Gobierno responsable") no tiene otra salida que la presentada a Bruselas: alargar la vida laboral a los 67 años, extender el período sobre el que se calcula la pensión de los últimos quince años a los últimos veinticinco y usar el respiro de ese menor gasto para reducir las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. El presidente del Gobierno debería explicar lo que ocurre, y la oposición, apoyar ese doloroso recorte.
Algo más hay que hacer, sin embargo. Estas dificultades se plantearán de forma recurrente en un sistema de reparto, sobre todo si los Gobiernos no son capaces de reducir los privilegios de que disfrutan empleados antiguos y representantes sindicales ni de conseguir mejoras de productividad para que las pensiones no se conviertan en una carga insostenible. El saneamiento de un sistema de reparto tiene que ir acompañado de una reforma del mercado de trabajo y del sistema educativo, sobre todo en lo relacionado con el aprendizaje. Mas lo verdaderamente importante es que España se plantee la paulatina transformación del sistema de pensiones hacia otro de capitalización, para que al menos una parte de la pensión fluya desde lo que cada trabajador ha ahorrado para su jubilación.
El sistema de reparto es siempre inviable. Hay que desmantelarlo, aunque sea poco a poco. Pero esto es tan revolucionario en nuestro país que habrá que dejarlo para otro día.
© AIPE