Lo leí como lo que era: una confesión de que el Gobierno catalán llevaba mucho tiempo empeñado en una operación de ingeniería social –un modo elegante de llamar al viejo y tradicional lavado de cerebro– destinada a convertir, desde las instituciones, a los ciudadanos españoles de Cataluña en otra cosa: ciudadanos catalanes, tal vez, o catalanes a secas, o, lo que sería peor, súbditos catalanes, sean cuales fueren sus características, que ya se sabe que los experimentos de esa clase no tienen final predecible.
El siglo XX padeció varias grandes reformas identitarias, en Alemania, en Rusia, en Yugoslavia, en Armenia, con los resultados que conocemos. El chavismo que derriba estatuas de Colón y los movimientos indigenistas de Bolivia aspiran a ello, igual que los mugabistas de Zimbabwe, que no ven con simpatía a los granjeros la blancura de algunos granjeros. Pero no vamos a salirnos de Cataluña, porque da mucho de sí.
La reforma identitaria, de la que el señor Corbacho dice que debe estar terminada en otoño, dentro de unos días, no es ni puede ser obra del tripartito. Esta peculiar coalición de gobierno, en la que el presidente de la Diputación dice que hay "un partido de corte independentista" y otro no nacionalista, sino "catalanista y de izquierdas", el PSC, no puede ser ni es el responsable particular de tan magna obra. La coalición no hace ni ha hecho ni hará más que continuar con la obra de sus predecesores, que son ellos mismos con diferente collar: los gobiernos de CiU en el Palacio de la Generalitat y en algunos ayuntamientos, y del PSC en el Ayuntamiento de Barcelona y otros de no escasa entidad, como el de Gerona. O ellos mismos a secas, en no pocos casos. Recordemos uno de ellos, aprovechando que La Vanguardia nos ha refrescado la memoria el pasado 28 de agosto.
Ese día se cumplían 20 años de la muy celebrada conquista del monte Everest por un grupo de alpinistas catalanes. "Hem fet el cim", hemos ganado la cumbre, fue la consigna de la época. Los deportistas llevaban consigo en las mochilas unas cuantas banderas para plantar allá arriba y hacerse la foto correspondiente. Banderas de los patrocinadores de la expedición, que no debe de haber sido barata, entre ellos una de las dos caixas de ahorros locales, y por supuesto una senyera. Hasta ahí, todo bien, como en Tel Aviv o en Jerusalén. Pero, al igual que en Israel, alguien echó a faltar la bandera española. Pero entonces hubo menos idas y venidas, menos justificaciones diplomáticas, ningún expediente de investigación y ningún florista judío confundido. Lo que hubo fue una declaración, que La Vanguardia reproduce textualmente: "No había espacio físico ni moral para la bandera española en la cima del Everest. España debería entender que no podemos llevar fácilmente en el corazón la bandera que sustituyó a la nuestra por la fuerza".
Quien pronunciaba entonces tan sentidas palabras era el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, hoy Honorable Presidente. No hacía falta que lo dijera Jordi Pujol, siempre más delicado en asuntos tales, ni ninguno de los dirigentes de la ERC de entonces, que lo pensaban, sin duda.
O sea, que el asunto es antiguo. Que llevamos muchos años enterrados en el proceso de se ha dado en llamar "normalización ligüística" de Cataluña, que en principio se planteó como el desarrollo del derecho, que no del deber, a expresarse en catalán y que posteriormente devino en corpus de privilegios y censuras que imponía el uso de la lengua como medio para acceder al empleo público y, a la larga, privado. De ahí a forzar a las empresas, desde los cafés hasta las fábricas de conservas, a rotular en catalán, régimen de premios y castigos mediante, había un paso. Y así como se subvenciona cada bote de tomate triturado con etiqueta y cada restaurante con carta en catalán, fueron y son subvencionados todos y cada uno de los libros publicados en la lengua local.
De modo que, llegado cierto punto, la pretensión de intervenir en las almas y en los espejos de Cataluña empezó a tener un coste muy elevado. En desmedro de la inversión en sanidad, por poner sólo un ejemplo de moda. Precisamente, la idea, harto peregrina, de instaurar un canon de un euro por visita en la Seguridad Social se lanzó en el mismo momento en que la casta dirigente de Cataluña dilapidaba millones en el nunca bastante denostado Fórum de las Culturas, apoteosis del multiculturalismo que es filosofía de base en esta parte del mundo, a la vez que operación especulativa para goce del partido del ladrillo.
Ahora reclaman fondos para atender a la salud de la población. Y el ínclito Pérez Carod lanza la propuesta megalómana de que todas las emisoras de España, de radio y televisión, tengan la mitad de su parrilla en catalán, gallego y euskera, supongo que con los costes de doblaje a cargo de Madrid. Realmente, ansío repetir la experiencia, vivida hace unos años en Bilbao, de ver Sólo ante el peligro con Gary Cooper hablando en euskera y subtitulado en español: no hay camino mejor para el mutuo entendimiento. Y es que Pérez Carod no quiere separarse: quiere que España se integre.
Por afán de integración dice, que si hace falta reformar la Constitución de 1978 para que se adapte a su idea de Estatuto, habrá que hacerlo. Eso sí, que nadie diga nada sobre el Estatuto en tan delicado momento de su elaboración: después de lanzar la idea de la galeuskización de los medios españoles, reclama sin rubor "que nos dejen en paz" mientras redactamos y vayan preparando el cambio constitucional. Sería cómico si no fuera repugnante.
En un artículo publicado en El País en 1988 escribí: "En la historia de la última década, los partidos políticos catalanes han eludido toda actitud clarificadora [...] Atentos a lo emocional, a lo simbólico, han relegado a un segundo plano el discurso racional de la política". La década había empezado en 1978, y lo mismo, muchos años después, hubo de ser reiterado en el reciente manifiesto de Ciudadanos de Cataluña.
No sólo nada cambió, sino que fue a peor. Ahora podemos decir con plena conciencia ya no que lo simbólico ha predominado en Cataluña sobre lo racional y sobre lo real, sino que eso era lo que pretendían los promotores del desaguisado. Lo simbólico ha devenido real, aunque no racional, y condiciona el resto. Nos estamos gastando en identidad, una identidad cuyos rasgos sólo conocen unos pocos, los ahorros de toda una historia.