
Podían haberse muerto en silencio, pero, hoy por hoy, nadie mínimamente atendido se muere de un infarto. Cuando salieron del hospital, cada uno siguió su rumbo: Leguina habló, Rodríguez Ibarra también, aunque menos, demostrando una mejor disposición a dejarse convencer por el presidente de la sonrisa boba. [A propósito, quiero dejar constancia aquí de algo de lo que me he dado cuenta hace un tiempo: Zapatero sonríe (casi) siempre porque, si no lo hace, se le ve la cara, la verdadera, la que es espejo del alma. O sea, no es por bondad excesiva, sino por todo lo contrario].
Ahora bien: el silencio sólo mata a veces. La gente, mucha, la suficiente para ser llamada así, la gente, de casi todos los partidos, tenía la esperanza de que el silencio general en las altas esferas del PSOE se rompiera en algún momento. Alguien próximo a los cielos de Ferraz me juró hace un tiempo que Alfonso Guerra hablaría. Personas un poco más ingenuas confiaron en que Felipe González hablaría. Finalmente, se pensaba que ambos eran hombres de Estado y que, por tanto, iban a llevar mal el troceo de la hacienda y el territorio, y la inmolación del castellano. Las cosas de comer, que gusta de decir González, y las cosas de comunicar, de igualar, de compartir.
Pues no. No han hablado. España estaba siendo centrifugada (la expresión, recordarán, es del propio FG) y ellos, calladitos. Y votará Alfonso Guerra, tras presidir la comisión constitucional del Congreso, lo que salga de todo este larguísimo, agotador pasteleo. O ficción de pasteleo, porque unos, los Zapateros, los Rubalcabas, los Blanco, los De la Vega, decían estar defendiendo lo que nos les interesaba defender –la nación española, la Constitución, esas cosas–, y los otros juraban estar pidiendo cosas normales, de las de cada día, a sabiendas de que nada tenía, ni tiene, de normal, este Estatuto que, al fin, nos colarán.

Los disidentes del socialismo vasco se pronunciaron, sí, pero lo que ellos digan no tiene el menor efecto. O, mejor dicho, cuando lo tiene, es negativo: recuérdese la respuesta de la viuda de un asesinado por ETA a Rosa Díez cuando ésta osó abrir la boca en ABC: lo primero que le reprochó fue que la abriera precisamente en ese periódico y no en otro. ¿Acaso le hubiera parecido mejor El Mundo? ¿O suponía que El País iba a publicar semejante cosa?
Este Estatuto de Cataluña se ha negociado, o así llaman ellos a ver el modo de hacerlo formalmente digerible sin cambiar un ápice en su contenido, a espaldas de todo el mundo. También de los diputados del PSOE, los conocidos y los desconocidos, que son mayoría. Ni qué decir de los ministros, los abajofirmantes de las decisiones del jefe, incluido Solbes. Pero todos ellos irán a votar su aprobación en la Cámara.
Nuestro sistema parlamentario hace agua, pero tenemos que comprender que, para que funcione con normalidad democrática, es decir, para que sea el espacio de la democracia, sólo hace falta reformar dos cosas: el reglamento, para que cada diputado tenga, además de voto, una voz, y el estado moral de los políticos, para que esa voz sea la de un representante y no la de un mandado.
¿Tiene la política algo que ver con la moral? La experiencia indica sin duda que no. Sin embargo, los que aún pensamos que el debate de ideas sirve para algo seguimos esperando que se revele un vínculo entre ambos términos. Y por eso hoy, ante los hechos consumados, cuando la prensa publica la parte publicable de los acuerdos entre Zapatero y Mas, percibimos la profunda inmoralidad del silencio de esos hombres que han demostrado que saben perfectamente qué es el Estado, sin que ello los convierta en hombres de Estado. El silencio de Alfonso Guerra, de Felipe González, del Bono de Ejpaña, es estruendoso. Tienen plena conciencia de que se está obrando el mal, pero primero callan y después apoyan. Les importa infinitamente más su partido que España, que el Estado: son meros políticos, no estadistas.

El Partido Popular ha sido parcialmente coherente: el discurso de Piqué no tiene nada que ver con el de Rajoy, y eso plantea un límite muy grave para un partido que ha sido sistemáticamente marginado de cualquier decisión. La oposición española es la única oposición democrática en un país desarrollado que, representado casi a la mitad del electorado, no participa ni siquiera mínimamente del poder: por supuesto, eso es lo que da su carácter a la democracia española, una democracia autoritaria de corte populista, aun cuando el populismo gubernamental venza pero no convenza: tiempo al tiempo.
De cuanto ha dicho últimamente Rodríguez Ibarra, lo más importante no ha sido la reiteración de sus habituales baladronadas patrióticas, que luego se diluyen con estupideces tales como la de que el presidente le ha prometido que la palabra "nación" no figurará en el acuerdo, sino la idea de que habría que hablar con el PP. Fue el único que, tal vez por inconsciencia, tal vez por megalomanía, violentó realmente la línea de su partido.
Claro que eso no basta, porque él también, al final, dirá que sí. Tal vez no sólo no baste, y la cuestión sea peor: ¿acaso no parecerá todo en última instancia más legítimo si hombre tan patriota e intransigente transige al cabo? Llega uno a sospechar que hasta esas salidas de tono forman parte de una puesta en escena.
Ya está, ya hay Estatuto. Y es obra de los socialistas. No de Zapatero sólo, no de Rubalcaba o Blanco o De la Vega o Maragall, sino de todos los socialistas: de los que hablaron, muñeron, entregaron, y más aún de los que callaron. Hitler aseguró ante un tribunal que la historia lo absolvería y, unos años más tarde, Fidel Castro repitió la bravata ante otros jueces: ninguno de los dos será absuelto por la historia. El que éstos sean condenados o absueltos depende de nosotros.