Nadie recuerda hoy su nombre, pero a finales del siglo XVIII ningún poderoso en el mundo se podía permitir desconocerlo. Era un chino cantonés llamado Wo Ping Chien. Sus libros de cuentas, conservados hoy en un museo, muestran que sólo en 1799 realizó préstamos a comerciantes por un montante de ocho millones de dólares de plata. Nathan Rothschild pasó la mayor parte de su vida apoyado contra la columna dórica del rincón sureste de la Bolsa de Londres. En 1828 su fortuna personal ya alcanzaba la cifra de veintiocho millones de libras esterlinas de la época. Ningún otro a lo largo del siglo XIX fue capaz de acumular un patrimonio de esas dimensiones. Por su parte, Bill Gates, en dura competencia con el presidente de Oracle, al final ha logrado pasar a los libros de historia como el hombre más acaudalado del siglo XX.
Ninguno de los tres alcanzó la cumbre gracias a poseer cosas, a tener el control sobre una propiedad tangible. El primero, Wo Ping Chien, canalizaba como intermediario todo el comercio que europeos y americanos realizaban con el hermético Imperio Chino. Nathan Rothschild, por su parte, creó un sistema de recogida de información a través de palomas mensajeras que le permitía tomar las decisiones más acertadas en los mercados de divisas, empréstitos y acciones de Frankfurt, París, Moscú y Londres; mientras que toda la riqueza de Bill Gates procede de un intangible: el control sobre el talento humano capaz de hacer más eficiente el tratamiento de la información.
De todos modos, hasta hace cuatro días la forma de su éxito era una flagrante excepción a la norma del tanto tienes, tanto vales, que, transmitida de padres a hijos, generación tras generación, se ha adherido a la conciencia del hombre común como una de esas verdades evidentes de la vida que no admiten discusión. Pero desde hace cuatro días, en algunos sitios la realidad parece que se ha empeñado en desmentir las eternas verdades del barquero. Por ejemplo, sucede que entre las veinticinco empresas más grandes de Estados Unidos, ocho ni siquiera existían en 1960; también pasa que, sólo en 1998, 166 norteamericanos consiguieron entrar en el club de los multimillonarios tras declarar en el impreso de la renta un patrimonio superior a los tres mil millones de dólares; en 1982, los miembros casi cabían en un taxi: sólo había trece. Al mismo tiempo, en el año 2000 únicamente una firma japonesa figuró entre las veinticinco empresas más importantes del mundo, cuando en la década de los ochenta siete de las diez compañías más grandes del planeta eran de ese país. Y, de las doce sociedades más poderosas de Estados Unidos en 1900, una celebró el último cambio de siglo; las otras once ya han desaparecido.
Estos datos son más que indicios de que algo importante está cambiando en las reglas de juego del capitalismo, algo para lo que los norteamericanos estarían particularmente bien dotados y los japoneses y europeos no. Y ese algo no es nada más que la capacidad de olvidar, la predisposición natural para el cambio, la feliz ausencia de los prejuicios que lastran la visión de la realidad en otras culturas constreñidas por el respeto a las inercias que emanan de lo tradicional. Ellos han sido los primeros en comprender que la propiedad puede llegar a ser una rémora. Han entendido antes que nadie que, en un entorno económico mundial caracterizado por los cambios constantes e imprevistos y por la rápida obsolescencia de todas las innovaciones tecnológicas, la propiedad muchas veces es una fuente de riesgos, no de seguridad y poder. Y también se han adelantado a todos los demás en darse cuenta de que, en un escenario multipolar en el que las instalaciones productivas convencionales de la Era Industrial están casi al alcance de cualquiera, la única fuente de valor reside en los intangibles: sistemas de gestión, imagen de marca, talento de los empleados, capacidad para el diseño, redes de proveedores y clientes, culturas corporativas...
En unos tiempos en los que fabricar un coche en la factoría que Ford tiene en Atlanta sólo requiere de diecisiete horas de mano de obra directa, han aceptado que la única caja de caudales es la que está dentro de la cabeza de la gente, y no alrededor. Y están obrando en consecuencia. En 1999, el 80 por ciento de las empresas americanas utilizaba máquinas que no eran de su propiedad bajo contratos de alquiler industrial; el 35 por ciento del comercio al por menor ya se desarrolla acogido a la fórmula de la franquicia; y un tercio de los automóviles que circulan por sus carreteras siguen siendo jurídicamente propiedad de los fabricantes o distribuidores, que han establecido contratos de renting con sus conductores; unos conductores de los que cada vez una menor proporción son propietarios de la casa que habitan. Por cierto, seguramente se sorprenderían al tener noticia de que en Irlanda el 82 por ciento de los residentes son dueños de sus viviendas y de que la cifra de propietarios asciende al 90 por ciento en el caso de Bangladesh, uno de los países más pobres del mundo; por el contrario, no se extrañarían de que en la rica Alemania la cifra baje al 45 por ciento, y de que en la riquísima Suiza no alcance el 33 por ciento.
Con el término capital siempre se ha designado a lo que permite aumentar la capacidad productiva de una sociedad; su significado no ha cambiado, pero en la época del valor asociado a los intangibles su forma es cada vez más irreconocible para los que no siguen su frenética transformación. Así, otro genio del transformismo, David Bowie, no posee capital, él mismo es capital. Su capacidad para generar ingresos por derechos de autor y a través de las entradas de sus futuros conciertos fue el único activo que respaldó la emisión de los Bonos David Bowie, unos títulos con un interés del 7,9 por ciento y una duración de diez años por los que el mercado pagó cincuenta y cinco millones de dólares; la suscripción se cubrió enteramente en menos de una hora.
Pero la gran paradoja emerge al primer plano cuando se intenta averiguar quiénes son hoy los verdaderos propietarios del capital físico, de las cosas. Si se analiza la estructura de la propiedad de las grandes corporaciones transnacionales, se descubre que, en todas, la participación mayoritaria está en manos de uno o varios fondos de pensiones. El mayor de ellos tiene invertidos más de 100.000 millones de dólares en grandes empresas. Y las carteras de más de mil millones de dólares son multitud entre los fondos de pensiones americanos, unas entidades a las que no se puede contemplar como a simples inversores por una razón: el volumen de los activos industriales que poseen es tan descomunalmente grande que, simplemente, no los pueden vender. Es el viejo sueño socialista de transferir la propiedad de los medios de producción a los trabajadores por fin realizado en… la Bolsa de Nueva York.
De todos modos, hay cosas que no cambian por mucho que aparentemente lo hagan los tiempos. Tras su muerte, el cadáver de Wu Ping Chien fue entregado a los gusanos por orden de los funcionarios mandarines, que nunca habían podido soportar que un simple comerciante hubiese llegado a tal relevancia social. Rothschild se convirtió en el personaje favorito de los dibujantes satíricos de la época, y sus descendientes siempre han estado en los primeros puestos de la lista para todos los organizadores de los progroms de los dos últimos siglos. Y en las encuestas, Bill Gates ya está muy cerca de convertirse en el hombre más odiado del planeta. Y es que puede ser que estemos asistiendo al ocaso de la propiedad, pero no por ello la envidia, que siempre ha sido el socialismo de los imbéciles, ha dejado de gozar de buena salud.
ECONOMÍA
El ocaso de la propiedad
Sólo América es capaz de hacer que la propiedad ya no sea un valor esencial. En el nuevo capitalismo del siglo XXI, el viejo sueño socialista de transferir la propiedad de los medios de producción a los trabajadores por fin se está viendo realizado, pero en la Bolsa de Nueva York. ¿No es asombroso?
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