La televisión pública no parece ser algo demasiado importante para un gobierno que tiene abundancia de canales a su servicio o, al menos, al servicio de la crítica constante a la oposición, de modo que llega a acuerdos respecto de un asunto que le trae más dolores de cabeza que beneficios; éstos, por otra parte, serán aún menos a partir del 1 de enero de 2010, cuando se deje de emitir publicidad.
La designación de Alberto Oliart es, cuando menos, llamativa en términos políticos. Ministro con Suárez (Industria y Sanidad) y con Calvo Sotelo (Defensa), tiene fama de buen gestor. Y sin duda lo es. Seguramente, su trabajo en el célebre ente será de los mejores. Lo cual ha dado lugar a un silencio político generalizado. Pero, como no es posible aceptar una situación así sin hacer alguna crítica, la prensa en su conjunto ha coincidido en señalar un gran defecto del personaje: es viejo. O sea, que la estupidez es general y no conoce barreras ideológicas.
Oliart tiene 81 años. Reagan tenía 70 cuando accedió a la presidencia, y 78 cuando la dejó. Mandela fue elegido a los 76, tiene 91 y sigue siendo una de las personas más lúcidas de su difícil país. La historia está llena de grandes viejos. Tengo a mano el ejemplo de Ramón y Cajal, cuyo libro El mundo visto a los ochenta años sigue siendo un texto de referencia. Y los ochenta de Cajal habían sido mucho más difíciles que los de Oliart, que no fue a la guerra de Cuba y que vive en un tiempo en que la esperanza de vida es enormemente superior.
El más respetable de los comentarios relativos a la designación de Oliart, cuya autoría he olvidado, es el que señala que se pone a un hombre mayor al frente de un organismo que está prejubilando a su personal a los 52 años como media, cosa que sucede en casi todas las empresas, que hace rato que han perdido de vista el valor de la experiencia.
Cuando se estableció el retiro obrero, en 1919, para mayores de 65 años, la esperanza de vida en España era de 41 años. Cuando se cambió el régimen y el de retiro fue sustituido por el de pensiones, en 1939, era de 50. Es decir, que quienes ocupaban el Estado en cada caso no tenían intención de pagar más que unas pocas jubilaciones, a los escasos supervivientes de una realidad laboral con no menos de 35 años de trabajo, acumulados a partir de los 16. Por eso no se creó un banco especial para la conservación y la administración de lo recaudado, y los sucesivos gobiernos se gastaron alegremente un dinero que ingresaba a las arcas públicas casi a modo de impuesto, a la vez que se podía asignar cada año una partida de los presupuestos generales a mantener a los pocos héroes que habían alcanzado la edad provecta sin antibióticos, sin antialérgicos, casi sin médicos, y que, además, pronto desaparecerían.
Eran tiempos, los de las décadas del veinte al cuarenta, los del ascenso del fascismo y del comunismo –línea positivista estaliniana–, en que la juventud era un valor exaltado. No en vano el himno fascista italiano se llamó Giovinezza. Pasada esa época, la rémora juvenilista persistió, quedó grabada a fuego en las cabezas de los europeos y de muchos americanos, del norte y del sur. Incluso el Occidente de la guerra fría llegó a acuñar un término despectivo para la jerarquía soviética, a la vista de la edad de sus miembros: gerontocracia. Le tocó acabar con la gerontocracia al casi octogenario Reagan.
Con escasas excepciones entre los filósofos clásicos y contra toda prueba de realidad, la vejez rara vez ha sido tenida entre nosotros por un valor. Ni siquiera como figuración de serenidad y sabiduría. Si los asesores de imagen de Felipe González le recomendaron en 1982 teñirse unas leves canas en las sienes para transmitir aplomo –cosa que al hombre le sobraba–, ahí tenemos ahora a Berlusconi, de clínica en clínica y de burdel en burdel, procurando fingir una juventud que hace mucho que se ha alejado.
Desde Alejando Magno, la juventud no ha sido nunca un obstáculo para alcanzar el poder, pero es cierto que éste, a menos que se herede, suele ser un proceso acumulativo, el resultado de un carrera en cuyo curso se aprende no sólo a conquistar posiciones, sino, sobre todo, a conservarlas con vistas al siguiente paso. Churchill vivió su mejor momento a los 66 años, en 1940, y fue reelegido como primer ministro en 1951, cuando ya tenía 77, y todo eso fue el producto de una vida con múltiples facetas, desde el parlamentarismo hasta el espionaje. ¿Por qué, pues, habríamos de rechazar a nadie para ocupar un cargo por tener 81? Hasta es posible que, a diferencia de los jóvenes leones ejecutivos que proliferan en las grandes empresas, y que engordan merced a una dieta de libros de autoayuda y estudios de administración, capaces de condenar al ostracismo a cualquiera que supere los cincuenta, este hombre sea un poco más contemplativo y comprenda que existe el capital humano.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
La designación de Alberto Oliart es, cuando menos, llamativa en términos políticos. Ministro con Suárez (Industria y Sanidad) y con Calvo Sotelo (Defensa), tiene fama de buen gestor. Y sin duda lo es. Seguramente, su trabajo en el célebre ente será de los mejores. Lo cual ha dado lugar a un silencio político generalizado. Pero, como no es posible aceptar una situación así sin hacer alguna crítica, la prensa en su conjunto ha coincidido en señalar un gran defecto del personaje: es viejo. O sea, que la estupidez es general y no conoce barreras ideológicas.
Oliart tiene 81 años. Reagan tenía 70 cuando accedió a la presidencia, y 78 cuando la dejó. Mandela fue elegido a los 76, tiene 91 y sigue siendo una de las personas más lúcidas de su difícil país. La historia está llena de grandes viejos. Tengo a mano el ejemplo de Ramón y Cajal, cuyo libro El mundo visto a los ochenta años sigue siendo un texto de referencia. Y los ochenta de Cajal habían sido mucho más difíciles que los de Oliart, que no fue a la guerra de Cuba y que vive en un tiempo en que la esperanza de vida es enormemente superior.
El más respetable de los comentarios relativos a la designación de Oliart, cuya autoría he olvidado, es el que señala que se pone a un hombre mayor al frente de un organismo que está prejubilando a su personal a los 52 años como media, cosa que sucede en casi todas las empresas, que hace rato que han perdido de vista el valor de la experiencia.
Cuando se estableció el retiro obrero, en 1919, para mayores de 65 años, la esperanza de vida en España era de 41 años. Cuando se cambió el régimen y el de retiro fue sustituido por el de pensiones, en 1939, era de 50. Es decir, que quienes ocupaban el Estado en cada caso no tenían intención de pagar más que unas pocas jubilaciones, a los escasos supervivientes de una realidad laboral con no menos de 35 años de trabajo, acumulados a partir de los 16. Por eso no se creó un banco especial para la conservación y la administración de lo recaudado, y los sucesivos gobiernos se gastaron alegremente un dinero que ingresaba a las arcas públicas casi a modo de impuesto, a la vez que se podía asignar cada año una partida de los presupuestos generales a mantener a los pocos héroes que habían alcanzado la edad provecta sin antibióticos, sin antialérgicos, casi sin médicos, y que, además, pronto desaparecerían.
Eran tiempos, los de las décadas del veinte al cuarenta, los del ascenso del fascismo y del comunismo –línea positivista estaliniana–, en que la juventud era un valor exaltado. No en vano el himno fascista italiano se llamó Giovinezza. Pasada esa época, la rémora juvenilista persistió, quedó grabada a fuego en las cabezas de los europeos y de muchos americanos, del norte y del sur. Incluso el Occidente de la guerra fría llegó a acuñar un término despectivo para la jerarquía soviética, a la vista de la edad de sus miembros: gerontocracia. Le tocó acabar con la gerontocracia al casi octogenario Reagan.
Con escasas excepciones entre los filósofos clásicos y contra toda prueba de realidad, la vejez rara vez ha sido tenida entre nosotros por un valor. Ni siquiera como figuración de serenidad y sabiduría. Si los asesores de imagen de Felipe González le recomendaron en 1982 teñirse unas leves canas en las sienes para transmitir aplomo –cosa que al hombre le sobraba–, ahí tenemos ahora a Berlusconi, de clínica en clínica y de burdel en burdel, procurando fingir una juventud que hace mucho que se ha alejado.
Desde Alejando Magno, la juventud no ha sido nunca un obstáculo para alcanzar el poder, pero es cierto que éste, a menos que se herede, suele ser un proceso acumulativo, el resultado de un carrera en cuyo curso se aprende no sólo a conquistar posiciones, sino, sobre todo, a conservarlas con vistas al siguiente paso. Churchill vivió su mejor momento a los 66 años, en 1940, y fue reelegido como primer ministro en 1951, cuando ya tenía 77, y todo eso fue el producto de una vida con múltiples facetas, desde el parlamentarismo hasta el espionaje. ¿Por qué, pues, habríamos de rechazar a nadie para ocupar un cargo por tener 81? Hasta es posible que, a diferencia de los jóvenes leones ejecutivos que proliferan en las grandes empresas, y que engordan merced a una dieta de libros de autoayuda y estudios de administración, capaces de condenar al ostracismo a cualquiera que supere los cincuenta, este hombre sea un poco más contemplativo y comprenda que existe el capital humano.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com