Islandia, se nos dice, debería ser un ejemplo de actuación ante las quiebras bancarias e incluso soberanas; de hecho, aseguran, semejante alarde de sentido común ya está empezando a dar sus frutos en forma de una recuperación de la actividad económica.
Hasta aquí el mito. Ahora vayamos a la realidad.
Islandia sí ha rescatado a sus bancos, y su rescate ha sido uno de los más onerosos e injustos de todos cuanto se han producido en los últimos años. Comprendería, en consecuencia, que sus despropósitos supusieran una fuente de inspiración para la izquierda, pero confío en que los liberales no descendamos la peligrosa pendiente del populismo y lo convirtamos en un modelo.
Para que nos situemos: en octubre de 2008 quiebran los tres grandes bancos islandeses: Kaupthing, Landsbanki Íslands y Glitnir. Su volumen de pasivos, alrededor de nueve veces el PIB de la isla, y el hecho de que aquéllos estén en su gran mayoría nominados en moneda extranjera, los vuelve irrescatables. En este punto, si bien complicada, la solución desde un punto de vista liberal es clara: liquidar los bancos al mejor postor y repartir las resultas, muchas o pocas, entre todos sus acreedores. La eventual supervivencia de cada banco debería ser un asunto de todos sus acreedores; si juzgaran el negocio viable a largo plazo, siempre les quedaría la posibilidad de convertir sus créditos en acciones, con lo que recapitalizarían automáticamente la entidad.
Nada de esto hizo el gobierno islandés. Cuando los tres grandes bancos quebraron, optó por nacionalizarlos para quedarse con todos sus activos. Así pues, y como sucede en todo procedimiento concursal, los activos no pasaron a manos de los acreedores, sino a las de la administración pública islandesa. Acto seguido, Reikiavik separó los activos y los pasivos de dichos bancos en dos grupos: los radicados en Islandia fueron a parar a tres bancos de nueva creación: los del Kaupthing, al Arion; los del Landsbanki Íslands, al Landsbankinn, y los del Glitnir, al Islandsbanki. En cambio, radicados en el extranjero los dejó en los balances de los antiguos bancos quebrados.
La decisión fue del todo arbitraria, pues los acreedores extranjeros tenían el mismo derecho a resarcirse con los activos radicados en Islandia que los acreedores islandeses. En ausencia de derechos de prelación, que, desde luego, no atienden a cuestiones de nacionalidad, la masa del activo está sometida, según los principios concursales, a la masa del pasivo. Aquí, sin embargo, el gobierno islandés procedió a segregar ambas; no por necesidades jurídicas o económicas, sino de por razones de orden político.
Y es que se daba la circunstancia de que los bancos islandeses se habían endeudado en el extranjero no sólo para prestar al extranjero, también para ampliar su cartera de préstamos a los islandeses. Dicho de otra manera: los activos radicados en Islandia eran muy superiores a los pasivos islandeses. Para que nos hagamos una idea: el Arion se quedó con 1,3 billones de coronas en activos del Kaupthing y con sólo 0,5 billones de sus pasivos, con lo que dejó al viejo Kaupthing con 5,3 billones de activos y 5,6 billones de pasivos; el Landsbankinn se apropió de 1,4 billones de activos del Landsbanki Íslands y de 0,5 billones de sus pasivos, dejando así a éste con 3,6 billones de activos y 3,3 billones de pasivos, y el Islandsbanki absorbió 1,1 billones de activos del Glitnir y 0,6 billones de sus pasivos, dejándole con 2,8 billones de activos y 3,1 billones de pasivos.
No se crean, sin embargo, que los nuevos bancos islandeses gozaban de una excelente salud, pese a la magnitud del expolio. Tamaño robo a los acreedores extranjeros fue necesario porque la morosidad se situaba entre el 40% y el 65% del total de préstamos. Así que, si redujéramos el valor de los activos aproximadamente a la mitad, el balance de los tres nuevos bancos sería prácticamente cero.
Ése era el propósito del gobierno: que los acreedores islandeses tuvieran plenamente garantizadas sus deudas con activos a valor de mercado; de hecho, en el caso del Landsbankinn, les quedó un remanente de 0,3 billones de coronas, tras ajustarse el valor de los activos que fue entregado, a modo de pagos periódicos, a los acreedores del antiguo Landsbanki Íslands. Por el contrario, con el Arion se quedaron cortos, de modo que el Kaupthing tuvo que entregar a los acreedores nacionales alrededor de 40.000 millones de coronas procedentes de los activos extranjeros.
Claro que. si se hubiera dejado el balance de los bancos a cero, no habrían podido operar. Necesitaban un mínimo de fondos propios que les sirviera de colchón para las eventuales pérdidas futuras. Y es aquí donde más incomprensible me resulta el argumento de algunos liberales que sostienen que el Estado no rescató a la banca. ¿Cómo que no? Inyectó a los nuevos bancos nacionales alrededor de 0,27 billones de coronas: casi el 20% del PIB del país. ¿Qué sentido tiene acusar al gobierno estadounidense de expoliar a sus ciudadanos por inyectar a los bancos menos del 5% del PIB y alabar al islandés por dejarlos quebrar? No confundamos los términos: Reikiavik no rescató a los acreedores extranjeros, sólo rescató a los nacionales.
Es cierto que en la actualidad el gobierno islandés está reprivatizando los bancos, y que, en un gesto mínimo de dignidad, está repartiendo sus acciones entre los acreedores de los bancos quebrados: así, los acreedores del Kaupthing se han quedado con el 87% del Arion, y los del Glitnir con el 95% del Islandsbanki.
En estos casos, la entrega de acciones prácticamente cubre la diferencia –en valor de mercado– de esa porción de los activos que se quedaron los acreedores nacionales y que correspondían, de acuerdo con su participación en la masa del pasivo, a los acreedores extranjeros (lo que no significa que no vayan a perder dinero –perderán alrededor del 50%–, sino que, por la artificial segregación de los bancos, no perderán más del que les tocaba perder).
Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? El gobierno ha entregado a los acreedores extranjeros 150.000 millones de coronas procedentes de los bolsillos del contribuyente islandés, en vez de haberles entregado lo que procedía: los 150.000 millones de activos que repartió entre los acreedores islandeses. Una masiva y absurda redistribución de la renta que bien poco tiene de ejemplar.
Peor es, sin embargo, la situación de los acreedores ingleses y holandeses del Landsbanki Íslands, agrupados en torno a su filial extranjera Icesave. El agujero dejado por el expolio gubernamental es tan grande, que no se podría cubrir ni siquiera repartiendo acciones: los acreedores extranjeros deberían haber recibido activos a valor de mercado (deducida la morosidad) por un monto de 2,23 billones de coronas, pero sólo percibieron 1,9 billones, cuando el patrimonio neto del banco era de 0,125 billones. Es decir, en cualquier caso los acreedores islandeses se habrán embolsado activos por alrededor de 0,2 billones de coronas (más de 1.000 millones de dólares); activos que les correspondían a los acreedores extranjeros.
Mas el despropósito no termina aquí. ¿Saben de dónde procedió el dinero con el que el gobierno islandés recapitalizó los bancos nacionales? Del préstamo de 2.100 millones de dólares (alrededor de 0,3 billones de coronas) que el FMI concedió a Islandia a finales de 2008. Es decir, de los contribuyentes extranjeros. ¿En qué posición quedan entonces esos heroicos votantes islandeses que en dos referendos han rechazado pagar con sus impuestos a los acreedores extranjeros, cuando los votantes extranjeros no pudieron decidir si pagaban con los suyos a los acreedores islandeses?
Entiéndame: ni mucho menos apoyo que los islandeses sean esclavizados tributariamente de por vida para que unas personas que invirtieron erróneamente su dinero en Islandia no sufran pérdida alguna. Pero, obviamente, tampoco apoyo que los ciudadanos extranjeros cubran las pérdidas de unos acreedores islandeses que no sólo se equivocaron, sino que desde un comienzo se apropiaron de activos que no les pertenecían. Y todavía apoyo mucho menos que se presente a la masa de contribuyentes islandeses (que en un altísimo porcentaje coincidirá con la de acreedores) como ejemplo de resistencia cívica. Muy bien: que sus impuestos no vayan a parar a los acreedores extranjeros; pero, en tal caso, ya pueden empezar por devolverles a éstos los activos que les correspondían... y a los contribuyentes extranjeros los impuestos que no les tocaba pagar. ¿Qué tiene de ejemplar votar a favor de un default para no pagar más impuestos cuando te estás merendando los impuestos ajenos?
¿Creen que este grotesco aquelarre termina aquí? No, hay otros perjudicados a quienes no hemos mentado todavía. Desde 2008, la corona islandesa se ha depreciado más de un 60% con respecto al dólar, lo cual ha espoleado durante años una galopante inflación interna. Esta devaluación, obviamente, está muy ligada a la crisis financiera del país: cuando comienzan los impagos de la banca, los activos del banco central se hunden, y por tanto también lo hacen sus pasivos (las coronas). Pero Islandia recibió, como hemos visto, un préstamo de 2.100 millones de dólares del FMI, que podría haber utilizado para estabilizar el valor de la corona. No lo hizo; se prefirió dejarla flotar la moneda –esto es, que se devaluara enormemente– y utilizar esos fondos para rescatar a la banca.
El debate sobre si fue una medida adecuada o no sería demasiado amplio, pero en todo caso lo que hemos de tener presente es que la decisión de no proteger el valor de la moneda equivale a aceptar una quita del 66% en el patrimonio de todos aquellos que tuvieran coronas y debieran realizar con ellas pagos al extranjero, así como a erosionar el ahorro nominado en coronas como consecuencia de la inflación que de esa devaluación se derivara: todos ellos, islandeses o no islandeses, fueron víctimas del brutal expolio que se orquestó para rescatar a la banca local.
En definitiva, los bancos islandeses sí fueron rescatados, pero sólo para beneficio de los depositantes y para el resto de acreedores islandeses. Fue un rescate sufragado a pachas entre los contribuyentes islandeses y extranjeros, los acreedores extranjeros y quienes tenían sus ahorros en coronas.
En cuanto a la economía islandesa, después de tanto intervencionismo, ¿marcha tan boyante como se dice? Pues de momento no se atisba demasiada mejoría: en 2010 el PIB decreció un 3,5%, el paro siguió anclado en máximos históricos del 8%, el déficit por cuenta corriente –si bien experimentó una notable reducción– continuó en unos insostenibles niveles del 7% del PIB y la deuda pública ascendió al 96% (desde el 30% en 2007).
Pero, más allá de las concretas redistribuciones de las pérdidas –lo único positivo de este asunto: ya se ha despejado la incertidumbre sobre quién gana y quién pierde; y sobre esa base puede comenzar a construirse el futuro–, lo más preocupante es la filosofía política y económica que hay detrás de estas intervenciones. En 1937, Friedrich Hayek publicó El nacionalismo monetario, donde denunciaba cómo las manipulaciones monetarias en beneficio de los grupos de presión nacionales amenazaban con romper –como finalmente rompieron– el orden monetario internacional sobre el que se asentaba la división del trabajo. En la actualidad padecemos una suerte de nacionalismo crediticio, y pareciera que, por un mero accidente sexual, que diría Albert Boadella, los islandeses tengan un derecho de crédito preferente sobre los ingleses, los holandeses o los noruegos.
El riesgo cierto es que los distintos gobiernos traten de contentar a sus votantes rapiñando a los inversores extranjeros, y que, por tanto, la división internacional del trabajo salte por los aires. Los liberales no deberíamos aplaudir este fraudulento y pauperizador proceso, por mucho que nos alegre que haya algún inversor que no sea rescatado por el Estado y pierda dinero. Al contrario, por los mismos motivos que nos oponemos al proteccionismo o a las devaluaciones deberíamos plantar cara a la amenaza que supone este emergente nacionalismo crediticio.
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