Tiene variadas manifestaciones, pero podríamos bautizar el síndrome como “el mal francés”. Jacques Chirac, el derechista presidente de Francia que ha hecho del antiamericanismo una consigna, es uno de sus casos ejemplares. Para Jean-François Revel en su libro “La obsesión antiamericana” (2002), después de la Segunda Guerra Mundial y en una tradición que inicia el general Charles de Gaulle, la derecha política francesa “arde… con un deseo que la paraliza tanto más cuanto que no se ve coronado por el éxito ni correspondido: agradar a la izquierda”.
Pareciera que la derecha acomplejada buscase ser aceptada en el club de la izquierda políticamente correcta y, una vez ahí, recibir palmaditas en la espalda y el permiso para seguir viviendo. Al igual que les sucedía a esos curas y teólogos católicos del progresismo que se sorprendían de que sus interlocutores ateos no se convirtiesen de inmediato a la fe católica, una vez que ellos –curas y teólogos– habían expresado sus simpatías por Marx, Engels o incluso por Stalin.
La caída del Muro de Berlín –precedida por aquella admonición del nada acomplejado Ronald Reagan: “¡Señor Gorbachov, derribe ese muro!”, que en su momento fue tan criticada por los exquisitos de izquierda como la tontería típica de un americano ignorante– ha complicado las cosas. Ahora no se trata tanto de complacer a unos, por lo demás casi inexistentes, dogmáticos marxistas, sino a sus epígonos: socialburócratas, ecologistas y verdes, globalifóbicos o altermundistas, fundamentalistas islámicos y populistas en versión mesiánica. Si eso ha cambiado, lo que permanece en la derecha acomplejada es el afán de ser más o menos tolerada en el club de lo políticamente correcto.
Para ello, nada mejor que elegir tres o cuatro chivos expiatorios o símbolos del mal: Estados Unidos, el fantasmal neoliberalismo –o si es preciso, el siempre condenable liberalismo económico–, el unilateralismo y la mundialización de signo capitalista.
Esto arroja curiosos resultados: tenemos a ilustres archimillonarios, por ejemplo, que han amasado sus fortunas al amparo de monopolios y de leyes proteccionistas, criticando al capitalismo salvaje de la libérrima competencia y repudiando al nefando neoliberalismo que –dicen– sólo ha producido miseria y pobreza en Hispanoamérica.
De nada sirve preguntarles a esos críticos del liberalismo económico, en dónde se han aplicado las reformas que tanto abominan o en dónde existen esos libérrimos mercados que tanto daño, dicen, han causado en su continente. De nada sirve porque no hay tales. Las críticas al liberalismo económico son tanto más efectivas retóricamente cuanto las supuestas reformas liberales o se han aplicado falsificadas en la mayor parte de Hispanoamérica o no han existido jamás. Nada mejor que criticar fantasmas.
Y ahí siguen con sus declaraciones de amor a la izquierda, ¡ay!, no correspondidas. Pobrecitos.
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Ricardo Medina Macías es analista político mexicano.