Respondí que en esto de buscar razones para tales crímenes podríamos remitirnos a los nazis. Seguramente ellos tenían sus razones para masacrar a los judíos, y de razón en razón llegamos fácilmente a la justificación. Como sucede a menudo en los debates orales, no llegué a redondear el argumento, pero podría ser éste: los nazis achacaban todos los males de Alemania a los judíos, y por lo tanto neutralizar, expulsar e incluso exterminar a éstos salvaría a la nación. De modo similar, las izquierdas culpaban a la Iglesia de los atrasos y miserias de la sociedad española, por lo cual esto sería Jauja en cuanto la culpable fuera eliminada.
La propaganda izquierdista, también cuando quiere pasar por historiografía seria, presenta el anticlericalismo o anticatolicismo como un sentimiento "popular" natural y espontáneo, pero obviamente no es así. En realidad ese sentimiento ha nacido de una pertinaz propaganda que se remonta a la invasión napoleónica. Esa propaganda, en aumento a lo largo del siglo XIX, dio lugar a numerosas violencias, y calaba sobre todo en medios sociales desarraigados, próximos al lumpen, a quienes la izquierda ha solido identificar con "el pueblo", ni más ni menos. Pero los propagandistas no eran hombres incultos y hartos de soportar miserias, sino de posición media, a veces alta, y cierto nivel cultural. Desde luego, la Iglesia dista de la perfección y ofrece muchos blancos a la crítica, pero el nivel de la propaganda contraria ha sido siempre bajísimo, soez y sin el menor escrúpulo en recurrir al embuste más grosero. Más que un retrato de la Iglesia, los panfletarios ofrecen un retrato, y nada tranquilizador, de sí mismos.
Empecé a comprender el carácter de esos discursos hace ya muchos años, visitando el monasterio de La Rábida. En aquel hermoso y sencillo edificio, en un sugestivo paisaje, se gestó el descubrimiento de América, uno de los sucesos más trascendentales de la historia humana. Sólo por eso cualquier persona con un mínimo de sensibilidad cultural debiera considerarlo casi un lugar sagrado. Pues bien, los "progresistas" del siglo XIX tuvieron la idea, muy propia, de destruirlo y dejar allí simplemente un monolito. Si no se consumó la brutal fechoría fue simplemente porque una autoridad local se atrevió a desobedecer la orden del ministerio.
La agitación anticatólica dio lugar a intermitentes explosiones de sangre y fuego, para culminar en la II República, como casi nadie ignora. Si hubiéramos de creer dicha propaganda, la Iglesia no habría aportado a la historia de España otra cosa que las hogueras de la Inquisición, la superstición y el odio a la cultura. Y para demostrarlo, sus autores se dedicaron a incendiar bibliotecas, algunas de las mejores del país, magníficas obras de arte y edificios religiosos, centros de formación profesional, escuelas y laboratorios, en una especie de "bautismo de fuego" de la nueva y progresista sociedad. A continuación disolvieron a los jesuitas, que concedían gran atención a la enseñanza y tenían, por ejemplo, el único centro superior de estudios económicos, cerrado por unos políticos amantes de la cultura que, según es generalmente reconocido, apenas entendían de economía, ni les preocupaba. Prohibieron también la enseñanza a las órdenes religiosas, causando graves perjuicios a muchos miles de familias y violentando las libertades de conciencia, asociación y expresión. Y a pesar de que gente como Largo Caballero había salido del analfabetismo gracias a las escuelas de los curas.
Pero todo eso fue sólo un ligero aperitivo de lo que ocurriría en la guerra civil, cuando los asesinatos, las destrucciones y saqueos se incrementaron hasta el frenesí. Monasterios destrozados y robados, bibliotecas quemadas, cuadros, esculturas, todo un tesoro artístico y cultural invalorable sacrificado a la "nueva sociedad" sin religión, donde todos iban a ser felices. Tales crímenes los habría cometido "el pueblo", sigue asegurando la izquierda, justificándolos automáticamente (el pueblo siempre tiene razón), y difuminando su propia responsabilidad. Este fraude lógico e histórico está en la base de numerosas actitudes "progresistas" actuales, como la del profesor aludido al principio. Pues no fue el pueblo, ciertamente, el criminal, sino minorías fanatizadas por los partidos y el discurso de la izquierda.