Según este planteamiento, el presidente en una república, o el rey en una monarquía, debe trabajar con coraje y astucia para que la lucha política no deteriore las instituciones democráticas y, por tanto, para que no se legisle en contra de la separación de poderes, de la estricta independencia judicial o de los derechos de cada ciudadano a la vida, a la libertad, a la propiedad y a la igualdad ante la ley.
Ambas figuras tienen sus ventajas e inconvenientes. En una república democrática, el presidente es elegido por sufragio universal cada cierto tiempo, pero siempre queda sujeto al desgaste público, tanto por las campañas electorales en las cuales debe involucrarse como por las decisiones que debe asumir en el ejercicio del poder ejecutivo. En cambio, en una monarquía parlamentaria el rey es elegido por el refrendo mayoritario de los ciudadanos a la Constitución que instaure dicho régimen, y aunque sanciona y promulga las leyes, queda fuera del ejercicio del poder.
La Familia Real representa un vínculo sociocultural e histórico con el pasado de la nación y de las personas que la integran. Ese vínculo de unión puede verse reforzado en el caso de que el rey –o su heredero– despose a alguien del pueblo que tenga sentido de Estado y actúe con la dignidad y la responsabilidad adecuadas.
Quizás la principal ventaja de una monarquía frente a una república resida en que el rey y su familia representan la primacía de la Constitución, el Estado de Derecho y las instituciones democráticas: arbitran su correcto funcionamiento más allá de las luchas por el poder y de las tendencias naturales e incorregibles de muchos políticos a coartar la libertad de la población y a utilizar las instituciones en beneficio propio, o a arrastrar el país hacia el infierno de la utopía.
En todo caso, tanto en el caso de un presidente como en el de un Rey, la persona que ejerce la Jefatura de un Estado debe ser la primera garantía de la dispersión pluralista del poder, como única alternativa viable institucionalmente para que, actuando con independencia de los políticos, diversas fuentes de poder actúen como contrapesos que institucionalicen un mayor control de las actuaciones públicas de los cargos políticos y proporcionen las máximas condiciones de libertad a la interacción libre en un mercado mínimamente intervenido.
Por otro lado, si hace bien su trabajo, un buen jefe de Estado debe moderar el funcionamiento de las instituciones y la correcta aplicación de la Constitución, ya que se le permiten ciertos privilegios a cambio de ejercer su cargo con la inteligencia y la valentía necesarias para proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos y el funcionamiento democrático de las instituciones, conforme al espíritu y el texto de la Constitución, con el noble objetivo de garantizar la convivencia pacífica durante el mayor número de generaciones posibles.
El lector puede preguntarse: ¿por qué son tan importantes esas funciones en un jefe de Estado? La respuesta estará en la esencia misma de una sociedad civilizada. Sólo se consigue una sociedad extensa, compleja y abierta cuando las instituciones respetan los derechos individuales por encima del poder político, ya que son derechos inmanentes a la naturaleza del hombre libre y, por tanto, inalienables por el poder político y previos a cualquier Constitución.
Esto significa que un jefe de Estado debe siempre reclamar que se ejerza una protección efectiva de los derechos civiles de todos y cada uno de los ciudadanos que viven en una nación, y exigir que todas las instituciones se ajusten a la Constitución en su funcionamiento. Precisamente por ser uno de los pilares centrales de la Constitución, el jefe del Estado tiene responsabilidad máxima y debe evitar que las instituciones degeneren, en perjuicio de los derechos y libertades de los ciudadanos.
© AIPE
ÁNGEL FERNÁNDEZ, miembro del Instituto Juan de Mariana.
Ambas figuras tienen sus ventajas e inconvenientes. En una república democrática, el presidente es elegido por sufragio universal cada cierto tiempo, pero siempre queda sujeto al desgaste público, tanto por las campañas electorales en las cuales debe involucrarse como por las decisiones que debe asumir en el ejercicio del poder ejecutivo. En cambio, en una monarquía parlamentaria el rey es elegido por el refrendo mayoritario de los ciudadanos a la Constitución que instaure dicho régimen, y aunque sanciona y promulga las leyes, queda fuera del ejercicio del poder.
La Familia Real representa un vínculo sociocultural e histórico con el pasado de la nación y de las personas que la integran. Ese vínculo de unión puede verse reforzado en el caso de que el rey –o su heredero– despose a alguien del pueblo que tenga sentido de Estado y actúe con la dignidad y la responsabilidad adecuadas.
Quizás la principal ventaja de una monarquía frente a una república resida en que el rey y su familia representan la primacía de la Constitución, el Estado de Derecho y las instituciones democráticas: arbitran su correcto funcionamiento más allá de las luchas por el poder y de las tendencias naturales e incorregibles de muchos políticos a coartar la libertad de la población y a utilizar las instituciones en beneficio propio, o a arrastrar el país hacia el infierno de la utopía.
En todo caso, tanto en el caso de un presidente como en el de un Rey, la persona que ejerce la Jefatura de un Estado debe ser la primera garantía de la dispersión pluralista del poder, como única alternativa viable institucionalmente para que, actuando con independencia de los políticos, diversas fuentes de poder actúen como contrapesos que institucionalicen un mayor control de las actuaciones públicas de los cargos políticos y proporcionen las máximas condiciones de libertad a la interacción libre en un mercado mínimamente intervenido.
Por otro lado, si hace bien su trabajo, un buen jefe de Estado debe moderar el funcionamiento de las instituciones y la correcta aplicación de la Constitución, ya que se le permiten ciertos privilegios a cambio de ejercer su cargo con la inteligencia y la valentía necesarias para proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos y el funcionamiento democrático de las instituciones, conforme al espíritu y el texto de la Constitución, con el noble objetivo de garantizar la convivencia pacífica durante el mayor número de generaciones posibles.
El lector puede preguntarse: ¿por qué son tan importantes esas funciones en un jefe de Estado? La respuesta estará en la esencia misma de una sociedad civilizada. Sólo se consigue una sociedad extensa, compleja y abierta cuando las instituciones respetan los derechos individuales por encima del poder político, ya que son derechos inmanentes a la naturaleza del hombre libre y, por tanto, inalienables por el poder político y previos a cualquier Constitución.
Esto significa que un jefe de Estado debe siempre reclamar que se ejerza una protección efectiva de los derechos civiles de todos y cada uno de los ciudadanos que viven en una nación, y exigir que todas las instituciones se ajusten a la Constitución en su funcionamiento. Precisamente por ser uno de los pilares centrales de la Constitución, el jefe del Estado tiene responsabilidad máxima y debe evitar que las instituciones degeneren, en perjuicio de los derechos y libertades de los ciudadanos.
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ÁNGEL FERNÁNDEZ, miembro del Instituto Juan de Mariana.