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CERTEZAS DE UN IMPERIO

El jardín prohibido

Los relojes mecánicos abrieron las puertas de China a los primeros adelantados portugueses y a los misioneros jesuitas que los seguían. Y se convirtieron en el juguete más preciado de la nobleza y de la familia imperial.

Nunca nadie había visto nada igual. Uno de los privilegiados que obtuvo el permiso imperial para acercarse a aquel extraño animal en el jardín prohibido lo describió así para la posteridad: “Tiene el cuerpo de un ciervo, la cola de un buey y un cuerno carnoso, con manchas luminosas como una neblina roja. Camina con majestuosidad y cada uno de sus movimientos obedece a un ritmo”. Lo había capturado en África Oriental el almirante Cheng Ho, el eunuco musulmán que entonces mandaba la mayor flota naval de la Historia: 280 naves y 27.870 hombres haciendo llegar el poderío y la curiosidad de China hasta Arabia y Egipto. Ocurría en 1415.

Pocos años después, un poco más allá —parece ser que en Italia e Inglaterra simultáneamente— se descubría el reloj mecánico, un alarde de ingeniería anti intuitiva. Frente a los relojes de agua, sol y arena, artefactos analógicos que se apoyaban en el principio de la continuidad para medir un continuo como es el tiempo, una máquina digital se revelaba como la solución definitiva para controlarlo a través de movimientos discretos. Muy pronto, los relojes civiles de las torres de las ciudades, con sus horas homogéneas, comenzaron a rivalizar con el poder de la Iglesia medieval para regular los ritmos de la vida por medio de los intervalos entre los siete momentos de oración fijados para cada jornada. Las congregaciones podían seguir con sus maitines y sus horas de distinta duración, según fuera de día o de noche, pero aquella máquina, poco a poco, empezaba a dominar los movimientos de los hombres de las ciudades.

Los relojes mecánicos abrieron las puertas de China a los primeros adelantados portugueses y a los misioneros jesuitas que los seguían. Y se convirtieron en el juguete más preciado de la nobleza y de la familia imperial. En China, el tiempo era propiedad del emperador (cada vez que uno ascendía al trono, fijaba de nuevo las estaciones según su voluntad). Formaba parte de su soberanía porque pensaban, con razón, que quien es dueño del tiempo es dueño del poder. Por eso su uso se hurto celosamente al pueblo. Y también fue ese miedo a que se difundiesen lo que hizo que acabaran convirtiéndose en objetos puramente ornamentales, sin utilidad práctica, en una simple extravagancia para sorprender a los visitantes.

Ahora, esos viejos relojes chinos son el testimonio de que los países y las sociedades que están dominados por los que tienen aversión al cambio y miedo al riesgo, esa palabra que se incorporó al idioma inglés para referir los viajes por aguas desconocidas de los españoles, están condenados al fracaso y a la mediocridad. Porque, en ellos, el control de la autoridad anula el afán creativo de los audaces y porque la cultura y la estructura social consiguen castrar el impulso por saber, investigar y construir de las personas. Asume riesgos sólo quien está dispuesto a romper con el pasado, con la tiranía de la sumisión a la suerte, el destino o la tradición. Y fomentan el riesgo de la creatividad las comunidades en las que el poder está más diseminado y difuso; las sociedades más libres y, por eso, las más ricas.

Desde las ventanas del Laboratorio de Medios del MIT se puede ver el gran reloj público de la fachada del Ayuntamiento. En el interior de ese gran edificio son ya una realidad las aplicaciones de las tecnologías de la información que se incorporarán a nuestro entorno cotidiano en los próximos años. Sus investigadores ya leen artículos científicos en papel recargable, la tecnología que acabará con las rotativas. Se trata de un periódico escrito con tinta eléctrica cuyas noticias se renuevan constantemente gracias a una conexión por radio que se activa mediante la luz solar al dejarlo encima de la mesa. Los que ahora lo llevan debajo del brazo, suelen vestir ropa inteligente: suéteres que controlan la temperatura y la tensión, camisas que anuncian el momento para tomar una medicina, chaquetas tejanas cuyos botones operan como teclados de un sintetizador, o gafas que ofrecen a la retina del que las lleva puestas un informe completo sobre el interlocutor que tiene delante. Uno de sus profesores visitantes, el doctor Kevin Warwick, lidera un equipo multidisciplinar que busca la forma de romper la barrera entre los hombres y las máquinas. En 1998, llevó implantado en su cuerpo durante nueve días un chip de silicio que estaba conectado a su ordenador personal; en ese tiempo, encendía las luces y abría las puertas electrónicas sólo con su voluntad. Su trabajo actual consiste en perfeccionar dos cápsulas de silicio, que se implantarán en su brazo y en el de su mujer, con las que pretende que, a través de las señales enviadas a un ordenador, ambos puedan comunicarse y transmitirse información en la distancia y sin hablar. No es ciencia ficción. En el centro de tecnología más importante del mundo, alguien, ahora mismo, está trabajando para intentar conectar directamente el cerebro humano con Internet. Y lo está haciendo sin miedo.

La China de finales del siglo XIV conocía la pólvora, los cañones militares, la brújula, el papel, la imprenta de tipos móviles, disponía de sembradoras mecánicas para los trabajos agrícolas y dominaba la técnica para producir acero a través de fuelles. Disponía de todos los requisitos para que se hubiese producido allí la Revolución Industrial, algo que podría haberla colocado hacia el siglo XVIII en el mismo nivel de desarrollo económico y tecnológico que los Estados Unidos en la actualidad. Pero estamos en el siglo XXI y la gran mayoría de los chinos todavía sigue esperando que se produzca esa revolución. Las fuerzas que, a finales del siglo XIV, pujaban por la apertura a lo nuevo, arriesgando por el camino las certezas tradicionales, no fueron capaces de resistir la oposición de los que sentían miedo ante cualquier innovación que pudiera propiciar un cambio hacia lo desconocido. En la lucha, el estandarte del bando de la tradición fue el emperador Hong Xi, quien, a su llegada al trono, decretó la prohibición de cualquier novedad que procediera del exterior, incluidos los relojes mecánicos. Y, para garantizar la eficacia de esa medida, ordenó que se quemasen todos los barcos de la flota de Cheng Ho, prohibiendo que se construyese ninguno más en el futuro.

Su voluntad se cumplió. Los principios y las certezas del Imperio quedaron a salvo. Y ya nunca más nadie volvió a ver el cuello de otra jirafa tras los muros del jardín prohibido.



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