Los artistas de todo género y especie —pintores, escritores, cineastas—, que lo son de veras, se consagran a la suprema labor de acercar lo bello y lo sublime al común de los mortales, a quien hacen partícipe de la obra de la creación humana, demasiado humana. Los sabios, los científicos, los filósofos, que merecen el título, sirven a la humanidad profundas cogitaciones y magnas obras gracias a las cuales los individuos están en mejor disposición para arreglárselas en la tarea de vivir, esto es, de vivir bien, la única expresión digna del existir humano. En muchas ocasiones, empero, los hombres de grande espíritu, al tiempo que ofrecen importantes certidumbres y respuestas, lanzan sobre el tablero de la conciencia histórica graves interrogantes sobre sus propias vidas, creencias y conductas, junto alguna que otra miseria moral y vileza política.
Una prueba de la curiosidad por acercarse a las “vidas ilustres” se constata en el interés intemporal de las personas corrientes, desde Diógenes Laercio y Plutarco hasta el presente, por la lectura de biografías y memorias de los célebres, acaso porque de este modo también se sienten importantes, o sea, por el mero hecho de medirse con éstos en experiencias y trances, y así convencerse de que, en el fondo, todos somos iguales y experimentamos vidas paralelas.
El balance de esta indagación acaba siendo de lo más diverso y controvertido. Con estas palabras expresaba Voltaire el vaivén de los juicios mundanos: “El nombre del filósofo unas veces fue honrado y otras envilecido, como el del poeta, el del matemático, el del fraile, el del sacerdote, como todo lo que depende de la opinión”. Hoy, en las sociedades de la información y de masas, la opinión o creencia común que juzga al artista y al pensador se encarna en la opinión pública, ese gran espectador poco imparcial, ese ojo público voraz que dictamina sin miramientos desde la impostada cresta de su soberana voluntad o su simple antojo. El territorio ahora establecido se llama la Tierra Media, el dominio gobernado por el público mediano y por los media, la superficie donde las cumbres y las elevaciones se allanan y todo se torna mediado y mediocre, donde todo es opinable y todas las opiniones son igualmente respetables. El sabio, sin papel principal en esta comedia coral, se altera hasta instituirse en intelectual o funcionario y el pueblo se eleva a la categoría de respetable público.
En la sociedad del espectáculo, lo importante es agradar y fascinar, darse a conocer más que buscar el conocimiento, dar que hablar en vez de expresarse con corrección, perseguir la corrección política en lugar de llevar una práctica política competente. No puede, por tanto, causar extrañeza que en este escenario, como ha apuntado Jean-François Revel, la mayor preocupación de los intelectuales no sea qué y cómo han de pensar sino qué es lo que van a pensar y a decir de ellos. El figurín sobre el que se viste hoy al artista, intelectual y político posmodernos (o como se antoje bautizar a la new age de la elite o minoría dirigente/mediatizada contemporáneas) tiene la pinta fatua del demagogo, pero al revés. En la antigua Grecia se decía “demagogo” al conductor del demos, el pueblo; en la actualidad, es la masa, la gente, la que conduce a las elites, que ven así amenazadas, distorsionadas, su natural condición y distinción. Con todo, debe recordarse que la tarea del intelectual de pro (no del progre) no es el seguir la corriente a la multitud ni darle la razón por sistema, sino todo lo contrario, el contrariarles y darles que pensar. Ocurre que el hombre plenamente libre es aquel que dice a la gente lo que la gente no quiere oír (George Orwell).
Resulta, en consecuencia, alarmante, pero no sorprendente, contemplar a políticos adulones que se ufanan de seguir siempre a la gente. Así como advertir el posicionamiento de tantos artistas e intelectuales en estos tiempos de bullicio que han contravenido aquella regla de la manera más ordinaria. Infectados de pereza, cinismo y no poca desvergüenza, jueces, fiscales, catedráticos, rectores, coristas, poetas, cómicos y periodistas lustrosos se sienten completamente desinhibidos y locuaces, en santa hermandad y complicidad para manifestarse impunemente, todos en una misma dirección, con la comodidad y conveniencia de quien se sabe amparado por el gremio obediente, la grey entumecida y el vulgo raquítico. De personas en quienes reconocemos competencia y responsabilidad en sus respectivos ámbitos profesionales, hemos leído y escuchado grandísimas sandeces y presenciado actuaciones bochornosas, y nada anuncia que se estén redimiendo.
Se les ha visto, se les ve, gozar desde sus tribunas del favor y fervor mancomunado, jugando con fácil ventaja, encubriéndose entre sí mientras miran displicentes a los amordazados, a los perseguidos, a los excéntricos, a los veraces malditos. Cinismos paralelos: durante las semanas más trágicas de la III Guerra de Irak, había partidos ¿democráticos? que atizaban la crispación mientras acusaban de quejicas a quienes sufrían la ira del exaltado, pero también intelectuales, digamos, disertando a sus anchas, mientras observaban con un aire de predominio y condescendencia a quienes nadaban contracorriente para ver si se ahogaban.
La Historia de la infamia está repleta de casos de este tipo. Pero repárese ahora solo en una imagen: la fotografía que acompaña la crónica del diario ABC (12/6/2003) sobre la postergada intervención de Gotzone Mora en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona, en la que aparece la profesora vasca examinada en segundo plano, con desdén y mofa, por el rector Joan Tugeres. De eso estamos hablando.