España es infinitamente más misteriosa, al parecer. Es un caso singular, y así lo han percibido propios y extraños. Stanley G. Payne, en el prólogo a su España, una historia única, un prólogo autobiográfico titulado "La formación de un hispanista", intenta explicar el hecho de que tantos extranjeros hayan dedicado su vida a estudiar el pasado y la vida españoles, y encuentra una razón para que la historia reciente de esta nación haya estado en manos ajenas, por así decir, hasta hace bien poco: las limitaciones que el franquismo impuso a la investigación y a la publicación. Yo no creo que esto sea así exactamente. No lo fue para Ortega, ni para Marañón, ni para Pidal, ni para el gran Julián Marías, que encontraron dificultades, desde luego, pero dejaron una obra cuyo tema no es actual en el caso de Pidal, pero sí lo es en el de Marías. Claro que para tratar de entender España no hace falta dedicarse a escribir una historia de la Guerra Civil: eso, felizmente, lo hemos dejado en general a otros, cosa bastante sensata, a la vista de lo que resulta, o resultaba hasta hace poco, con los productos de elaboración propia: más memoria histórica que historia, con escasas excepciones, entre las cuales destaca Pío Moa.
Suele decirse que dos factores han hecho de España un asunto de estudio tal que requiere una disciplina particular: la leyenda negra y la visión romántica. Es decir, las injuriosas locuras que se iniciaron en el padre Las Casas –recuérdese el subtítulo del libro de Pidal sobre él: "Su doble personalidad"– y fueron posteriormente corregidas y aumentadas en función de la propaganda contra el Imperio y, lo que es peor, la propaganda contra la España posimperial, derrotada y decadente; a lo cual se superpuso la España romántica, culmen de exotismo en su reunión de pasado árabe, bellas mujeres, chulos irredentos y guitarra flamenca. En la Guerra Civil tuvo lugar una conjunción de ambas imágenes en la visión que de España tenían los ignorantes del mundo. Recuerdo, y cito de memoria, que Bernanos, en esa obra tremenda que es Los grandes cementerios bajo la luna, llegó a decir que sólo un pueblo con sangre árabe y judía podía ser tan bárbaro como para librar una guerra así y darse la muerte con tal fiereza. Y eso que Francia está al lado y que los franceses anduvieron por el mundo matando gente sin que les temblara la mano. En Indochina, sin ir más lejos. Sin mencionar que el Terror de 1793 fue cosa de ellos, y que mataron en la Vendée a 300.000 de sus paisanos. Poca memoria.
El gran interrogante, para mí, sigue siendo si hacen falta hispanistas. Hacía falta gente que se ocupara de la historia de la guerra en tiempos de Franco, desde luego. Pero hoy ya es posible, pese a Zapatero y su pretensión de legislar sobre los recuerdos de cada uno, explicarse uno mismo. Pero ¿hispanistas? ¿Es realmente España un caso singularísimo y de difícil explicación? No más que cualquier otro pueblo. No más que esa Italia que no se unificó hasta 1861 y que hoy no tiene nada mejor que Berlusconi, porque Berlusconi está ahí porque no hay una oposición en condiciones de sustituirlo, cosa que sí sucede en España. No más que esa Grecia en manos de cinco familias, que ni siquiera atina a darse un gobierno de concentración cuando está con el alma al cuello. Y menciono esos dos países porque son los únicos que tienen una historia más larga y más influyente que España.
Más difícil es explicar el destino de las repúblicas americanas nacidas del Imperio español. Al cabo de muchos años de reflexión sobre el asunto, puedo decir sin temor que las taras iberoamericanas no son heredadas de España. Esos países, con todas las diferencias que hay entre ellos –mala costumbre la de tomarlas en bloque–, heredaron en su día un régimen productivo. Nada más ni nada menos. Pero, una vez independizadas de la Corona, y tal como pretendían los padres de tales patrias, trazaron sus propios devenires. Por lo que se ve, sí recibieron de la España que las creó la tendencia autorreferencial, de manera que los peruanos se preguntan cuándo y por qué se jodió el Perú, y los argentinos viven fascinados por el atroz encanto de ser argentinos, y los mexicanos siguen transitando por el laberinto de la soledad, tras haber abandonado la pretensión de raza cósmica.
La idea que ha venido transmitiendo últimamente Mariano Rajoy, la de que podemos ser un país normal, con políticos normales, bancos normales, empresas normales, y hasta –esto no lo dice él– un nivel de corrupción normal –que lo hay, hasta en Israel, donde la permanente situación de guerra no ha apagado algunas codicias–, es una idea nueva. Y es una aspiración, por otra parte.
Uno está cansado de ser objeto de estudio, por prestigioso que resulte. Ni merecemos una leyenda negra ni correspondemos –no hemos correspondido nunca– a la imaginación de Merimée ni a la de Washington Irving. No es mal proyecto ser normal. Casi nadie lo es, en ninguna parte.