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ECONOMÍA

El Gobierno nos vuelve a camelar

Hace un mes el Gobierno reformó, sin demasiada publicidad, la Ley de Sociedades Anónimas para retrasar durante dos años la quiebra de empresas que hayan visto depreciado su activo fijo. La medida tiene como auténticos destinatarios a los constructores y promotores que se encuentran en dificultades por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria.

Hace un mes el Gobierno reformó, sin demasiada publicidad, la Ley de Sociedades Anónimas para retrasar durante dos años la quiebra de empresas que hayan visto depreciado su activo fijo. La medida tiene como auténticos destinatarios a los constructores y promotores que se encuentran en dificultades por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria.
Zapatero.
¿Cómo retrasa la quiebra? Bueno, primero hay que entender qué significa que una empresa quiebre. Toda compañía (desde las de los autónomos a las grandes multinacionales) puede organizar su situación patrimonial en dos partidas contables: activo y pasivo. El activo no es más que el uso que hemos dado a nuestro dinero (¿en qué hemos invertido? Inmuebles, máquinas, software, inventario…), y el pasivo nos indica de dónde procede este dinero. Grosso modo, el dinero puede proceder de dos fuentes: de nosotros (y de nuestros socios) o del resto del mundo.
 
Si los fondos con los que constituimos una empresa son nuestros, ésta puede seguir funcionando hasta que se nos acabe el dinero o hasta que nos cansemos de trabajar. Pero si proceden del resto del mundo (es decir, si hemos pedido prestado), entonces tenemos un problema, porque tenemos que devolver lo que nos han prestado.
 
El dinero hemos aportado nosotros es lo que se denomina fondos propios o capital, y los fondos ajenos son lo que nos han prestado. Obviamente, en el momento de constituir una empresa el activo siempre es igual a la suma de los fondos propios y los ajenos (el dinero que hemos invertido siempre tiene una procedencia). ¿Y qué sucede más adelante, conforme la empresa entra en funcionamiento? ¿Se mantiene la igualdad?
 
Pues sí. Cuando una empresa gana dinero con sus actividades, primero comienza pagando parte de sus deudas (si las tiene) y luego decide si quiere reinvertir (comprando más activos) o repartir dinero entre sus propietarios (por ejemplo, vía dividendos). En los dos primeros casos el capital se incrementa (se tiene derecho a una mayor cantidad del activo), y en el tercero todo queda igual, ya que el dinero no se usa dentro de la compañía (no hay variaciones de activo ni de pasivo).
 
¿Y qué pasa con las pérdidas? Cuando una empresa pierde dinero significa que alguna de las partidas de su activo se ha reducido (por ejemplo, hemos vendido las mercancías por un valor inferior al que nos costó fabricarlas), por tanto también debe reducir alguna de las de su pasivo. ¿Cuál? Las deudas, los fondos ajenos, no pueden minorarse, así que sólo quedan los fondos propios. Las pérdidas, por tanto, repercuten sobre el capital, que es algo así como el colchón que tienen los acreedores para cobrar. Si el capital desaparece y la empresa sigue perdiendo dinero, le tocará ponerse a reducir fondos ajenos; es decir, que algún acreedor se quedará sin cobrar. Entonces (cuando el activo se reduce tanto que hace desaparecer los fondos propios) decimos que una empresa está quebrada y que se inicia un concurso de acreedores, que no es más que un procedimiento para ordenar y redistribuir el pago de los créditos.
 
Una modalidad de pérdida muy en boga en estos tiempos consiste en la caída del valor de los activos. Imaginemos que me prestan 1.000 euros a un año y compro 10 acciones de Terra a 100 euros la unidad. Unos meses después, sin embargo, el precio de las mismas cae a 2 euros. Obviamente, aunque yo no venda, tengo unas pérdidas latentes muy grandes, que debería reconocer para no engañar a mis acreedores. ¿Qué sentido tiene que diga que las acciones de Terra valen 100 euros cuando se han depreciado un 98%?
 
En contabilidad, esto se conoce como principio de prudencia: reconocer las pérdidas cuando se producen y las ganancias sólo cuando se han realizado. De esta manera se evita que las burbujas relacionadas con el precio de los activos distorsionen la situación patrimonial de una compañía.
 
En España, una modalidad de inversión muy frecuente durante los últimos años ha sido la inmobiliaria. Los constructores y promotores adquirieron grandes cantidades de suelo para edificar viviendas que esperaban vender con plusvalías al cabo de los años. Ahora, sin embargo, tienen un problema: no sólo no pueden vender (lo que podría suponer un problema de liquidez), sino que la vivienda y el suelo están perdiendo valor a marchas forzadas. Aplicando el principio de prudencia, deberían reconocer que su activo (las viviendas y el suelo) se ha depreciado y, entonces, reducir en correspondencia los fondos propios. Pero si hicieran esto la mayoría de constructores y promotores quebraría.
 
Y es aquí donde entra la reforma del Gobierno. Cuando la reducción del valor del activo tiene que provocar la quiebra de una empresa, se concede esa exención de reconocer la depreciación en los dos años siguientes. Dicho de otra manera, la empresa seguirá funcionando aun cuando sus activos no le permitan pagar todas sus obligaciones. El argumento empleado es que cuando la crisis económica termine los activos se revalorizarán, así que no puede permitirse que empresas rentables quiebren porque sean incapaces de recapitalizarse con la restricción crediticia actual.
 
Pero, como en tantos otros asuntos, el Gobierno está camelando a la población: ni los activos inmobiliarios van a revalorizarse, ni las dificultades para la recapitalización son tan insalvables como las pintan. Primero, los inmuebles siguen sobrevalorados un 33% en España. Por tanto, todo parece indicar que estos activos seguirán depreciándose en el futuro, lo que prjudicará más aún a los acreedores, que verán que el pastel que tienen para repartirse se ha reducido. Y segundo, estas empresas podrían recapitalizarse en sede de concurso si los acreedores estuvieran dispuestos a convertir su deuda en acciones; y estarían dispuestos a hacerlo si esperaran que los activos inmobiliarios subirán de valor en el futuro. Pero no parece que sea el caso.
 
Dicho de otra manera, la medida del Gobierno ataca los intereses de los acreedores y beneficia a los accionistas de las inmobiliarias, precisamente los primeros que deberían pagar por sus errores.
 
Pero es que además esta decisión tiene otro damnificado: la sociedad española en su conjunto. La crisis no se superará hasta que, entre otras cosas, el precio de los inmuebles se ajuste. Pero si se frenan las quiebras y liquidaciones de empresas, los precios no se ajustarán y el estancamiento se prolongará innecesariamente.
 
Al final, por tanto, se trata de una concesión estatal de privilegios a los accionistas de promotoras y constructoras, en claro perjuicio del resto de la sociedad. Una práctica que no sólo se está repitiendo hasta la saciedad en los últimos meses (los rescates de los banqueros o los planes de estímulo no son más que redistribuciones forzosas de la renta desde los agentes económicos eficientes pero desorganizados a los agentes económicos ineficientes y organizaos), sino que es la causa última de la crisis actual.
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