La propuesta fue contestada por fundaciones, sindicatos, partidos y asociaciones, y defendida por otras tantas instituciones... sin que siquiera se analizara si la discusión valía la pena.
Vaya por delante que la medida de Aguirre no es discriminatoria, como dicen los socialistas y los igualitaristas dogmáticos, pero es criticable por aspectos de mucho más calado. El igualitarismo lo estamos sufriendo ya, y no parece que la solución sea mantener una máquina de producir fracaso escolar del 25%. Considerarlo el único sistema posible carece de fundamento empírico y, más aun, de fundamento antropológico.
Por su parte, la derecha española –y gran parte de la europea– está anquilosada en un concepto de la educación que nada tiene que ver con la excelencia, sino más bien con una noción acientífica de la inteligencia humana. Bien estaba hace cincuenta o setenta años considerar que un niño era más excelente que otro en función de sus notas, y digo que estaba bien porque se creía, erróneamente, que la inteligencia solo se expresaba de una manera, o sea, mediante la acumulación de conocimientos que proporcionaba el estudio, medidos en un examen. Esto trajo como consecuencia que se confundiera la exigencia con los exámenes, y éstos con la excelencia.
El siglo XXI necesita planteamientos de esta hora, no de hace doscientos años. Ahora no podemos hablar de una sola inteligencia, sino que tenemos que hacerlo de varias; y, desgraciadamente para los políticos que buscan mensajes simples, las inteligencias resultan imposibles de medir con nuestro plan de estudios, un mero refrito de los planes anteriores, de cuando el coeficiente intelectual representaba la única dimensión de la inteligencia. Como ningún gobierno hasta la fecha se ha parado a considerar que los educadores necesitan más margen de actuación para educar íntegramente a la persona aplicando los avances científicos de que disponemos, las medidas que se proponen son anticuadas y falaces, más propias de la propaganda electoral que de una verdadera voluntad reformista.
El argumento que muchas veces se esgrime es que la excelencia de otros países se explica precisamente por que pusieron en marcha planes de estudio exigentes. Es verdad, pero no toda la verdad. De lo que disponen en esos otros países (en este debate se ha citado mucho a los Estados Unidos) es de buenas dosis de libertad, lo que posibilita la puesta en marcha de mecanismos sociales que favorecen la creatividad, tanto dentro como fuera del circuito universitario. Esa es la clave.
El talento y la creatividad no dependen de lucir un 8 de media en la educación secundaria, sino de otros parámetros que tienen que ver con el desarrollo de las inteligencias de cada individuo. Hay alumnos eficaces en el estudio, capaces de poner en marcha estrategias de aprendizaje muy efectivas, pero de baja creatividad, y viceversa. Las sociedades progresan porque el talento de sus integrantes tiene vía libre, no forzosamente porque la gente con talento brille académicamente. Hay miles de ejemplos en este sentido; baste citar a Steve Jobs, cuyo genio no fue certificado por universidad alguna pero que pudo fructificar en una sociedad que admira la creatividad, venga de donde venga.
Es cierto, sin embargo, que una persona con talento tiene más posibilidades de desarrollar sus capacidades en un entorno favorable al aprendizaje y el estudio que en un ambiente mediocre, pero desde luego eso no justifica que se absolutice y venere el dato de las notas de corte, uno más entre los posibles baremos que miden la eficacia de la enseñanza. Es necesario, pues, que el sistema educativo ayude a detectar el talento orientable a la vida académica tanto como aquel otro, el no académico, que ahora está totalmente fuera de las aulas. Ambos son igual de valiosos para una sociedad avanzada, pero solo uno se suele tomar en consideración.
Las dos tareas pendientes de la educación del siglo XXI es la atención a los alumnos de bajo rendimiento y la atención a los alumnos de altas capacidades. La Logse fue generosa en su momento con los primeros, introduciendo adaptaciones curriculares con el fin de poder igualarlos con un utópico alumno medio, pero apenas preveía la existencia de los segundos. Cualquier sistema educativo que no tenga en cuenta todos los tipos de alumnado está abocado al fracaso. Ahora sabemos lo suficiente como para identificar desde la educación infantil futuros problemas de aprendizaje, al igual que podemos identificar a los niños con altas capacidades y modificar los contenidos curriculares para no tener que sacar a aquéllos de su ambiente. Un paquete de medidas legales que recogiera la viabilidad de la intervención pedagógica como instrumento para la mejora global de todos los centros recibiría una cálida bienvenida por parte de la gran mayoría de docentes de todas las etapas educativas.
A la excelencia no se llega, sino que es el punto de partida. No cabe esperar un alumnado excelente cuando el entorno está caracterizado por la suciedad, el descuido, los presupuestos bajos; cuando los profesores están desmotivados o a punto de estarlo por el escaso reconocimiento profesional y social que reciben; cuando no hay medios didácticos, falla la comunicación con las familias y los planes de estudio son inflexibles y, por tanto, imposibles de adaptar a las necesidades de los alumnos. La excelencia debería ser contagiosa y caer en cascada desde los equipos directivos a los profesores, y de éstos a los alumnos. A veces se tiene la sensación de que se exige a los niños más de lo que los adultos se exigen a sí mismos.
Si tuviéramos un sistema educativo adaptado a la realidad de la persona de la que nos informan las distintas ciencias; si además dispusiéramos de libertad para adaptar los planes de estudio a las necesidades reales de nuestros alumnos; si los centros educativos se vieran libres de los corsés estatales y las universidades formaran maestros exigentes con ellos mismos en cuanto a conocimientos, talento y creatividad; si todo esto se diera, no habría que proponer parches electorales a un sistema caduco y decimonónico ni iniciar debates fatuos que solo llenan los titulares de la prensa durante un par de días, para que luego, en lo esencial, las cosas sigan igual.