La historia la escriben los vencidos, dije en ese texto, sin añadir que el único soporte documental que explica el fenómeno es la voz de los supervivientes. No de las víctimas, sino de los supervivientes: no habría historia de la Shoá, y probablemente tampoco la hubiese del nazismo, sin la voz de los que salieron vivos de los campos de concentración y de exterminio; pero hasta esa historia puede ser objeto de manipulación –cosa que se intenta con pertinacia–, y lo hubiese sido en una medida mayor de no haberse visto Stalin obligado a pactar con Inglaterra y con los Estados Unidos y de no haber sido Nuremberg una de las consecuencias de Yalta. Aunque Nuremberg no hubo más que uno y el Tribunal Penal Internacional no es más que su patética parodia en negativo.
Los viejos estalinistas que aún respiran, desde Carrillo hasta Saramago, son herederos del Romanticismo. Se equivocaba Orwell al situar en 1984 la gran operación de reforma, recreación o llana creación del pasado desde el Estado, que en realidad se había iniciado mucho antes de que él naciera, en los siglos XVIII y XIX, cuando las naciones europeas se dieron una historia retocada y una mitología activa, en las que se expresaban las necesidades de su presente y se esbozaban ciertos rasgos de su porvenir político. Idéntico error cometió Milan Kundera en el comienzo de su inmensa novela La broma, al suponer que el comunismo era precursor en el campo de la falsificación documental de la historia. Todo ello estaba ahí antes, y continúa estando.
Lo propio de los revolucionarios de comienzos del siglo XX eran los aparatos de agitación y propaganda, agit-prop en términos leninistas. El éxito de esa política fue más allá de lo esperado o imaginado por sus creadores. En la década de 1930 los socialistas y los comunistas de diversas líneas, y los fascistas, cuyos dirigentes procedían en proporción notable del socialismo, como Mussolini, y el comunismo, como Doriot, tenían a su servicio a la inmensa mayoría de los artistas y literatos de Occidente, y se habían dotado de un importante número de intelectuales dispuestos a defender en serio sus teorías, no sólo en el orden de la economía centralizada y planificada, o en el del materialismo frente al idealismo o de la dialéctica frente a la metafísica, sino también en el de la genética, dando la razón a Stalin cuando designó al campesino Lysenko para dirigir el Instituto de Genética y combatir la burguesa teoría mendeliana de la herencia.
El mensaje marxista tenía varias ventajas sobre los demás en lo tocante a su difusión. Era fácil de resumir: se podía ser marxista adquiriendo las nociones básicas en un manual de poco más de cien páginas. Tenía una apariencia científica convincente y seductora: el manual servía tanto para la conversión ideológica como para la social, permitiendo al beneficiado ser no sólo marxista, sino intelectual marxista; el más clásico de los manuales del marxismo, el del francés Georges Politzer, Principios elementales de filosofía, que aún se edita y cuya influencia puede constatarse en internet, llevaba al final de cada capítulo un cuestionario destinado a fijar lo leído: técnica de catecismo, que hacía invencible al convencido.
El mensaje marxista, por otra parte, tenía un aspecto menos ingenuo que el mensaje cristiano, requería menos fe y menos moral y autorizaba políticas temporales menos ligadas a lo teleológico; además, se difundía en una época de auge de la ciencia y de retroceso de la religión, lo cual le concedía prestigio.
Hombres de gran talento y escaso interés por el análisis de lo real, como Neruda o Picasso, se sintieron fascinados por una explicación del mundo tan sencilla, sólida y, si no obvia, fácil de defender como aquélla. Los surrealistas se adhirieron en masa al Partido Comunista, con la misma estúpida entrega con que se adhirieron al psicoanálisis; sólo que Freud no tardó en sacarlos de su error, explicándoles que su concepción del sueño no era la que Breton suponía, y Stalin, en cambio, les dejó persistir en el error.
Unos pocos se libraron del maleficio, pero Louis Aragon y Paul Éluard, por ejemplo, se mantuvieron en sus trece hasta el final de sus vidas, gracias a lo cual, contra toda evidencia, siguen pasando por ser los poetas más importantes del grupo, en desmedro de Char, que en 1949 condenó explícitamente el comunismo, o Robert Desnos, que murió en Terezin, de desnutrición y agotamiento, pocos días después de la liberación del campo por los aliados.
La gran maquinaria propagandística, capaz de promover a algunos al premio Nobel y de sumir a otros en el olvido, venía funcionado a toda marcha desde los años 20, pero había alcanzado la perfección con la Guerra Civil española. Recordaba hacía poco Ignacio Martínez de Pisón, en su libro Enterrar a los muertos, la advertencia de Hemingway a Dos Passos cuando éste se marchó de España tan espantado como Orwell ante la realidad de la República: “Si escribes sobre España tal como ahora la ves, los críticos neoyorquinos acabarán contigo. Te hundirán para siempre”.
Esos críticos, lo supieran o no, colaboraban con Stalin. De hecho, muy pocos se veían a sí mismos como comunistas o compañeros de viaje, y solían ofenderse si alguien decía que lo eran: el senador McCarthy, que veía el problema a su manera, se pronunció en ese sentido y formó una comisión de investigación que probablemente no hubiese sido más que un episodio menor en la historia de la democracia americana de no haber tenido en su contra un eficiente aparato de propaganda del que formaban parte artistas, intelectuales y periodistas, capaces de condicionar no sólo la situación interna en los Estados Unidos sino también la opinión pública mundial.
Pero, ¿quién podía defender a McCarthy? Su estilo tiránico y sus histéricos asesores, con Roy Cohn a la cabeza, le ganaron pocos amigos: a la prensa le bastaba con mostrarlos tal como eran, fuera de contexto, para que lectores y espectadores olvidaran que su acción se limitaba a una comisión senatorial en un país democrático con garantías constitucionales ciertas para todos y cada uno de los ciudadanos.
Aunque McCarthy pasó a la historia al cabo de un breve período y sus “listas negras” nunca fueron tan extensas ni tan efectivas como las de la mafia en la industria del espectáculo, aún perdura en la conciencia del mundo la imagen de unos Estados Unidos sometidos a dictadura.
El sistema de promoción, y de degradación, en el agit-prop de las izquierdas americanas ha sido retratado con rigor exquisito por Philip Roth en Me casé con un comunista, novela ejemplar de nuestro tiempo que, lamentablemente, no encuentra imitadores en Europa ni en Hispanoamérica, donde sucedieron y suceden las mismas cosas.
Muerta la Unión Soviética, su alma sigue vagando por redacciones, editoriales, discográficas, productoras de cine y hasta museos. El aparato de agit-prop continúa en funciones, girando sobre una serie de ideas a las que, en brillante hallazgo, Ana Palacio denomina “ideas zombi”: muertos vivientes o no muertos, como los entes del vudú, que inciden, y de qué manera, en el destino de los vivos. Sin piedad y sin pasión, hacen y deshacen existencias mediante el reconocimiento, el impulso hacia la popularidad o, por el contrario, la condena al anonimato, la difamación o la distorsión de actos o de ideas.