Una de las cosas que más sorprenden cuando se estudian los entresijos de la república y la guerra civil es hasta qué punto esa mendacidad es descarnada, y ha encontrado su curso gracias, precisamente, a los tonos agresivos y desvergonzados con que ha sido expuesta.
En los últimos años, una historiografía alejada de la mínima honradez intelectual ha reproducido todo aquel arsenal de falsedades. El penúltimo episodio es el de la exposición sobre el exilio, organizada por Alfonso Guerra y la fundación Pablo Iglesias (cuyos fondos, digamos incidentalmente, contienen los más radicales desmentidos a la historia o historieta que nos vende su director). En la muestra, los exiliados aparecen como el bien absoluto, víctimas del mal no menos absoluto representado por los vencedores de la contienda. La desvergüenza llega al colmo cuando semejante sectarismo es publicitado como un avance en la “reconciliación de los españoles”. He aquí un típico envilecimiento del lenguaje, que a su vez envilece la convivencia. ¿Qué entenderá por reconciliación gente como Guerra?
La exposición está montada como un típico instrumento de propaganda: fotografías, recuerdos diversos, con una música de fondo que transmite cierta solemnidad dolorida; de vez en cuando, muy destacadas, algunas frases que el visitante incauto graba fácilmente en su cabeza y que resumen el contenido y la intención de los manipuladores. Todo muy simple, una explotación de la emotividad al nivel del Goebbels de pub que lo organiza. Así, bajo el rótulo “Los retornos”, encontramos esta explicación: “En el interior de España se intensificó la oposición al régimen de Franco. Aumentaron las relaciones entre el exilio y el denominado exilio interior. Poco a poco revivieron con fuerza aquellos ideales que condenaron al exilio a miles de españoles: la soberanía nacional y el Estado de derecho”; y al llegar la democracia por obra, se insinúa, de ese acercamiento entre el “exilio interior” y el exterior, pudieron retornar los emigrados que quedaban y querían.
No debe de ser fácil concentrar tanta falsedad en tan pocas palabras. Los retornos comenzaron inmediatamente de terminada la guerra. A lo largo de 1939 volvieron 360.000 exiliados del medio millón inicial, es decir, las tres cuartas partes de ellos. De ese retorno no informan los organizadores en su labor de esclarecimiento de la memoria histórica, dejando el hecho discretamente implícito cuando reconocen que el exilio definitivo afectó a unas 200.000 personas, cifra inflada probablemente en 50.000 ó más, aunque eso tiene importancia menor. Y desde 1939 siguió un goteo de retornos a lo largo de los restantes años de franquismo.
Las cosas empezaron a cambiar en España, vienen a decir los promotores de la muestra, por las relaciones entre los emigrados y el “exilio interior”, expresión camelística esta última que pretende sublimar la conducta de quienes, como el propio Guerra, se quejaban de la dictadura sin hacer nada contra ella, viviendo cómodamente y, muy a menudo, en puestos de la administración franquista. La verdad es que ni el exilio “interior” ni el exterior tuvieron nada que ver con la evolución del régimen, el cual se reformó, básicamente por su propia dinámica, hasta la democracia de hoy. ¿O pertenecían el rey, Torcuato Fernández Miranda, Suárez y tantos otros al “exilio interior”? Fue el franquismo el que evolucionó, y fueron los comunistas, cuyo carácter totalitario no precisa aclaración, los que se opusieron de manera real, aunque no demasiado efectiva, a aquel régimen. Los organizadores de la exposición ningunean así a la verdadera oposición, en provecho de oportunistas como el propio Guerra, cuyo apoderamiento de lo que no le corresponde recuerda una vez más la célebre caricatura de Gallego y Rey. Hurto moral, intelectual y político más grave, en mi opinión, en consonancia con las corruptelas de la época de mando del líder socialista.
Y aún más corruptor de la memoria histórica resulta pretender que los exiliados fueron “condenados” a su situación por defender la soberanía nacional. Al margen de la consideración que merezca la tragedia y la dignidad personal de muchos de ellos, fueron los dirigentes y partidos del Frente Popular quienes enajenaron la soberanía española a Stalin, tras enviarle el grueso de las reservas financieras del país. Como prueban los documentos de Largo Caballero, entre otros muchos, Stalin pudo poner bajo su tutela al Frente Popular, gracias a aquel oro recibido en depósito, pero consumido directamente por imposición soviética. Las armas eran pagadas por España, en general a alto precio, pero en definitiva quien decidía sobre ellas era el Kremlin. Largo, cada vez más furioso por la “protección” soviética, tenía que doblegarse porque, escribe, en otro caso la URSS podía cesar en su “ayuda”. De hecho, su gran ofensiva por Extremadura, planeada para cortar en dos la zona enemiga, fue abiertamente saboteada por los “consejeros” stalinianos, dueños de los aviones y los tanques, y él mismo terminó expulsado del poder por una maniobra comunista. Luego Negrín ya no pondría ninguna pega a Stalin. Los nazis y los italianos, juntos o por separado, no tuvieron en el bando franquista, ni muy remotamente, el poder dominante ejercido por el Kremlin en el bando de las izquierdas.
Y la enajenación de la soberanía nacional no fue obra, ante todo, de los comunistas, sino en primer lugar de los socialistas, empezando por Largo, Prieto y Negrín. Y fue aceptada, mejor o peor, por los demás partidos. A tal punto despreciaban éstos dicha soberanía, que Prieto y los nacionalistas vascos y catalanes sólo pensaban en librarse del protectorado soviético sustituyéndolo por otro británico. Azaña expone con crudas tintas la ausencia de un ideal español en el Frente Popular, a pesar de la omnipresente demagogia patriotera, y cabría preguntarse qué entiende por soberanía nacional un listillo resuelto a dejar a España “que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. Y que, por cierto, la acercó bastante al Méjico del PRI.
Lo mismo en cuanto al estado de derecho defendido, según él, por los exiliados. El Frente Popular, una vez triunfó en las elecciones de febrero del 36, abandonó todas las normas propias de tal estado. La ley comenzó a ser impuesta desde la calle, y el poder judicial sometido a las políticas izquierdistas y revolucionarias. Cundieron por el país los asesinatos, incendios de iglesias, asaltos a centros políticos y periódicos de la derecha, y los gobiernos de Azaña y de Casares hicieron oídos sordos a las desesperadas peticiones de la oposición de que aplicasen la ley. Proliferaron las milicias izquierdistas, que actuaban a menudo junto con las fuerzas de orden público, como ocurrió en el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, y fue destituido de la presidencia Alcalá-Zamora, acto interpretable como golpe de estado. Etc. Quizás para Guerra tal situación responda a un estado de derecho, pues sus recetas para cambiar España incluían el entierro de Montesquieu, o la justificación, en nombre del “pueblo”, del expolio de Rumasa, madre de mil corrupciones.
Hablando de corruptelas, la exposición no dice una palabra en torno a los saqueos del patrimonio artístico e histórico español y de los bienes de particulares, incluyendo los de miles de familias modestas depositados en los Montes de Piedad, que sirvieron para financiar a los dirigentes exiliados. ¡Otro olvido crucial de quienes pretenden rescatar la memoria histórica! Según otra frase destacada en la muestra, tomada del líder socialista Araquistáin, el exilio fue “una admirable Numancia errante que prefiere morir gradualmente a darse por vencida”. Cuando la masiva y caótica huida de Barcelona a la frontera francesa, el “numantino” Araquistáin se preocupó de llevarse sus pertenencias, y probablemente otras que no eran suyas, mientras cientos de miles escapaban con lo puesto. Lo peor no fue eso, sino que para transportar sus “papeles y alfombras”, en palabras de Constancia de la Mora, citadas por Javier Rubio, el líder socialista utilizó… ambulancias militares, sustraídas al transporte de heridos y gracias a las cuales pudo abrirse camino entre el alud de refugiados.
El exilio fue duro, incluso a veces trágico, para la masa de quienes lo sufrieron. Mucho menos, desde luego, para los dirigentes, como señalaba Negrín. Con esos dirigentes, y no con los exiliados de a pie, cuyas penas explota, se identifica Guerra, para darnos gato por liebre y envenenar la memoria histórica del país.