Esos contratos cambian, se renuevan, incluyen suministros o prestaciones adicionales, con lo que acaban costando más de lo que previamente se había acordado.
El objetivo original fue el incremento en la eficiencia a la hora de prestar un servicio o suministrar un bien. La tendencia por la que discurren las privatizaciones de que hablamos es hacia la desaparición de la posibilidad de comparar entre el presunto despilfarro de un sistema íntegramente público y la aparente superioridad en calidad y reducción del gasto atribuible a una externalización.
El presupuesto pervive y las partidas continúan nutriéndose de las exacciones fiscales padecidas por la ciudadanía. Una vez se pierde el punto de referencia, el servicio público prestado por agentes privados adquiere los vicios y corruptelas propios de la burocracia extensiva. Es más, poco a poco surgen nuevos problemas, y lo que antes era un complejo intraorganizacional acaba convirtiéndose en una red de organizaciones integradas que multiplica los intereses en disputa y cuyo único fin es hacerse con el poder monopolístico que detenta el Estado.
Los sectores donde la excesiva dependencia del gasto público no es del todo preocupante son aquellos en los que el Estado no ejerce un monopolio legal sobre la prestación del servicio o el suministro del bien en cuestión. Sucede lo opuesto cuando la empresa privada dedica su actividad, o la mayor parte de ella, a la prestación efectiva de servicios que son propios y exclusivos del Estado (imposición mediante), y que éste, por una u otra razón, externaliza.
Los funcionarios concurren a un concurso público de plazas. Una vez consigue el puesto, el funcionario, generalmente, dedicará su jornada laboral y su esfuerzo productivo a su empleador. Este tipo de relación satisface las necesidades de trabajador y Administración, pero corrompe, indefectible y generalmente, la actitud de quien tiene en el Estado su principal fuente de ingresos.
Su posición no es muy distinta de la de cualquier contratado por cuenta ajena que presta servicios a un único empleador. La diferencia radica en que dicho empleador necesita al trabajador para prestar servicios privados; es decir, que cualquier agente puede prestar ese servicio, si se lo propone: lo único que debe hacer es competir por la clientela. Sin embargo, cuando es el Estado quien emplea o contrata servicios que sólo él puede prestar, la situación funcionarial del prestador mediático tenderá a corromper a éste, aun si presumiéramos un inicial ánimo favorable a la libertad de mercado.
Esas empresas, al igual que los funcionarios, dependen del gasto público y, por tanto, de la continuidad del latrocinio fiscal. Guiado por incentivos similares a los del sujeto galardonado con un privilegio monopolístico estatal, quien accede a la contratación pública verá extenderse sobre sus intereses y fines particulares la imperiosa necesidad de que se mantenga la égida estatal, así como su mera justificación.
No es la misma cosa prestar servicios concretos de seguridad y defensa (o educación, sanidad...), enmarcados en las arbitrarias decisiones del Estado como monopolizador del uso de la violencia (garante de la sanidad o planificador educativo), que competir en un mercado donde los individuos libremente ofertan y demandan tales servicios.
Por muy privado que sea el capital invertido en una actividad, cuando el cliente fundamental es el Estado, la principal aspiración del empresario será la consecución de mayores desvíos presupuestarios hacia los ámbitos donde desarrolla su actividad, y nunca la desaparición del monopolio estatal sobre los mismos.
El estatismo más eficiente no peca de estúpido, como sí lo hacen muchos de sus defensores cuando apuestan por la extensión administrativa en todos y cada uno de los aspectos fundamentales de la prestación directa del servicio considerado como público. La ceguera con la que en esa situación acude el Estado al proceso social acarrea indefectiblemente despilfarro e ineficacia. El Estado, en la medida en que pretenda sobrevivir y legitimar su posición excluyente e irresistible, deberá mejorar sus resultados, dar la apariencia (y exclusivamente la apariencia, ya que el conseguirlo resultaría sencillamente imposible) de que su intervención contribuye a una más intensa y benéfica coordinación social.
Es esa la razón por la que el Estado se sirve de empresas privadas en su proceso de externalización. En un primer momento podrá parecer un éxito del mercado, pero a medida que profundizamos en los aspectos más relevantes de la nueva situación comprendemos que se trata de una batalla ganada por el estatismo.
© AIPE
JOSÉ CARLOS HERRÁN, miembro del Instituto Juan de Mariana.
El objetivo original fue el incremento en la eficiencia a la hora de prestar un servicio o suministrar un bien. La tendencia por la que discurren las privatizaciones de que hablamos es hacia la desaparición de la posibilidad de comparar entre el presunto despilfarro de un sistema íntegramente público y la aparente superioridad en calidad y reducción del gasto atribuible a una externalización.
El presupuesto pervive y las partidas continúan nutriéndose de las exacciones fiscales padecidas por la ciudadanía. Una vez se pierde el punto de referencia, el servicio público prestado por agentes privados adquiere los vicios y corruptelas propios de la burocracia extensiva. Es más, poco a poco surgen nuevos problemas, y lo que antes era un complejo intraorganizacional acaba convirtiéndose en una red de organizaciones integradas que multiplica los intereses en disputa y cuyo único fin es hacerse con el poder monopolístico que detenta el Estado.
Los sectores donde la excesiva dependencia del gasto público no es del todo preocupante son aquellos en los que el Estado no ejerce un monopolio legal sobre la prestación del servicio o el suministro del bien en cuestión. Sucede lo opuesto cuando la empresa privada dedica su actividad, o la mayor parte de ella, a la prestación efectiva de servicios que son propios y exclusivos del Estado (imposición mediante), y que éste, por una u otra razón, externaliza.
Los funcionarios concurren a un concurso público de plazas. Una vez consigue el puesto, el funcionario, generalmente, dedicará su jornada laboral y su esfuerzo productivo a su empleador. Este tipo de relación satisface las necesidades de trabajador y Administración, pero corrompe, indefectible y generalmente, la actitud de quien tiene en el Estado su principal fuente de ingresos.
Su posición no es muy distinta de la de cualquier contratado por cuenta ajena que presta servicios a un único empleador. La diferencia radica en que dicho empleador necesita al trabajador para prestar servicios privados; es decir, que cualquier agente puede prestar ese servicio, si se lo propone: lo único que debe hacer es competir por la clientela. Sin embargo, cuando es el Estado quien emplea o contrata servicios que sólo él puede prestar, la situación funcionarial del prestador mediático tenderá a corromper a éste, aun si presumiéramos un inicial ánimo favorable a la libertad de mercado.
Esas empresas, al igual que los funcionarios, dependen del gasto público y, por tanto, de la continuidad del latrocinio fiscal. Guiado por incentivos similares a los del sujeto galardonado con un privilegio monopolístico estatal, quien accede a la contratación pública verá extenderse sobre sus intereses y fines particulares la imperiosa necesidad de que se mantenga la égida estatal, así como su mera justificación.
No es la misma cosa prestar servicios concretos de seguridad y defensa (o educación, sanidad...), enmarcados en las arbitrarias decisiones del Estado como monopolizador del uso de la violencia (garante de la sanidad o planificador educativo), que competir en un mercado donde los individuos libremente ofertan y demandan tales servicios.
Por muy privado que sea el capital invertido en una actividad, cuando el cliente fundamental es el Estado, la principal aspiración del empresario será la consecución de mayores desvíos presupuestarios hacia los ámbitos donde desarrolla su actividad, y nunca la desaparición del monopolio estatal sobre los mismos.
El estatismo más eficiente no peca de estúpido, como sí lo hacen muchos de sus defensores cuando apuestan por la extensión administrativa en todos y cada uno de los aspectos fundamentales de la prestación directa del servicio considerado como público. La ceguera con la que en esa situación acude el Estado al proceso social acarrea indefectiblemente despilfarro e ineficacia. El Estado, en la medida en que pretenda sobrevivir y legitimar su posición excluyente e irresistible, deberá mejorar sus resultados, dar la apariencia (y exclusivamente la apariencia, ya que el conseguirlo resultaría sencillamente imposible) de que su intervención contribuye a una más intensa y benéfica coordinación social.
Es esa la razón por la que el Estado se sirve de empresas privadas en su proceso de externalización. En un primer momento podrá parecer un éxito del mercado, pero a medida que profundizamos en los aspectos más relevantes de la nueva situación comprendemos que se trata de una batalla ganada por el estatismo.
© AIPE
JOSÉ CARLOS HERRÁN, miembro del Instituto Juan de Mariana.