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QUINTO ANIVERSARIO DEL 11-S

El enemigo sigue ahí, oculto en nuestras mismas narices

Supongo que mis recuerdos del tipo nunca olvidaré dónde me encontraba en ese momento son bastante típicos: alcé las orejas como un perro cuando en la radio interrumpieron el programa de la mañana para informar de que un avión –un bimotor o un aerotaxi– había impactado contra el World Trade Center, y después, con el segundo avión, vino la lenta comprensión de que estaba pasando algo bastante más grave. Pocos segundos después me llamó mi editor, desde Londres, y puse la televisión.

Supongo que mis recuerdos del tipo nunca olvidaré dónde me encontraba en ese momento son bastante típicos: alcé las orejas como un perro cuando en la radio interrumpieron el programa de la mañana para informar de que un avión –un bimotor o un aerotaxi– había impactado contra el World Trade Center, y después, con el segundo avión, vino la lenta comprensión de que estaba pasando algo bastante más grave. Pocos segundos después me llamó mi editor, desde Londres, y puse la televisión.
No obstante, incluso en medio de una matanza sin precedentes, para el resto de nosotros proseguía la monótona rutina: esa mañana me entregaban unos muebles, y el mozo que me los trajo me interrumpió para preguntarme dónde quería colocar uno de ellos; cuando volví a fijarme en la pantalla ya sólo quedaba ahí una de las torres humeantes. "¿Qué ha pasado?", dije. "Que se ha venido abajo", me contestó el mozo, encogiéndose de hombros, antes de volver a su trabajo.
 
En parte tenía razón. Se vino abajo, pero ardió durante otros 100 días, al igual que la rabia de América; en algunos casos. En otros ya se estaba desvaneciendo, y "el día que cambió todo" asumía la débil consistencia de una de esas raras "tragedias" excepcionales que sólo se producen una vez y tras las cuales todo vuelve a ser como antes.
 
Lo que estaba sucediendo la mañana de ese martes era, como decía un montón de gente, "inimaginable". Pero cuando sucedió, cuando ya no precisábamos imaginarlo, mi recuerdo principal de aquel día es lo rápido que se puso a trabajar la mente para abordar la nueva realidad. Cuando se produjo el impacto del segundo avión no sólo era obvio que no se trataba de un accidente, también que sería imposible encontrar dos pilotos comerciales dispuestos, ni siquiera a punta de pistola, a dirigir sus aparatos contra un rascacielos.
 
Moahmed Atta, uno de los terroristas que perpetraron la matanza del 11-S.Y eso significaba que cuando se produjo la colisión los aviones tenían que haber estado en manos de unos terroristas que se habrían entrenado como pilotos, presumiblemente, para llevar a efecto esa misión: habían adquirido conocimientos básicos, por lo menos, de una profesión que en cualquier parte del planeta garantiza la buena vida. Podrían estar fundiéndose sueldos de seis cifras en lugar de rascacielos de Manhattan, pero no: en vez de hacerlo, tomaron clases de vuelo para hacer uno sólo, una sola vez, y sólo de ida, contra un edificio bien alto.
 
En la otra punta del mundo, en las calles de Ramala, la gente llenaba las calles, festejaba y repartía caramelos. También hubo celebraciones en la Universidad Concordia de Montreal, en el norte de Inglaterra y en Escandinavia, pero no lo supe hasta que no empecé a recibir correos electrónicos de mis lectores, según avanzaba el día. En Afganistán, Osama ben Laden y sus secuaces seguían los acontecimientos a través del Servicio Árabe de la BBC. (No toda la producción de la BBC está en árabe, solamente suena como si lo estuviera).
 
A medida que pasan los años, son estos curiosos ejemplos de interconectividad cultural los que siguen conmigo. "Interconectividad" es la palabra utilizada por el difunto Edward Said, ese traficante de agravios palestinos y notorio despreciador de Estados Unidos radicado por entonces en Nueva York. Un par de semanas antes del 11 de Septiembre, el profesor deploraba la tendencia de los comentaristas a separar las culturas en lo que llamaba "entidades selladas", cuando en realidad la civilización occidental y el mundo musulmán están tan "entrelazados" que es imposible "trazar una frontera entre ambos".
 
A Rich Lowry, de la National Review, no le impresionó: "La frontera parece muy clara. Desarrollar la aviación comercial y erigir fastuosos rascacielos es cosa de Occidente; degollar azafatas y empotrar aviones contra rascacielos es cosa del islam radical".
 
Edward Said.Muy cierto. Pero puede que esa sea la única "interconectividad" en que esté interesada buena parte del mundo: la tecnología punta al servicio de unos odios anacrónicos. Edward Said estaba en lo cierto: ya no hay más "entidades selladas". El "mundo moderno" y el "mundo primitivo" son como esos prefijos telefónicos a los que son tan dadas las compañías telefónicas. Así que un hombre puede berrear "¡Alá Ajbar!" mientras incrusta un avión contra un edificio de oficinas. Ni siquiera las zonas más primitivas del mapa están bien "selladas" hoy en día.
 
Después de todo, ¿por qué escuchaban el Servicio Árabe de la BBC en Afganistán? En Afganistán no se habla árabe. Allí hablan el viejo pastún y el dari y el turcomano y lo que sea. Pero el 11 de septiembre de 2001 el país estaba en la práctica bajo ocupación colonial de miles de árabes y yihadistas extranjeros.
 
Pensamos en los parajes de la frontera afgano-paquistaní como en una región remota de gentes aisladas cuyos rituales no han cambiado desde hace siglos. Pero lo cierto es que las culturas tribales de esas gentes han sido completamente sometidas por el dinero y la ideología saudíes. El tóxico reino de la casa de Saúd, esa tierra en que el registro de decapitaciones está digitalizado, bien pudiera ser un símbolo más adecuado de lo que pensamos sobre el rumbo que ha tomado el mundo "interconectado".
 
Debió haberlo entendido uno de los hombres que estaban en las Torres Gemelas la mañana de ese martes. John O'Neill, un tipo del contraterrorismo tenaz y con cierto aroma a escuela militar de las de antes, acababa de dejar el FBI y empezado a trabajar como director de seguridad del World Trade Center. Llegó a bajar las escaleras en que los grupos de evacuados y de rescate recibían el bombardeo de los cadáveres de los primeros suicidas que aterrizaban en el tejado del vestíbulo. Fuera, en la plaza, sobre las sillas instaladas para el concierto previsto para la hora de comer, caían a discreción trozos de cuerpos humanos.
 
Ramzi Yousef.En los últimos momentos de su vida O'Neill tuvo que sentir cómo su mundo se mordía la cola. Seis años antes (como se recuerda vivamente en The Looming Tower, de Lawrence Wright) había organizado la captura en Pakistán de Ramzi Yousef, el sujeto que estaba detrás del primer atentado contra el WTC y que había planeado empotrar un avión contra el cuartel general de la CIA.
 
En el New York Times, Thomas Friedman escribía: "El fallo a la hora de evitar el 11 de Septiembre no fue de Inteligencia o de coordinación; fue de imaginación". En realidad, eso no es cierto. Los terroristas islamistas habían mostrado su interés por edificios norteamericanos, y se sabía que tenían planes para secuestrar aviones con el fin de pilotarlos y empotrarlos contra alguno de ellos. Pero los hombres como John O'Neill nunca lograron llamar la atención de la somnolienta burocracia federal.
 
Los terroristas tuvieron que contar con eso: después de todo, siguieron sus clases de vuelo en Estados Unidos, confiando aparentemente en que, incluso en el caso de que alguien notase el súbito incremento de matriculaciones de árabes en las escuelas de pilotaje, una cultura fofa sometida a la corrección política garantizaría que no se hiciera nada al respecto.
 
Cinco años después, la mitad de América se ha retirado a sus viejas costumbres y filtrado la nueva lucha a través de los prismas más aburridamente intrincados: todos los sucesos nacionales dramáticos son conspiraciones tipo JFK, todas las guerras son cenagales tipo Vietnam. Mientras tanto, los sucesores de Ramzi Yousef dejan sus intenciones tan claras como las dejó él: quieren adquirir tecnología nuclear con el fin de matarnos. Y, teniendo en cuenta que las sociedades libres tienden de manera natural hacia una mentalidad Katrina de no hacer nada hasta que sucede algo, una mañana nos despertaremos con otro día como "el día que cambió todo".
 
El 11 de Septiembre no fue tanto "un fallo de imaginación" como la incapacidad para observar que los enemigos de Estados Unidos se estaban escondiendo a plena luz del día.
 
Y ahí siguen.
 
 
© MARK STEYN, 2006.
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