La realidad es muy distinta a como la presentan estos fundamentalistas del Estado y el socialismo. A través de distintas vías, el capitalismo hace partícipe a toda la sociedad de la nueva riqueza creada. Ahora bien, no se trata de un reparto equitativo: quienes han creado o contribuido a crear de la nada esa nueva riqueza obtienen la mayor porción. Si algo elimina el libre mercado son los parásitos: nadie vive a costa de los demás, sino en cooperación con los demás.
Las empresas que no han surgido al amparo del Estado y de la subvención pública son las que mejor han satisfecho las necesidades de los consumidores. Éstos son los auténticos destinatarios de la riqueza que genera el capitalismo: todo gira en torno a contentar del mejor modo posible sus deseos y apetencias.
Dicho de otro modo: en el libre mercado, los ricos lo son porque antes han proporcionado y creado nueva riqueza para otros. Los consumidores que acuden masivamente a una compañía lo hacen porque sus productos les proporcionan riqueza.
Hay otra forma en que el capitalismo extiende y reparte la riqueza que genera: los mercados de capitales. Con la fórmula de las sociedades anónimas, cualquier individuo puede adquirir acciones de una compañía, esto es, porciones alícuotas de su propiedad.
Entre los empresarios y los accionistas se establece una relación sinérgica. Gracias a los segundos, los primeros pueden obtener el capital que necesitan para llevar a cabo sus ideas sin tener que recurrir a grandes magnates; les basta con vender pequeñas porciones de sus empresas a muchos individuos, no necesariamente millonarios.
Así las cosas, es mucho más fácil reunir fondos para dar salida a ideas geniales. Cualquiera puede captar dinero en los mercados de capitales y montar su propia empresa, siempre que los inversores juzguen que su proyecto merece la pena.
Ésta es la segunda parte de la relación sinérgica. El inversor puede rentabilizar sus ahorros como si estuviera gestionando y dirigiendo una empresa. El único requisito para ello es que seleccione bien dónde coloca el dinero: comprar acciones de una compañía con un pésimo proyecto empresarial (esto es, que no satisface a los consumidores) sólo le arrastrará a la ruina en que acabará la propia compañía.
Por consiguiente, el inversor, tanto los managers de grandes fondos como el pequeño ahorrador, tiene que destinar su dinero a aquellas empresas que mejor puedan competir en el mercado. Ésta es su única tarea: seleccionar inversiones. Si acierta, los beneficios acudirán a él sin que haya de hacer nada más (salvo, claro está, vigilar que la inversión siga valiendo la pena).
Ayer mismo conocíamos que las acciones de Google han alcanzado un valor de 600 dólares, cuando en agosto de 2004 valían 85. Esto implica una revaloración anual media del 150%. Los ahorradores que creyeron en Google y que le proporcionaron los recursos necesarios para desarrollar su proyecto han obtenido un gran beneficio, aun cuando no hayan participado en la gestión diaria de la compañía ni en el desarrollo de sus planes estratégicos.
El éxito de Google es arrollador, y pone sobre el tapete una cuestión que los detractores del capitalismo no entienden: las grandes empresas (por no hablar de sus consejeros delegados) aparecen y desaparecen con gran rapidez. IBM lo fue todo en la informática hasta Microsoft, y Microsoft lo ha sido todo hasta Google. Es probable que el célebre buscador no tarde en ser destronado por ideas mejores. Cuanta más riqueza y cuanto más capital haya en la sociedad, con más velocidad se crearán y reestructurarán empresas que traten de batir a las existentes.
El caso de Google, desde luego, no es único. Wal-Mart, por ejemplo, acumula una rentabilidad media anual del 21% desde hace más de 35 años. Si hubiera invertido en esta última compañía 30.000 dólares en 1972, hoy dispondría de 2.700.000. Lo mismo puede decirse de Intel o de Microsoft, los grandes protagonistas de la revolución tecnológica de los 90.
A diferencia de lo que ocurre en los sistemas socialistas, donde a cada trabajador se le impone su empleo y su remuneración, en el capitalismo los trabajadores pueden convertirse en propietarios de empresas. Basta con que adquieran acciones para que puedan acceder a esos beneficios multimillonarios que tanto escandalizan a la progresía.
Que una empresa gane millones de dólares cada año es una magnífica noticia. En primer lugar, porque significa que satisface a muchos consumidores; en segundo lugar, porque todos los accionistas que contribuyen a que salga adelante disfrutan de tales ganancias.
Vistas las enormes ventajas del capitalismo, sería de esperar que nos permitieran aprovecharlas de la mejor manera posible. Pero, como siempre, el Estado –y la filosofía socialista que lo sostiene– no deja de imponernos obstáculos y restricciones: la venta de acciones está sometida a un impuesto del 18%, los mercados financieros soportan rígidas regulaciones que impiden o frustran numerosos movimientos corporativos que podrían ser una fuente de oportunidades de ganancia, la Seguridad Social absorbe cantidades ingentes de nuestros ahorros y, así, nos dificulta en extremo acceder a los mercados de capitales...