Con parecida obsesión a la del talante, el diálogo y demás restos de temporada de la campaña del ZP, el actual partido en el Gobierno de España hace alarde de una irrefrenable obstinación por envolverse con el top manta de los catedráticos, con los autodenominados “comités de sabios” y con toda clase de informes provenientes de la Universidad que se aplican en legitimar y amparar hasta el mayor desatino, con tal de contentar al jefe. No hay aquí sólo una huella o resabio de pasado republicano teñido de Despotismo Ilustrado, sino sobre todo, la puesta al día de un dogma ancestral y la recolección de un campo previamente labrado para servirle mejor. El dogma, la Leyenda a la que aludo, proclama desde el arcano que la intelligentsia es patrimonio de las izquierdas, que pensamiento crítico es sinónimo del pensamiento laico revolucionario, y que éste se dice pariente cercano (por parte de madre, cosas de la cuota de género) del espíritu del anticapitalismo. La derecha, según esta antología a lo Marta Harnecker, ni piensa ni falta que le hace, pues lo suyo es enriquecerse, rezar y confiarse al Altísimo.
Ciertamente, henos aquí ante un típico doctrinario sectario y más rancio que el mausoleo de Lenin, aunque bien debe reconocerse que a menudo uno se siente tentado a creer que no exagera demasiado, a la vista de los comportamientos regalones y timoratos que exhiben nuestras derechas del alma, que sin duda irán al cielo por poner la otra mejilla cuando les atizan en pleno rostro.
Dicho queda lo del dogma y no digamos más, para no echarse a llorar. Atendamos ahora a la cosecha de frutos de la Intelectualidad, tema también sin ninguna gracia, pero no menos revelador que aquél. Después de haber labrado el terreno durante muchos sexenios con el fin de forjar unas Fuerzas de la Cultura heroicas, disciplinadas y homogéneas, y tras haber fumigado el terreno con pensamiento único para eliminar las malas hierbas, la recogida de beneficios es empresa fácil. No puede sorprender, en efecto, a nadie que sepa mirar y escuchar que si el actual Gobierno de Zapatero se queda embobado ante la presencia de los catedráticos y las catedráticas, y los convoca con la devoción de quien apela al oráculo de Delfos, ello se debe a que le gusta jugar con las cartas marcadas y en propio campo, para no tener sorpresas. Juega siempre a caballo ganador; por eso cuida la yeguada.
Con todo, no nos dejemos impresionar por semejantes fuegos de artificio ni por campañas publicitarias de diseño, que por lo general se quedan en burda publicidad engañosa. Sucede que en el momento de la verdad, cuando empiezan a ponerse en marcha las actuaciones de los “filósofos de la ciudad-Estado”, el espectáculo queda al desnudo, y los intelectuales orgánicos que tan ricamente sientan cátedra desde su hábitat natural protegido, la tarima, evidencian una debilidad muy acorde con la materia de su pensamiento. En unos casos porque su expediente académico y profesional ha sido más sobrecargado y maquillado que el esgrimido por Luis Roldán para acceder a la Dirección General de la Guardia Civil en los tiempos del felipismo feroz; en otros, porque el informe de méritos tiene más de vitae que de curriculum propiamente dicho; en los de más allá, en fin, porque se revela un escandaloso desconocimiento del medio a dirigir, asesorar o revolucionar, así como de los asuntos concernientes a la neta gestión. Sea como fuere, el portento tiene lugar, y hasta el sabio más espabilado, ambicioso o complaciente puede acabar de vicepresidente/a del Gobierno, de directora de Radiotelevisión española o miembro de un pomposo comité de expertos, asesor de contenidos e inspirador de valores (progresistas), y, si uno se descuida, hasta de presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas.
Cuando uno pertenece al selecto club de los catedráticos fiables y nada “peligrosos”, todo es posible. Se puede aspirar a orientar y aleccionar sabiamente sobre televisión, y confesar a la vez que uno es tan progre no tiene en casa la caja tonta (que se la compren…); pero, eso sí, sabe una barbaridad de cultura clásica y de virtud republicana de los antiguos (Cielo santo, ¿qué hace Savater con semejante capilla?). También puede acontecer que uno sea catedrático de Ciencia Política, como Fernando Vallespín, que elogie la Política como modelo de acción humana y de civismo, para sumarse a continuación desde el imperio Prisa a la praxis socialista dominante trufada de sentimentalismo cursi y de pacifismo laico-vaticanista. O para sancionar informes del CIS sin vergüenza ninguna sobre participación e intención de voto que son un dechado de rigor y neutralidad política.
Con todo, de entre los muchos casos escogidos acerca del arte de gobernar desde el saber catedrático, el más estrafalario es con mucho el de la señora Caffarel. Apologista de lo público, desdeña la empresa privada (no sé como Polanco y Cebrián se lo consienten), y sus conocimientos sobre el sector se limitan a sugerir un mayor esfuerzo presupuestario para la cosa. Ya corren chanzas en el ámbito filosófico sobre la directora general: “¿Sabes que la famosa Caffarel tiene menos publicaciones académicas que El Fari?” “Ya. Pero, nadie negará que es una heideggeriana de pro: pastora del Ser, amiga de la Ser y toda una apoderada del Ente.”
Lo sé, lo sé, no hay que meter a todos los intelectuales en el mismo saco, ni mezclar churras con meninas, ni declarar que todos los catedráticos se mueven al mismo compás, ni ser sectario. Justamente es eso lo que intento decir: que no es oro todo lo que reluce, que una cosa es predicar y otra dar trigo, y que es preciso distinguir entre el mérito y el séquito, entre la ilustración y la luminaria, entre el ruido y las nueces.