Sin embargo, existen circunstancias que operan sobre todos los inmigrantes, y de su mejor o peor resolución dependerá su inserción o su rechazo en la sociedad de acogida.
Las tentaciones del gueto
Precisamente para no incurrir en dicho imperdonable pecado de soberbia no presentaré mi experiencia como si fuera modélica, pero sí intentaré aportar algún elemento útil acerca del criterio que apliqué, con buena fortuna, para sortear obstáculos y eludir las ubicuas tentaciones del gueto. Es verdad que desembarqué de un avión, en Barcelona, y no de una patera; me aguardaba un trabajo seguro en dos editoriales, en una como traductor y en otra como asesor literario, y no dependía de un contratista mafioso de manteros; prescindí de todo delirio de grandeza y alquilé un piso modesto en el barrio de Pueblo Seco; y al cabo de una semana ya había iniciado los trámites de permanencia en la comisaría correspondiente. Trámites que no estuvieron exentos de tropiezos. Me negaban el permiso de trabajo como traductor porque los había en exceso en España, y sólo lo obtuve más tarde como escritor.
Detalle importante: había abandonado Argentina porque dos demonios se disputaban el poder sin ahorrar, ninguno de ellos, sevicias ni derramamientos de sangre. Temía a la dictadura militar porque sus sicarios no sabían o no querían diferenciar a un admirador de Bertrand Russell, de Karl Popper o de Raymond Aron, de otro de Lenin o del Che Guevara; y temía a los subversivos porque su odio sectario descansaba sobre la misma premisa maniqueísta que aplicaba la dictadura: "Quien no está conmigo está contra mí y merece el exterminio". Por tanto, siempre me definí como expatriado y no como exiliado, para evitar que me confundieran con quienes tenían afinidades ideológicas o militantes con las bandas armadas.
Sin rémoras identitarias
Una vez radicado en Barcelona, y ayudado por mi formación laica y desprovista de rémoras identitarias, inicié mi proceso natural de integración en la sociedad circundante. Me ayudó el hecho de padecer una enfermedad, el cosmopolitismo, que los terapeutas nazis, comunistas, nacionalistas y fundamentalistas religiosos curan con la pena de muerte o el ostracismo, y evité perseverantemente, repito, la tentación de refugiarme en el gueto. Y este es uno de los elementos que componen, a mi juicio, la esencia del buen inmigrante: la integración. Por supuesto, para alcanzarla, el inmigrante debe despojarse de la pesada carga de suficiencias y prejuicios que trae consigo. La diatriba que el poeta Vicente Zito Lema, furibundo defensor de la subversión y hoy asociado a la rama chavista y proiraní del kirchnerismo, lanzó durante un coloquio que reprodujo la revista católica El Ciervo (mayo de 1979), refleja lo peor que se puede esperar de un inmigrante, en este caso un exiliado:
Es a su Gobierno [el de España] al que increpamos abierta, directamente, comprometiéndonos, y lo acusamos de muy grandes delitos históricos contra los latinoamericanos (...) Ellos pueden contribuir a cubrir vacíos que tiene actualmente el desarrollo técnico y cultural español (...) Es sabido que junto con Francia e Inglaterra, Argentina tiene la escuela de psicología más adelantada del mundo occidental (...) La mayoría de los profesores de psiquiatría, psicoanálisis y psicología con reconocimiento mundial han venido a España (...) La aportación que van a hacer estos profesionales a la cultura española en un campo específico que está muy retrasado es real y notoria.
Mariano Aguirre se cebó (El País, 30/10/1981) con la inopia de estos desnortados:
En los últimos tiempos estamos siendo [en España] sólo los argentinos, significante más breve pero contundente que se asocia con pedantería, aires de superioridad, movidas de piso a quien sea para conseguir un puesto de trabajo, justificar cualquier acción con el pasado dramático y militante, abultadas cuentas telefónicas sin pagar, psicoanalizados psicoanalizadores insaciables (...) Sin embargo, creo que no es necesaria la defensa apasionada ni la autoexaltación personal diferenciadora y cretina si aplicamos la razón. Porque donde empiezan los matices se acaban los nacionalismos. Mi idea es que los argentinos, así en abstracto, como fórmula globalizadora, no existen más que en los documentos nacionales de identidad (...) Creo que hay una buena cantidad de argentinos que son insoportables. Compatriotas, como se suele decir, que no asumen haber cambiado o tenido que cambiar de país. Que continúan viviendo en un pasado cada vez más mítico –el allá– y que sirve de eje referencial al cual adorar y en el cual apoyarse para no insertarse en la sociedad española y, a la vez, sentirse justificados en despreciar este país y autolegitimarse en actuaciones impresentables.
El redil sectario
Uno de los medios de que se valen los grupos interesados en perpetuar el aislamiento de los inmigrantes para llevarlos a su propio redil sectario son las asociaciones creadas para preservar esas peligrosas y arcaicas raíces e identidades que Amin Maalouf desenmascaró magistralmente en su libro Identidades asesinas (Alianza, 1999). Hoy, quienes más utilizan este medio en España, para adoctrinar a sus correligionarios y reclutar yihadistas, son los fundamentalistas islámicos. A partir de mediados de los años 70 lo emplearon los agentes en el exterior de la subversión argentina. La profesora Silvina Jensen se ha ocupado de este tema, con el matiz hagiográfico habitual en este tipo de trabajos, en su tesis doctoral Suspendidos de la historia/exiliados de la memoria. El caso de los argentinos desterrados en Cataluña, 1976..., dirigida por el Dr. Josep María Solé i Sabaté. En el fragmento que llegó a mis manos, la autora hace hincapié en "la búsqueda y el mantenimiento de las raíces" y, dada la proverbial empatía de muchos argentinos con todo lo que huela a nacionalismo, pone el mayor énfasis en la relación de los exiliados con "el hecho diferencial catalán" y se desentiende de la integración de éstos en el marco más indiscriminado de la sociedad española.
Silvina Jensen interpreta el fracaso de la tentativa de implantar en Argentina una dictadura copiada del modelo castrista como "la derrota de los proyectos del campo popular" y se explaya sobre la actuación de "dos de las instituciones centrales del colectivo argentino", que eran, precisamente, las encargadas de consolidar la retaguardia de los movimientos guerrilleros y terroristas que perduraban en Argentina. La división entre las dos casas argentinas reproducía, ni más ni menos, la que existía entre los subversivos: Montoneros peronistas-castristas, por un lado, y marxistas afines al Ejército Revolucionario del Pueblo, por otro. Siempre de espaldas a la integración en la sociedad española, pero con un explícito afán por estrechar lazos con el nacionalismo catalán.
Admirador de dictaduras
A Jensen le indigna que "el célebre ministro del Interior Rodolfo Martín Villa" utilizara un decreto de expulsión de extranjeros sin permiso de trabajo y residencia para "deshacerse de los subversivos, extremistas, rojos y agitadores (...) Para aquellos que estaban alineados ideológicamente con el franquismo, un exiliado era un individuo peligroso y una amenaza para la seguridad interior, al que había que identificar, controlar y eventualmente expulsar". Y contrapone esta actitud a la de los organizadores de la Lliga dels Drets dels Pobles, que acogieron como representantes de los "movimientos de liberación nacional" a Roberto Guevara, hermano del Che y miembro del ERP, y al montonero Rodolfo Mattarolo.
Era público y notorio que detrás de las dos casas argentinas acechaba el núcleo duro de los asesinos, secuestradores y atracadores que encarnaban a uno de los dos demonios de Argentina, y si a algún ingenuo le cabía alguna duda le habría bastado con leer las entrevistas que el prestigioso Francisco Cuco Cerecedo hacía periódicamente a los más atrabiliarios verdugos guerrilleros en la revista Cambio 16, presentándolos, eso sí, como héroes de una guerra justa.
Rodolfo Martín Villa, que por aquellos tiempos tenía que lidiar con los asesinos de ETA, del Grapo y de la ultraderecha posfranquista, no necesitaba que a estos criminales autóctonos se sumaran otros importados del Cono Sur. Sobre todo si se trataba de personajes como Envar Cacho el Kadri, veterano terrorista al que, recuerda Jensen, "se le ocurrió hacer una declaración en el periódico. Al otro día tocó el timbre la Guardia Civil, y lo agarró del forro del culo, y lo puso en la frontera con Francia". Jensen no cuenta, como lo hacen Martín Caparrós y Eduardo Anguita en su libro La voluntad, que, ya en París, El Kadri se incorporó a una organización de derechos humanos y chocó con Yves Montand cuando éste le informó de que también defendían a las víctimas de las dictaduras comunistas, algo que no entraba en el imaginario del obsesivo admirador de esas dictaduras.
Abierta a la controversia
La publicación Testimonio Latinoamericano, que Jensen cita con respeto, fue, en cambio, más abierta a la controversia, y en ella escribí a favor de la ofensiva militar británica contra los invasores argentinos de las Malvinas, lo que me llevó a polemizar con sus directores. Uno de ellos, Álvaro Abós, regresó a Argentina en 1983, cuando se restauró la democracia, rompió públicamente con el peronismo y hoy es uno de los intelectuales que se arriesgan a denunciar con impecable lucidez las miserias que flotan en la olla podrida del kirchnerismo.
En fin, sólo me queda aclarar, respecto del trabajo de Silvina Jensen, que cuando utiliza una cita trunca de mi libro Carta abierta de un expatriado a sus compatriotas podría transmitir la falsa impresión de que yo aprobaba la idea de crear una "internacional de sudacas", lanzada por Mario Benedetti. Jamás me habría incorporado a un club que tuviera por socio a Benedetti, que fue apologista de la guerrilla tupamara y burócrata al servicio de la dictadura castrista, ni a otros que compartieran su ideología. La única internacional con la que me identifico es la que descansa sobre las bases de la civilización occidental.
Una sociedad muy receptiva
Los imanes de las mezquitas y los ideólogos de la revolución fallida no son los únicos, empero, que intentan secuestrar la autonomía individual del inmigrante para gobernar sus actos. En Cataluña, los adoctrinadores nacionalistas, tan activos en el aparato del tripartito como en el de la Generalitat convergente, también desarrollan una campaña encaminada a segregar al inmigrante de la sociedad española para convertirlo en cautivo de su enclave sectario.
Yo soy un animal político, que a los 15 años ya repartía, en la calle, octavillas de la Unión Democrática enfrentada con el peronismo. Después pasé por etapas de obnubilación izquierdista, hasta que me reencontré con el centro liberal y democrático. Cuando desembarqué en Barcelona busqué dónde situarme, desde el punto de vista político, y concurrí a la manifestación de la Diada de septiembre de 1977 y a la que acompañó el regreso de Josep Tarradellas. Estaba decidido a integrarme en la sociedad de acogida y comprobé, con alegría, que esta sociedad era muy receptiva.
Trabé amistad con vecinos y con compañeros de trabajo. Hablaba y hablo únicamente en castellano, aunque leo perfectamente en catalán a Miquel Porta Perales, a Joan-Lluís Marfany y a Josep M. Fradera, y jamás me sentí discriminado en mi círculo de relaciones. Distinto es el caso de la élite gobernante nacionalista, que asienta su poder sobre los esfuerzos por catequizar a los ciudadanos, discriminando a los refractarios, sean éstos nativos o foráneos. La sociedad va por un lado y la élite va por otro, y yo afortunadamente puedo marchar con la primera. Es a esto a lo que llamo integrarse. Y fruto de esta integración, desprovista de obsecuencia y mimetismo, fueron mi libro Por amor a Cataluña. Con el nacionalismo en la picota y mi toma de posición, en muchos artículos periodísticos, a favor de Felipe González, primero, y de José María Aznar y Mariano Rajoy, a partir de 1996.
Repito que soy un animal político, creo haber sido un buen inmigrante, y no me arrepiento de haber asumido los compromisos que mi condición de nuevo ciudadano me imponía. No soy un modelo, pero tampoco soy un mal ejemplo para los recién llegados.