El Gran Salto Adelante había sido, en los años cincuenta, una campaña de industrialización forzosa que había culminado en la muerte por inanición de millones de personas. La respuesta a tal esperpento ideológico fue la llamada Revolución Cultural, en la que se pretendía acabar con los "cuatro viejos": las costumbres, los hábitos, la cultura y los modos de pensar. Naturalmente, ninguno de esos elementos que combatir era viejo. Los chinos eran chinos, tenían sus costumbres, una cultura, unos estilos de pensamiento. Que no eran "milenarios", como suelen decir los desinformados cuando hablan de Asia, sino resultado de procesos milenarios de adaptación, para la supervivencia, a formas de control y explotación siempre brutales e injustas.
Desmontar ese legado, la única forma de defensa con la que contaba una población que llevaba siglos y siglos debatiéndose entre la esclavitud y la servidumbre, era la manera más eficaz de desarmarla ante el maoísmo, que era la prolongación exacerbada del régimen de emperadores y mandarines, del mismo modo en que el estalinismo era la culminación delirante de la autocracia zarista. Había que liquidar hasta el último resto de esa modestísima tradición de resistencia que preservaba la condición humana de los súbditos. Costumbres, hábitos, estilos de pensamiento se resumían en el término cultura.
Había que acabar con ella. Entre 1966 y 1968, cuando Mao y Chou En Lai comprendieron que su propia revolución comunista estaba al borde del colapso y ordenaron al ejército la represión generalizada, los Guardias Rojos, con sus comités revolucionarios, encargados de castigar "capitalistas" y "revisionistas" –es decir, cualquiera que les pareciera–, camparon por sus respetos por todo el país, paralizando la instrucción pública y sembrando de cadáveres el territorio. Pero el mal estaba hecho. La conciencia china había retrocedido siglos, y habría que esperar más de veinte años para que la revuelta de Tiananmen se mostrara como un signo de recuperación.
Entre una fecha y otra, entre 1975 y 1979, tuvo el poder en Camboya el célebre asesino Pol Pot, el modelo más perfecto de líder atrasista. Al menos los chinos habían pergeñado en el Gran Salto Adelante un intento industrializador. Pol Pot decidió recorrer el camino inverso, en la historia camboyana y en la universal: invirtió el proceso de emigración del campo a la ciudad enviando a la población urbana a formar parte del campesinado, que ya era uno de los más pobres del mundo. Para ello, eliminó a los "elementos burgueses" de la sociedad: los intelectuales y su parafernalia literaria y artística.
Unas doscientas mil personas fueron ejecutadas por los jemeres rojos, pero el hambre y las enfermedades desatendidas acabaron con otro millón, y trescientas mil más perecieron en campos de trabajo. Junto a ese millón y medio de seres humanos, un veinte por ciento de la población total, fueron quemados cientos de miles de libros, discos, cuadros y películas, y destrozados miles de máquinas de escribir, esculturas, salas de exposición, de cine y de teatro. La percepción que Pol Pot tenía de la modernidad era precisa y acabó sistemáticamente con todas sus manifestaciones, materiales y personales. Curiosamente, fue la invasión vietnamita lo que frenó la locura polpotiana. Pero el mal estaba hecho.
Y el mal ideológico también, porque no importó en absoluto a los dirigentes revolucionarios de otras partes del mundo el terrible saldo de chinos y camboyanos borrados para siempre de la faz de la tierra: los alentó, en cambio, a promover el atrasismo en otras formas.
Yo mismo soy testigo de un proceso que se dio en llamar "de proletarización" de los militantes, promovido sobre todo por la organizaciones armadas de América Latina, pero también en algunas tendencias del catolicismo en aquella parte del mundo. Me recordó la cuestión ayer mi amigo Pablo Odell, que pertenece a la generación siguiente: fue él quien me dio el hilo de este artículo, a la vez que me explicaba el fenómeno diciendo que lo que se procuraba al convertir en obreros a individuos preparados para otras tareas, en vez de atraer a las masas hacia las élites, era llevar las élites hacia las masas, diluyendo a las primeras en la últimas.
Por si algún lector ignora lo que fue aquello, le cuento que casi todos los movimientos políticos de los setenta, en general de obediencia cubana, invitaban a sus profesionales, intelectuales, artistas –lo que el PC llamaba "fuerzas de la cultura"– a proletarizarse, es decir, a irse a trabajar a las fábricas, a identificarse con la clase llamada a ser guía del mundo. He visto ingenieros, químicos, abogados –que habían ocultado su currículum al proponerse para su puesto–, voluntariamente sumados al escalón más bajo de la producción.
Eso fueron, a su modo, los curas obreros de finales de los sesenta y principios de los setenta, avanzadilla del atrasismo proletarizador, al que se sumarían encantados, cinco o diez años más tarde, los teólogos de la liberación, que ni hacían teología ni ayudaban a otra liberación que la propuesta por Cuba. El resultado final, desde luego, no era la proletarización, sino la lumpenización de las vanguardias. Atrasismo en estado puro. Todavía está por desentrañar el papel, sin duda trascendente, de la Teología de la Liberación en la promoción de los movimientos indigenistas, atrasistas por definición, más preocupados por su pasado que por su futuro, como anoté en un artículo anterior sobre este mismo asunto.
Había en el fondo de estas propuestas un desconocimiento, también voluntario, de las experiencias revolucionarias precedentes, que habían sido hijas de una minoría abocada al golpe de estado, como la rusa, o habían sido preponderantemente campesinas, como la china. La escritura marxista preconizaba el protagonismo del proletariado y allí permanecía, inmune a toda experiencia. Toda revolución, como cualquier otro proceso histórico, es en lo esencial un relato, y todo relato es, a su modo, una profecía sobre el pasado. Miserias de lo teleológico, de la fe en que la historia tiene un final.