31 de agosto de 1939 a las 16 horas. El sturmbannführer de las SS, Helmut Naujocks, recibía la contraseña para poner en marcha un ataque contra la emisora local de Gleiwitz, próxima a la frontera entre Alemania y Polonia. La incursión —que había sido ensayada durante dos semanas bajo la supervisión directa de Reinhard Heydrich— debía ser atribuida a insurgentes polacos, de tal manera que proporcionara a Hitler una supuesta justificación para ordenar el ataque contra Polonia. Mientras Naujocks transmitía un mensaje en polaco desde la emisora, el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán comunicó a través de la radio oficial del III Reich un programa de negociaciones con Polonia resumido en dieciséis puntos. En apariencia, se trataba de quemar el último cartucho en favor de la paz entre ambos países y de solventar el contencioso existente entre las dos naciones en relación con la ciudad libre de Danzig. En realidad, no era más que otra baza propagandística destinada a convencer a la opinión pública de que Alemania iba a agredir a Polonia empujada por circunstancias contrarias a su voluntad. En otras palabras, el Führer deseaba la paz y así planteaba la situación a Polonia pero no podía tolerar aquel ataque contra Alemania y, de manera aparentemente justificada, devolvía el golpe.
No todos eran conscientes de la gravedad de una situación que Hitler estaba manejando con un derroche de hipocresía. Durante la noche del 31 de agosto, el dictador italiano Benito Mussolini incluso sondeó a Hitler, a través del embajador en Berlín Bernardo Attolico, sobre las posibilidades de convocar una conferencia internacional que, como en el caso de la de Munich celebrada el año anterior, alejara de Europa el espectro de una nueva guerra mundial. La respuesta alemana fue que Italia debía abstenerse de cualquier iniciativa de ese tipo. Mientras para protegerse de un poco esperable ataque franco-británico, la Wehrmacht alemana situaba tras la línea de fortificaciones conocida como Westwall 12 divisiones activas y 32 de reserva, mal armadas, sin blindados y con escasa cobertura aérea, el resto de las unidades operativas alemanas se desplazaron a la frontera con Polonia. El plan de ataque —conocido como Caso Blanco desde el 3 de abril de 1939— estaba concebido como una operación de tenaza de gran estilo que envolviera a los ejércitos polacos evitando su posible retirada tras las barreras naturales que constituían los ríos Pissa, Narew, Vístula y San. A las 4,45 de la mañana del 1 de septiembre de 1939, se inició la ofensiva. Aunque en apariencia el número de combatientes era muy similar, el abismo técnico existente entre ambos ejércitos casi podía ser calificado de espectacular. A las 11 divisiones acorazadas de Alemania, Polonia sólo podía oponer una brigada blindada. Por añadidura, en el aire, 360 aviones polacos debían combatir contra 1250 aparatos alemanes. Las fuerzas invasoras iban a utilizar una nueva táctica que los alemanes bautizaron como Blitzkrieg o guerra relámpago, que había sido concebida durante los años treinta por el oficial británico Basil Liddell Hart y que ya había sido ensayada en España por Franco durante la ruptura del frente de Aragón en 1938.
En primer lugar, la aviación germánica machacó los nudos de comunicación situados al este del Vístula creando un caos absoluto entre las filas enemigas. Luego las tropas de asalto y los zapadores se ocuparon de ensanchar las cabezas de puente de tal manera que pudiera facilitarse el avance de las unidades blindadas. A continuación, la infantería y la artillería motorizada, progresando en pos de los blindados, se dedicaron a liquidar los desconcertados focos de resistencia. Antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas, los mandos polacos carecían ya de posibilidades prácticas de cursar órdenes. Los efectos sobrecogedores de aquella nueva concepción de la guerra confirmaron a Hitler en su certeza de que, al fin y a la postre, Gran Bretaña y Francia aceptarían el desmembramiento de Polonia como un hecho consumado desechando la posibilidad de ir a un nuevo conflicto mundial. De esta manera, el III Reich habría ampliado su Lebensraum o espacio vital hacia el Este sin apenas esfuerzo. El Führer no carecía de razones para abrigar esas esperanzas. En los últimos años, las potencias occidentales —que sufrían la mala conciencia provocada por las onerosas condiciones impuestas sobre Alemania al término de la primera guerra mundial— habían aceptado casi sin impedimentos que Hitler llevara a cabo la remilitarización de Renania y la anexión de Austria y los Sudetes. Además la firma el 23 de agosto de 1939 de un pacto de no-agresión entre Hitler y Stalin —en virtud el cual se repartían Europa central y oriental— había librado al III Reich del temor a un segundo frente y a una coalición anglo-franco-soviética. Para tranquilizar a las opiniones públicas y los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, el Führer estaba incluso dispuesto a que siguiera existiendo un pequeño estado polaco independiente.
De momento, todo pareció confirmar que, como en los años anteriores, su intuición le había aconsejado correctamente. Al conocerse las primeras noticias de la invasión, tanto Francia como Gran Bretaña no se atrevieron a enviar un ultimátum a Hitler. En ambos casos se esperaba una propuesta italiana para una especie de segundo Munich. Sin embargo, de acuerdo con los deseos alemanes la intervención de Mussolini no se produjo y, por añadidura, el 2 de septiembre, Chamberlain, el primer ministro británico, se vio enfrentado con una tormentosa sesión parlamentaria. Inmediatamente telefoneó al francés Daladier para hacerle saber que resultaba imperativa una postura conjunta de oposición a Hitler ya que de lo contrario su gobierno caería en las próximas horas. El día 3, a las 9 horas, Gran Bretaña presentó un ultimátum al Führer en el que le comunicaba que se produciría la declaración de guerra si no llevaba a cabo una retirada de Polonia. Sorprendido por aquella inesperada muestra de firmeza, Hitler preguntó a su ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, lo que cabía esperar en el futuro. Ribbentrop respondió consternado que era de suponer una reacción similar por parte de Francia, reacción que, efectivamente, se produjo tres horas más tarde. De esta manera, lo que había sido concebido por Hitler como una guerra reducida y sin riesgos había desembocado en un nuevo conflicto mundial para el que Alemania no estaba preparada. Los nefastos efectos de aquel error de cálculo no excluyeron lógicamente a los que habían provocado el conflicto. Como diría por esas fechas el mariscal Hermann Goering a Schmidt: “Si perdemos esta guerra, ¡que el cielo se apiade de nosotros!”
Sin embargo, las consecuencias —más graves de lo que a priori se hubiera podido imaginar— afectaron prácticamente a todo el globo terráqueo. Las más importantes fueron los más de cincuenta millones de muertos causados por la conflagración, la pérdida del status de grandes potencias por parte de las naciones europeas, el Holocausto en el que perecieron más de seis millones de judíos y la entrega de Europa oriental a la URSS sin excluir a Polonia, la nación por la que se habían empuñado las armas. Después de aquella guerra empezada en virtud de un ataque ficticio a una emisora en Gleiwitz casi nada sería igual y, sin embargo, vistos los hechos con perspectiva histórica pocos podrían negar que Hitler podía haber sido detenido en distintas ocasiones entre 1936 y 1939.
ENIGMAS DE LA HISTORIA
El ataque a la estación de Gleiwitz
De manera convencional suele señalarse la fecha de 1 de septiembre de 1939 como el punto de inicio de la segunda guerra mundial. Sin embargo, la guerra había comenzado un día antes con una operación misteriosa: el ataque a una estación de radio en Gleiwitz. ¿Cuáles fueron las razones de esa incursión en Gleiwitz?
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