A finales del siglo XX el líder espiritual de la Hermandad Musulmana, el jeque Yusef al Qaradawi, declaró –tras la visita del Gran Rabino Ashkenazi de Israel, Israël Lau, a Mohamed Sayid Tantawi, jeque de Al Azhar, el 15 de diciembre de 1997– que la ley islámica dividía a los Pueblos del Libro –judíos y cristianos– en tres categorías: no musulmanes en tierras de conflicto (Dar al Harb), no musulmanes en tierras de tregua temporal (hudna) y no musulmanes "protegidos" por la ley islámica (es decir, los dhimmis*).
El jeque dejó claro que la ley islámica había establecido mandamientos distintos para cada una de estas categorías; en pocas palabras, el jeque había resumido así la teoría de la yihad, que regula las relaciones entre musulmanes y no musulmanes. Esta teoría fue codificada e institucionalizada nada menos que a comienzos del siglo VIII por teólogos y juristas musulmanes. Como vemos en innumerables llamamientos a la yihad y en el día a día, esta ideología impregna el pensamiento y la conducta actuales.
Los "habitantes de tierras en conflicto" son gente contra la que se debe luchar porque se oponen a la introducción de la ley islámica en sus países. Estos infieles carecen de derechos, sus vidas y sus propiedades son lícitas –están permitidas, por utilizar la fórmula usual– para cualquier musulmán, sin importar a qué casta pertenezca éste. Esto explica los crímenes y asesinatos de civiles cuando la ocasión se presenta. Su mera existencia es considerada ilegal.
Por otro lado, los "infieles en tierras de tregua temporal" se encuentran en un estado de respiro entre dos guerras, mientras que los dhimmis son harbis (habitantes originarios) que han pasado de una categoría –la primera de las tres– a otra, la de pueblo "protegido" (por vivir dentro de Dar al Islam). Han capitulado a la yihad que les amenazaba hasta el final gracias a la fórmula mágica: tierra a cambio de la paz y la seguridad de la dhimmitud. Han cedido su tierra, pues, a cambio de "protección".
La ley islámica define los derechos de los dhimmis como dependientes de ciertas condiciones específicas (de la dhimma). Esto significa que, en el mejor de los casos, los no musulmanes carecen de derechos adicionales a los que especifica y administra la ley islámica, fuente de los derechos de los no musulmanes. Hoy, en todas las sociedades movilizadas por la yihad, ésta es la interpretación que prevalece; incluso en Egipto.
La yihad es una guerra que hoy sería descrita como genocida, dado que ordena que, si hay resistencia, los hombres sean masacrados, y las mujeres y los niños esclavizados. Estas normas fueron aplicadas durante todo el siglo XX, y continúan aplicándose en el sur de Sudán, con la esclavización de las mujeres y los hijos de los rebeldes.
Las leyes de la dhimmitud –es decir, la relación con los no musulmanes– obedecen a tres principios básicos:
– La inferioridad de los no musulmanes en todos los campos. Esta situación existe hoy en la práctica totalidad de los países árabes, en Irán, en partes de Afganistán y en otros lugares.
– La vulnerabilidad del infiel, lograda en el pasado a través de la prohibición de que poseyera armas y de que testificara contra un musulmán, lo cual implicaba un peligro mortal en caso de que fuera objeto de una acusación de blasfemia. Eso persiste, particularmente en Pakistán, y ha causado el asesinato de cristianos inocentes. John Joseph, obispo de Faisalabad, presidente de la Comisión de Derechos Humanos establecida por la Conferencia de Obispos Católicos de Pakistán, se suicidó el 6 de mayo de 1998 para llamar la atención del mundo entero sobre la injusticia de las leyes de blasfemia.
– La humillación y degradación de los no musulmanes, impuestas a través de un código de normas muy preciso.
Aparte de los dominios militar, jurídico y social que acabo de mencionar, y que han formado la base de las relaciones entre musulmanes y no musulmanes durante más de un milenio, también aparecen divergencias en el dominio teológico, particularmente entre los judíos y los cristianos, por una parte, y los musulmanes, por otra.
Los musulmanes creen fieramente, sobre la base de numerosos versos del Corán, que el Islam apareció en el comienzo de la Creación y que, en consecuencia, precede al Cristianismo y al Judaísmo. Adán, Eva y Noé, designados como progenitores de la humanidad, fueron musulmanes y profesaban el Islam. Se deriva de esto que la humanidad es islámica, y según un hadith todos los niños que nacen son musulmanes. Esta creencia autoriza el secuestro de niños procedentes de comunidades dhimmis, una vorágine que era endémica en todo Dar al Islam.
Según esta interpretación, los profetas y las figuras mencionadas en el Corán, en una versión que difiere del relato bíblico, son musulmanes. Abraham, Moisés, David, Salomón, Jesucristo y los apóstoles son reverenciados como musulmanes y profetas que profesaban el Islam. De esto se deduce que la Biblia es un relato falsificado y que toda la historia de Israel, de la que también depende todo el cristianismo, es una historia islámica.
Ese es el motivo por el que los derechos de Israel en su país no son reconocidos. Los judíos no tienen historia. Los cristianos carecen de historia. La Biblia es solamente una colección de cuentos. La historia de Israel puede encontrarse en el Corán, y es una historia islámica. En este contexto, está claro que las referencias a la Biblia de Israel son propias, de sus reyes, de sus ciudades y aldeas, y no del carácter judío de Jesucristo, de María y de los apóstoles, y sólo consiguen enfadar a los islamistas. Naturalmente, la islamización de la Biblia afecta a los cristianos tanto como a los judíos.
Existe, obviamente, un problema real en la aceptación del Otro, es decir, de la "otredad". Toda la humanidad es musulmana, aunque pueda encontrarse aceptación de la diversidad y el pluralismo en el Corán. La teoría de la yihad ha estructurado las relaciones con el Otro, ya sea a través del odio, de la hostilidad latente hacia el pueblo que vive en el ámbito de una tregua o en las condiciones inherentes al estado de dhimmitud.
Cada sociedad y cada religión han desarrollado sus propias formas de fanatismo. Sin embargo, en las sociedades judeocristianas la separación de política y religión –en ocasiones, es cierto, a nivel puramente teórico– ha permitido que la intolerancia y la opresión fueran desahuciadas. Este es el caso de la Turquía secular. Los hombres que lucharon contra la abolición de la esclavitud y la emancipación de los judíos eran cristianos. Judíos y cristianos lucharon hombro con hombro por el reconocimiento de los derechos humanos. Este desafío no aparece en el mundo musulmán. Nunca ha existido esa generosidad de espíritu hacia el dhimmi oprimido: representaría un crimen contra la humanidad.
La inteligencia común musulmana nunca ha condenado la yihad como una guerra genocida que ha exterminado pueblos enteros, ni la dhimmitud como una institución deshumanizadora y explotadora que ha causado el auge de la expropiación, la esclavitud y la deportación de poblaciones cuya herencia cultural e histórica ha sido completamente destruida.
Mientras el mundo musulmán siga sin hacer una autocrítica de su propia historia será imposible rehabilitar al Otro en una dimensión humana, y los prejuicios pasados continuarán rampantes. Es en este contexto de yihad y dhimmitud donde se enmarca el conflicto árabe-israelí, porque Israel representa la liberación de un país de las leyes de la dhimmitud.
* Saut al Haqq wa al Huriyya, 9 de enero de 1998; MEMRI, 8 de febrero de 1998 (Informe Especial: Reunión entre el jeque de Al Azhar y el Gran Rabino de Israel).