Otro catedrático que se movió mucho en ese sentido, pero desde mucho antes, fue el de Derecho Canónico don Manuel Giménez Fernández, que Cossío definía como “un pez rojo nadando en agua bendita”.
Lo del agua bendita le venía muy bien a don Manuel, pero de pez rojo tenía bien poco, a menos que se tomara la palabra “rojo” en la acepción lata de adversario del Régimen. Con más motivo se le podía llamar “rojo” al cardenal Segura, que por lo menos iba vestido de púrpura. Muy “rojo” no debía de ser don Manuel cuando en marzo de 1936 le faltó tiempo al flamante Ayuntamiento del Frente Popular para retirarle el título de hijo predilecto de la ciudad que se le había otorgado durante el “bienio negro”. Don Manuel era democristiano, y cada vez que criticaba al Régimen en clase o en público, gritaba con su voz chillona: “¡Ojo! ¡Que esto no lo digo yo, que lo dice el Papa en la encíclica tal y cual!” Sus clases tenían un brío polémico que seducía a sus alumnos, a mí el primero, y en ellas se preocupaba, antes de entrar en su materia, los Cánones, de darnos una idea bastante completa de las ideologías enfrentadas, sin conocer las cuales no se explicaba nuestra guerra civil. De él aprendí sobre todo a no morderme la lengua. Nos decía por ejemplo: “¡El Obispo Acuña! ¡A éste lo hicieron obispo porque entonces no se hacían presidentes de Montepío!” Había que rellenar unas fichas a comienzo de curso: “Verán ustedes que donde pone “domicilio” no hay mucho espacio… Los que sean de pueblo, no hace falta de pongan el nombre completo de la calle; basta con que pongan J.A.P.R. y el número de la casa”. En una conferencia en el Club La Rábida le oí decir a grito pelado, en una evocación de su vida parlamentaria: “en los pasillos de unas Cortes en las que José Antonio Primo de Rivera, con cuya amistad me honré, podía cambiar impresiones con Indalecio Prieto ¡con cuya amistad también me honré!”
Era muy aficionado al cine y a la novela policíaca, y la suya preferida era El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie. Tenía escrito un guión de cine sobre Fray Bartolomé de las Casas y se quejaba de que en España sólo se hacían películas si las dirigía “un primo del Fundador”. Evidentemente, José Luis Sáenz de Heredia no era el único director de cine de la época, pero eso le daba igual a don Manuel, que para muchas cosas tenía visión de túnel. Al final de ese túnel estaba el obispo de Chiapas, con el que su identificación era total y en cuyo culto procuraba iniciarnos a sus alumnos. En otra de sus diatribas públicas contra el Régimen, apoyadas sólidamente en pasajes de encíclicas pontificias, llegó a decir que era un disparate construir pantanos en zonas donde nunca llovía y, a alguien que le preguntó por el Plan Badajoz, él contestó que hacía mucho tiempo que no creía en cuentos de hadas. La firma del Concordato le sentó como un tiro y esta vez, sin citar encíclicas por supuesto, arremetió contra Pío XII, a quien llamaba Pacelli a secas, con gran escándalo de los católicos integristas. Años más tarde, recién entronizado Pablo VI, los escandalizados serían los librepensadores de la plaza, cuando arremetía contra él un adalid del integrismo, Elías de Tejada, llamándole a secas Montini. Ambos comentarios los pude oír en la tertulia que ambos catedráticos, y otros colegas, tenían en la librería de Lorenzo Blanco.
La última vez que vi a don Manuel fue en una recepción que dio don Ramón Carande en su casa en honor de Marcel Bataillon y a la que asistió el poeta Jorge Guillén, de paso entonces por Sevilla, otros catedráticos y gente más joven, entre ellos algunos que llegarían a tener protagonismos importantes en la Transición. Yo vivía entonces en Ginebra y le hablé de don Pablo de Azcárate, a quien trataba mucho, pero él me vino a decir que los exiliados tenían una idea equivocada de la realidad nacional. También le oí decir que sus conversaciones con los democristianos catalanes habían fracasado, porque él no entraba por las horcas caudinas del separatismo.
Otro que estaba en esa fiesta era el catedrático de Derecho Romano don Francisco de Pelsmaeker, personaje extraordinario y atrabiliario, maestro que infundía como ninguno en sus alumnos un auténtico metus o temor reverencial, rayano en el terror. A Pelsmaeker lo tomó a su cargo don Manolito a su jubilación y juntos daban grandes paseos e iban al cine todas las tardes. Según me decía muchos años después Carande, que siempre fue el más listo de todo el claustro, “al pobre don Francisco lo volvió don Manolito tan loco como él”. Don Manolito había encontrado a don Estrafalario.