Por lo tanto, el "asombrarse" de que exista la penuria, como si de un hecho novedoso se tratase, solamente puede ser atribuido a la ignorancia o al cinismo. Porque lo realmente sorprendente es que se haya descubierto la forma para modificar una situación a la que anteriormente parecíamos condenados.
Fue un europeo, el escocés Adam Smith, quien explicó en el siglo XVIII que la riqueza de las naciones no era algo "fijo", de lo que cabía "apropiarse". Señaló que hay un impulso natural en los hombres que los lleva a desear mejorar su propia condición y la de su familia. Y que esa circunstancia es la "piedra angular" de la prosperidad. Comparando sociedades, demostró que ese instinto será canalizado de la manera más racional posible. Es decir, que si el producto de nuestros afanes se lo queda otro, entonces no hay ninguna razón para esforzarse.
El trabajo esclavo es muestra elocuente de ello. Lo mismo ocurre en aquellas naciones, la inmensa mayoría, donde el Estado, vía impuestos u otros medios menos "refinados", se "apropia" de la mayor parte de los frutos de la labor de sus habitantes. Son países pobres porque la gente tiene pocos motivos para tratar de superarse.
La bonanza de una zona está íntimamente ligada a las posibilidades reales que tengan los individuos de prosperar, según su empeño. Y hay una estrecha relación entre "seguridad jurídica" y lo anteriormente expuesto, porque para poder trabajar con tranquilidad es fundamental estar protegidos contra las arbitrariedades de los gobernantes de turno. O sea, que nuestros derechos "naturales" estén garantizados eficazmente.
Fue otro europeo, el inglés John Locke, quien advirtió que sobre la inviolabilidad del derecho de propiedad descansan los demás derechos, hoy llamados "humanos". Porque la única forma de ser auténticamente "libres" es cuando nuestros recursos económicos están a "salvo" del poder político, incluso para poder defendernos de sus atropellos. Indudablemente que nuestra calidad de vida estará indisolublemente ligada a ese factor.
Allí donde estos principios rigen se encuentran las regiones más libres y, simultáneamente, las más prósperas. Y viceversa.
Tan habitual como la miseria es otro fenómeno: el despotismo. Y lo que permitió superar lo que antes parecía un imposible fue el descubrimiento de la estrecha relación que existe entre la tiranía política o corporativa y las condiciones materiales de las gentes.
Fue un latinoamericano, el venezolano Carlos Rangel, quien en el siglo XX sacó a la "luz" que el atraso económico es una consecuencia del "subdesarrollo" político. Hasta ese momento se consideraba que las "tiranías" eran el resultado "congénito" del atraso económico. Y que las "democracias avanzadas" sólo eran posibles luego de que los pueblos alcanzasen ciertos niveles de progreso material.
Rangel razonó, sobre la base de argumentos sólidamente fundados, que la causa de la pobreza crónica que azota a los países latinoamericanos es de índole política. Nuestras sociedades, desde épocas remotas, salvo por breves períodos excepcionales, han estado cimentadas en los privilegios, las arbitrariedades, el "despojo" más o menos encubierto y el desconocimiento de los derechos "naturales". Eso significa, lisa y llanamente, opresión.
Cambian los partidos que gobiernan, se renuevan los "favoritos" y, aparentemente, las ideologías. Pero más allá de las "apariencias" permanece imperturbable la tiranía. Esa es la triste realidad que se oculta tras el "rostro" visible de nuestro continente. Somos pobres porque ni somos libres ni nuestros derechos económicos y de propiedad están eficazmente protegidos.
Las más recientes cifras oficiales indican que el 31,2% de los uruguayos están sumergidos en la miseria. La opresión económica es la más insidiosa de las dictaduras.