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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Democracia y verdad

Las consecuencias de las decisiones políticas casi nunca son claramente predecibles, y a menudo lo son sólo de manera muy vaga, no obstante lo cual deben ser tomadas. La experiencia, con todo su valor, sólo sirve hasta cierto punto, pues el terreno de la política es muy cambiante.

Una crítica que se lee a veces a la democracia es la de que ésta niega el concepto mismo de verdad, sustituyéndolo por el de opinión pública, y como se supone a esa opinión fácilmente manipulable, al final la democracia resulta el gobierno de los demagogos más inescrupulosos, agrupados en partidos sin otro ideal que el de repartirse los puestos de mando y cobro. Esta idea suele combinarse con la de que no puede igualarse por el voto a personas de muy distinta formación intelectual, como un médico y un barrendero, por ejemplo. Un médico, arguyen algunos, está en política más cerca de la verdad, o más capacitado para conocerla, mientras que un barrendero semianalfabeto queda automáticamente excluido de tal posibilidad.

Sin embargo, el terreno de la política es el de los intereses colectivos, muchas veces en conflicto, y una función principal de la política es llevar el conflicto por cauces distintos no violentos. Las decisiones políticas afectan a la vida y los intereses de millones de personas. ¿Podría defenderse la exclusión de los afectados por esas decisiones, alegando su supuesta ignorancia sobre lo que les conviene, tanto más cuanto que tales decisiones pueden exigir incluso el sacrificio de la vida en una situación bélica? No encuentro argumento capaz de justificarlo. A menudo los demagogos han explotado con expectativas desorbitadas esa necesidad de las personas de sentirse partícipes de las decisiones que les afectan, pero la base y justificación de esa necesidad parece evidente.

Además, si bien a veces las masas poco intelectualizadas han seguido a los demagogos, en general han apoyado propuestas razonables, pues de otro modo, la historia de las democracias habría sido la de un inmenso fracaso, lo cual nadie puede sostener en serio. Ha habido excepciones, y la de la república española viene enseguida a la memoria. Pero si la república fracasó se debió en mucho a que quienes más decían defender tal régimen eran quienes más conculcaron las normas democráticas, y eso llevó a la mayor desconfianza y desprestigio el ideal democrático en España. Por otra parte, ¿existen esas minorías supuestamente sabias y cercanas a la verdad? La vida nos dice que no sólo los analfabetos, sino personas de la más alta cualificación intelectual, pueden defender de mejor o peor fe los mayores dislates. La historia del siglo XX nos revela cómo el marxismo movilizó tanto a intelectuales como a barrenderos, y es posible que en mayor proporción a los primeros. Ahora mismo asistimos a la constitución de una “Alianza de Intelectuales Antiimperialistas”, formada por personas que dicen apelar a la razón, y hacer del pensamiento su “herramienta”, lo que no les impide sostener majaderías asombrosas, de un “marxismo de baja intensidad”. Y digo majaderías no tanto porque carezcan de un mínimo rigor conceptual, como les ha criticado Gustavo Bueno, sino porque una larga experiencia histórica ha dado la completa medida de lo que valen sus fórmulas y expresiones. Pero ahí siguen, empecinados en ellas, esos fieras del pensamiento.

Estas tendencias al extravío, incluso de buena fe, nacen de que, para empezar, la verdad no se presenta en política a la manera de una fórmula científica, ni los principios políticos pueden aplicarse como se construye un puente. Las consecuencias de las decisiones políticas casi nunca son claramente predecibles, y a menudo lo son sólo de manera muy vaga, no obstante lo cual deben ser tomadas. La experiencia, con todo su valor, sólo sirve hasta cierto punto, pues el terreno de la política es muy cambiante, y una medida equivocada en una coyuntura puede revelarse acertada en otra, y viceversa. Ello genera, de forma natural, diversas posiciones ante casi cualquier problema, y por tanto la existencia de partidos.

De ahí el error de creer a los partidos y sus luchas un fenómeno exclusivo de las democracias. Por el contrario, existen en cualquier régimen, aunque fuera de las democracias se presentan como camarillas, a veces de carácter familiar y de intereses estrechísimos, y como luchas de camarillas por influir al soberano o al tirano, o hacerse con el control del poder por medio de la intriga u otras vías. Esta situación se da en cualquier régimen, de manera prácticamente necesaria. Parece claro, entonces, que someter los partidos al control público (no siempre se consigue, pero esa es la tendencia y la doctrina democrática), y obligarlos a justificar sus aspiraciones y sus actos bajo el fuego de la crítica, constituye un claro avance con respecto a situaciones cerradas de oscuras pugnas entre camarillas.

La democracia tiene su propia tendencia a la degradación, en forma de demagogia. Pero el triunfo de la demagogia acarrea el fin de la democracia, no es su manifestación típica. En el siglo pasado, la demagogia aunó una curiosa combinación de movilización de masas en pro de objetivos imposibles y bajo la ilusión de disponer de un poder directo para “decidir el propio destino”, la ilusión de una democracia más “auténtica”, “avanzada”, “de nuevo tipo”, “social”, etc. con su manipulación, precisamente, por grupos oscuros y fuera de cualquier control. El resultado fueron las peores dictaduras conocidas en la historia.

Las ideas y medidas políticas son por su propia naturaleza opinables, y ello ocurre inevitablemente en cualquier régimen concebible. Reconocer esto no equivale a afirmar la inexistencia de la verdad: significa solamente que ésta rara vez se presenta de forma indudable y a primera vista, y nunca un grupo o una idea llegan a poseerla de modo absoluto o permanente. De ahí la trascendencia de los mecanismos de formación de la opinión pública, a través de una pluralidad de medios de información y opinión. La discusión libre y la confrontación de posturas permite un acercamiento a la verdad y la eliminación del sofisma, en un proceso interminable, aunque a veces ello ocurra a costa de dolorosas experiencias. Pero la democracia, precisamente, al permitir la corrección, atenúa en principio las dañinas consecuencias de los errores, que en un sistema totalitario o simplemente cerrado terminan fácilmente en catástrofe.

Estas cosas parecen elementales y se han dicho muchas veces, pero conviene repetirlas de vez en cuando. Algunas personas aducen que ya vemos cómo en estos últimos años la demagogia y la falsificación de la historia se han impuesto con fuerza extraordinaria en España, han dado lugar a un predominio peligroso de, por ejemplo, los nacionalismos balcanizantes en algunas regiones, o a posturas dañinas para la libertad en el conjunto de España. Cierto, pero también observamos cómo esos hechos se deben tanto a la manipulación de la opinión pública como al desfallecimiento o falta de energía o de acierto que han manifestado durante muchos años quienes defendían posiciones más razonables y libres. Durante veinte años los nacionalistas o los socialistas han tenido vía casi totalmente libre para difundir su propaganda y combinar el victimismo, destinado a desarmar al adversario, con la imposición de sus programas abusando del poder —cosa muy propia de ellos—, mientras las voces discrepantes eran acalladas, a veces por los mismos que, en principio, debieran apoyarlas, como ha ocurrido sobre todo en Cataluña, o en el campo cultural en el conjunto del país.

No obstante, mientras permanezcan las libertades, la reacción es posible, como también estamos viendo, y si alguien que ve o dice ver el peligro, no actúa en consecuencia con suficiente empeño, tampoco podrá quejarse del triunfo de la demagogia ni acusar a la democracia de traicionar la verdad.

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