El argumento es holístico y colectivista, no se detalla ni se distingue a nivel individual. Los presuntos daños y los costes de minimizarlos se agregan, con lo que se aparenta que los sufre la sociedad en su conjunto, y casi se insinúa que el problema atañe a todos por igual: se oculta así la realidad de que no todo el mundo está igualmente afectado y no todo el mundo contribuye igual al rescate. Son en realidad los grupos de interés más afectados por la crisis quienes reclaman la ayuda, pero pretenden hacerlo en nombre de todos. La realidad es que los grupos de presión reciben beneficios concentrados, cuyo coste se diluye entre el conjunto de la población.
La colectivización tiene el problema de la dificultad (o imposibilidad) de asignación de responsabilidades, al no estar separados los ámbitos de decisión (propiedad privada): es difícil conocer, y premiar o castigar, a quienes hayan producido valor, o lo hayan destruido, y en qué medida. La colectivización puede ser una propuesta ingenua de algunos moralistas incautos y honestos, pero también es una gran oportunidad para parásitos, depredadores, cazadores de rentas, vagos, irresponsables e incompetentes varios que no quieren que se note qué es lo que realmente están haciendo.
Los costes que se asumen en la intervención son seguros y presentes, mientras que los beneficios son supuestos y futuros. Los defensores de la intervención son profetas de las peores calamidades ante los ignorantes, o aparentan más sensatez y utilizan análisis de costes y beneficios ante los mejor informados. Pero normalmente los costes reales de la intervención suelen exceder con mucho lo previsto, y nunca llega a conocerse la magnitud del desastre anunciado, ya que no se permite que se produzca. Los seres humanos tienden a cometer errores de exceso de precaución (más vale actuar ante falsas amenazas que no detectar peligros reales), y los gobernantes prefieren pecar de prudentes (no son ellos quienes pagan los costes) antes que asumir la posibilidad de ser responsabilizados de algún problema.
El riesgo moral es el cambio en la conducta humana ante ciertas protecciones o garantías institucionales: el estar asegurado contra algo incentiva la toma de riesgos en ese ámbito. Si una empresa sabe (formal o informalmente) que el Gobierno no deja que las empresas grandes quiebren, tendrá incentivos para primero crecer (para así acceder a esas posibles ayudas) y segundo comportarse de forma irresponsable (asumir mayores riesgos ya que los beneficios se privatizan pero las pérdidas se socializan). Ayudar a las organizaciones que son demasiado grandes para caer tiende a incrementar la cantidad y la mala conducta de dichas organizaciones.
Los problemas sociales suelen ser causados por intervenciones estatales coactivas, pero el Gobierno busca chivos expiatorios para distraer la atención y se ofrece como la única solución: los políticos pretenden que en realidad no quieren interferir, pero que cumplen responsablemente con su deber como clase dirigente sabia y bondadosa; en realidad, aprovechan las crisis para incrementar su poder (pretendiendo que es algo temporal que luego en realidad difícilmente desaparece), y no permiten que las personas resuelvan de forma espontánea y libre los problemas por sí mismas, aprendiendo de sus errores. Si la intervención estatal no arregla el problema, se alega que habría sido aún peor no intervenir. Nunca se establecen a priori criterios objetivos que permitan establecer el éxito o el fracaso de la intervención. Y la intervención actual siembra las semillas de la crisis futura, con lo cual el ciclo se realimenta y mantiene.
Un argumento especialmente perverso para evitar que algunas empresas quiebren es que en algunas circunstancias las quiebras pueden resultar desordenadas. Parte de la culpa de estas dificultades puede deberse a un entorno de crisis económica, pero la razón esencial de la falta de calidad de los procesos de quiebra es que la justicia encargada de las mismas es estatal: no existe competencia empresarial en la provisión de servicios de disolución y liquidación de organizaciones económicas. La legislación es la misma para todos y los encargados de ejecutarla son funcionarios.
Además de demasiado grandes, algunas organizaciones se presentan como demasiado interconectadas como para dejarlas caer. Si fracasan arrastrarán consigo a otras con las que tienen estrechas relaciones y pagarán justos por pecadores. Además, hay un riesgo de derrumbe de todo el sistema si las caídas van unas detrás de otras. Este argumento también es holístico, colectivista: no todas las organizaciones están igualmente conectadas unas a otras, las relaciones de interdependencia son muy variadas. Existe igualmente el riesgo moral de que, al asegurar la protección de las organizaciones interconectadas, éstas tenderán a interconectarse más y comportarse peor.
Toda relación tiene un riesgo de contraparte: la otra parte puede incumplir lo pactado, lo estipulado en el contrato, lo que se espera de ella, o incluso podría quebrar y dejar de existir. Los agentes económicos responsables y competentes tienen esto en cuenta y establecen las restricciones y garantías que consideran adecuadas (protecciones, cortafuegos): de este modo no solo controlan sus propias acciones, sino que también intentan influir sobre las conductas de otros agentes de los cuales dependen y cuyo fracaso puede dañarlos.
No existe un nivel de interconexión óptimo a priori. Dentro de la propia empresa, las interconexiones son más intensas y duraderas (y la empresa y sus componentes triunfan o fracasan en conjunto, como una unidad); entre empresas, y entre empresas y clientes y proveedores, las relaciones pueden ser menos intensas y duraderas. Las empresas se fusionan o segregan y se asocian unas con otras según decisiones de sus directivos y accionistas, que buscan mediante prueba y error formas óptimas de organización y creación de valor. No existen garantías absolutas del éxito de ninguna decisión empresarial; es posible aprender de los aciertos y de los errores, pero este proceso se imposibilita si no se asumen los beneficios producidos por los aciertos y los perjuicios causados por las equivocaciones. Cada persona (capitalistas, empresarios, directivos, trabajadores) tiene una responsabilidad local al decidir dónde trabaja y con quién se relaciona y cómo, y debe aceptar las consecuencias de sus elecciones.
© AIPE
FRANCISCO CAPELLA, director del área de Ciencia y Ética del Instituto Juan de Mariana.
La colectivización tiene el problema de la dificultad (o imposibilidad) de asignación de responsabilidades, al no estar separados los ámbitos de decisión (propiedad privada): es difícil conocer, y premiar o castigar, a quienes hayan producido valor, o lo hayan destruido, y en qué medida. La colectivización puede ser una propuesta ingenua de algunos moralistas incautos y honestos, pero también es una gran oportunidad para parásitos, depredadores, cazadores de rentas, vagos, irresponsables e incompetentes varios que no quieren que se note qué es lo que realmente están haciendo.
Los costes que se asumen en la intervención son seguros y presentes, mientras que los beneficios son supuestos y futuros. Los defensores de la intervención son profetas de las peores calamidades ante los ignorantes, o aparentan más sensatez y utilizan análisis de costes y beneficios ante los mejor informados. Pero normalmente los costes reales de la intervención suelen exceder con mucho lo previsto, y nunca llega a conocerse la magnitud del desastre anunciado, ya que no se permite que se produzca. Los seres humanos tienden a cometer errores de exceso de precaución (más vale actuar ante falsas amenazas que no detectar peligros reales), y los gobernantes prefieren pecar de prudentes (no son ellos quienes pagan los costes) antes que asumir la posibilidad de ser responsabilizados de algún problema.
El riesgo moral es el cambio en la conducta humana ante ciertas protecciones o garantías institucionales: el estar asegurado contra algo incentiva la toma de riesgos en ese ámbito. Si una empresa sabe (formal o informalmente) que el Gobierno no deja que las empresas grandes quiebren, tendrá incentivos para primero crecer (para así acceder a esas posibles ayudas) y segundo comportarse de forma irresponsable (asumir mayores riesgos ya que los beneficios se privatizan pero las pérdidas se socializan). Ayudar a las organizaciones que son demasiado grandes para caer tiende a incrementar la cantidad y la mala conducta de dichas organizaciones.
Los problemas sociales suelen ser causados por intervenciones estatales coactivas, pero el Gobierno busca chivos expiatorios para distraer la atención y se ofrece como la única solución: los políticos pretenden que en realidad no quieren interferir, pero que cumplen responsablemente con su deber como clase dirigente sabia y bondadosa; en realidad, aprovechan las crisis para incrementar su poder (pretendiendo que es algo temporal que luego en realidad difícilmente desaparece), y no permiten que las personas resuelvan de forma espontánea y libre los problemas por sí mismas, aprendiendo de sus errores. Si la intervención estatal no arregla el problema, se alega que habría sido aún peor no intervenir. Nunca se establecen a priori criterios objetivos que permitan establecer el éxito o el fracaso de la intervención. Y la intervención actual siembra las semillas de la crisis futura, con lo cual el ciclo se realimenta y mantiene.
Un argumento especialmente perverso para evitar que algunas empresas quiebren es que en algunas circunstancias las quiebras pueden resultar desordenadas. Parte de la culpa de estas dificultades puede deberse a un entorno de crisis económica, pero la razón esencial de la falta de calidad de los procesos de quiebra es que la justicia encargada de las mismas es estatal: no existe competencia empresarial en la provisión de servicios de disolución y liquidación de organizaciones económicas. La legislación es la misma para todos y los encargados de ejecutarla son funcionarios.
Además de demasiado grandes, algunas organizaciones se presentan como demasiado interconectadas como para dejarlas caer. Si fracasan arrastrarán consigo a otras con las que tienen estrechas relaciones y pagarán justos por pecadores. Además, hay un riesgo de derrumbe de todo el sistema si las caídas van unas detrás de otras. Este argumento también es holístico, colectivista: no todas las organizaciones están igualmente conectadas unas a otras, las relaciones de interdependencia son muy variadas. Existe igualmente el riesgo moral de que, al asegurar la protección de las organizaciones interconectadas, éstas tenderán a interconectarse más y comportarse peor.
Toda relación tiene un riesgo de contraparte: la otra parte puede incumplir lo pactado, lo estipulado en el contrato, lo que se espera de ella, o incluso podría quebrar y dejar de existir. Los agentes económicos responsables y competentes tienen esto en cuenta y establecen las restricciones y garantías que consideran adecuadas (protecciones, cortafuegos): de este modo no solo controlan sus propias acciones, sino que también intentan influir sobre las conductas de otros agentes de los cuales dependen y cuyo fracaso puede dañarlos.
No existe un nivel de interconexión óptimo a priori. Dentro de la propia empresa, las interconexiones son más intensas y duraderas (y la empresa y sus componentes triunfan o fracasan en conjunto, como una unidad); entre empresas, y entre empresas y clientes y proveedores, las relaciones pueden ser menos intensas y duraderas. Las empresas se fusionan o segregan y se asocian unas con otras según decisiones de sus directivos y accionistas, que buscan mediante prueba y error formas óptimas de organización y creación de valor. No existen garantías absolutas del éxito de ninguna decisión empresarial; es posible aprender de los aciertos y de los errores, pero este proceso se imposibilita si no se asumen los beneficios producidos por los aciertos y los perjuicios causados por las equivocaciones. Cada persona (capitalistas, empresarios, directivos, trabajadores) tiene una responsabilidad local al decidir dónde trabaja y con quién se relaciona y cómo, y debe aceptar las consecuencias de sus elecciones.
© AIPE
FRANCISCO CAPELLA, director del área de Ciencia y Ética del Instituto Juan de Mariana.