Para una sección importante de la teoría de la elección racional, uno de cuyos más notables representantes es el filósofo noruego-americano Jon Elster, la toma de decisiones y la resolución de conflictos no tiene por qué afrontarse desde la sola perspectiva de la deliberación abstracta, como sostiene con cínica sonrisa el pensamiento único del doctrinario socialista. Existen otras vías: “Cuando un grupo de individuos iguales tiene que tomar una decisión acerca de una cuestión que les concierne a todos, y cuando la distribución inicial de opiniones no obtiene consenso, pueden sortear el obstáculo de tres maneras diferentes: discutiendo, negociando o votando” (La democracia deliberativa).
Hoy, España no sólo contempla una situación de falta de real consenso, sino que sobrevive en un estricto y severo escenario de conflicto civil. Hasta ahora, latente, soterrado y localizado; ahora mismo, patente, manifiesto y generalizado. Las cosas están así de crudas: o se rompe España con el Plan Ibarreche-ETA o se desmiembra con planes alternativos, a saber: el Plan Maragall, con Carod-ETA, para Cataluña (como segunda posibilidad, CiU, o sea: más nacionalismo) y el Plan Guevara del PSE, junto a, presumiblemente, IU y Batasuna (ETA, sin remedio), para el País Vasco. Sea como sea, con el plan o con el rataplán, la banda criminal en fase terminal pasa a convertirse en el actor principal de este docudrama que todavía se conoce como Nación española.
Que esta debacle, tras décadas de contención, se haya activado en menos de un año, tras el mayor atentado terrorista que ha conocido España y con el consentimiento, y aun el empuje, de un Ejecutivo que prometió solemnemente alejar a España de la guerra, envolverla con el celofán de la paz y la seguridad y entre los algodones de una existencia sin conflictos, no deja de ser un sombrío sarcasmo que oscurece el horizonte. Pero no acaban ahí las paradojas. Los consensos en marcha –en realidad, el reparto del botín tras el asalto plural a la Nación– se traman dejando explícitamente al margen al primer partido de la oposición, a media España, el cual sólo cuenta para votar su propia exclusión, pactar su propia ruina y resignarse a la práctica desaparición pública.
¿Qué camino tomar? ¿Debatir, negociar o votar? He aquí la cuestión. Consideremos, en primer lugar, la iniciativa de la discusión o el debate. José Luis Rodríguez, repitiendo los apuntes sobre democracia deliberativa y ciudadanista que le pasan sus asesores universitarios, dice confiar en la vía de la “política” para frenar el Plan Ibarreche. Para tal fin, elude la vía judicial –principalmente, el recurso ante el Tribunal Constitucional que revele la ilegalidad del acto vertido en el Parlamento vasco– y muestra su preferencia por debatir “con claridad y una sonrisa” en la sede de la soberanía nacional nada menos que un documento que la ultraja. Singularidades del nacionalismo. ¿Más contrariedades, todavía? A esta cita, tanto el Gobierno nacional como el autonómico, ya han anunciado a priori el desenlace. El PSOE, contando –vale decir, por descontado– con los votos del PP, da por hecho que el Plan Ibarreche no prosperará en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo. Ibarreche, por su parte, y para no quedarse a la zaga en sensibilidad deliberativa, avisa que no es traidor, y que pase lo que pase en las Cortes españolas él no acatará lo que allí se sancione. Nada nuevo: maniobras de dilación y estrategias de distracción. Parlamentarismo de opereta. Pero, tras la representación, ¿tendremos que tragarnos además nuevas lecciones sobre las virtudes ciudadanistas de la deliberación, el debate y el diálogo?
Entonces, ¿qué? ¿Negociamos? La respuesta socialista es obvia: con unos, sí, pero con otros, no. La negociación no es otra cosa que un neto toma y daca: oferta y presión, por un parte, y respuesta con una contraoferta y su correspondiente presión, por la otra. A ver quién gana. El PSOE no negocia con el PP por ser su enemigo político mortal, el cual no sirve más que para votar cuando a aquél le convenga. Con el PNV sólo negocia asuntos de calendario y tempo, pero no sobre la naturaleza de la cosa, pues es un competidor electoral. ¿Se entiende ya de qué va esto? Si los socialistas rechazan el Plan Ibarreche no es porque lo juzguen inconveniente, sino porque no es suyo: el suyo es el Plan Guevara; en realidad, de la facción nacionalista conchabada con el PSE, o sea, el social-nacionalismo. Suyo es también, y por lo mismo, el Plan Maragall. José Luis Rodríguez es presidente por accidente, pero, sobre todo, hombre de partido. He aquí su plan. Dejado a un lado CiU, con la “pacificación” de ETA garantizada por Carod y con Maragall de maestro de maniobras, el “conflicto catalán” está resuelto. Dejado al otro lado de la ría al PNV, ganándoles por la izquierda en nacionalismo y con un embajador durmiente de la cuerda socialista (¿un experto o sabio sorpresa?) presto a pactar con la banda etarra, el “conflicto vasco” se da por concluido. He aquí la clave: con el PSOE en el poder y el PP maniatado, otra España es posible. A falta de pan, buenas son tortas.
Para desgracia socialista, en la democracia liberal, sin votos no hay legitimación política. Es momento, pues, de considerar el peso y el precio del voto. Las votaciones, ordenadas en función de las previsiones y la aritmética, ofrecen a menudo conclusiones chocantes. El “sí” para el referéndum sobre el Tratado europeo del 20-F se da por hecho, al contar con la suma de votos de los dos grandes partidos del arco parlamentario, PSOE y PP. ¿Ven qué fácil? ¿Por qué esa unidad no vale para detener cualquier plan rompedor de la Nación? Sencillamente porque un partido, el PSOE, no quiere. Y no es que no pueda. Es que no quiere.