Proporciona excelentes piezas, generalmente sabrosísimas aunque haya bastante gente que, por ser lo que es, sienta una imposibilidad visceral –y nunca mejor dicho– de comer esas cosas.
Pero hoy queremos ir aún más allá. Porque, ¿dónde clasificamos a lo que llamamos normalmente "chicharrones"? Pues, si llamamos "porquerías", como los franceses llaman "cochonailles", a los muy diversos resultados del despiece del puerco, he de reconocer que los chicharrones son una de mis "porquerías" favoritas.
Dice el Diccionario que un chicharrón es el "residuo de las pellas del cerdo después de derretida la manteca". A esos chicharrones me refiero, no a los que también menciona, en quinto lugar, el DRAE, que son el "fiambre formado por trozos de carne de distintas partes del cerdo, prensado en moldes", y cuya máxima expresión es, para mí, el fiambre llamado "cabeza de jabalí", que no suele tener nada de ese animal y sí mucho de cerdo doméstico; de éste hay buenas marcas en el mercado, pero nada como hacerlo en casa.
Como los chicharrones-chicharrones. Para mí, uno de los grandes sabores de la matanza, de esa matanza que comienza por San Martín. Me gusta, cuando me coincide estar en una casa que ha hecho matanza, ver cómo se prepara la manteca de cerdo; y yo llamo chicharrones a los residuos sólidos que deja esa operación.
Angel Muro se refiere a ellos como "caspicias". Me gustó la palabrita, y la fui a mirar. Es esto: "resto, sobras sin ningún valor". Ah, no, señor Muro: los chicharrones puede que sean restos de la elaboración de la manteca, pero de ahí a no adjudicarles "ningún valor" va un abismo.
A mí, ya digo, me gustan mucho. Fríos, como es habitual hallarlos en tantas tascas gallegas, o calientes. Me gusta comerlos con un buen pan, saboreando al tiempo el placer de la transgresión de todas las normas médico-dietético-nutricionales al uso; cuando uno come algo que todo el mundo se empeña en decir que no debe comerse, le sabe doblemente rico.
Chicharrones de cerdo... o de pato, seguramente tan llenos del temido colesterol como los del cuadrúpedo que fue base de la dieta cristiana durante muchos siglos. Con la piel del pato se puede preparar unos "chicharrones" -son, más bien, cortezas- deliciosos y, al tiempo, conseguir un poco de grasa de pato que, como la manteca de cerdo, puede que no pase por un momento de máxima popularidad, pero...
Ustedes, vamos a suponer, se han hecho con lo que llamamos "magret" de pato. O sea: una o varias pechugas. Con piel. Sigamos suponiendo que dicha piel no es ingrediente necesario en la receta a la que van a someter a esas pechugas. Bien: miel sobre hojuelas. Quítensela, y córtenla en pedazos.
Pongan al fuego un cazo, mejor de los que son más hondos que anchos. Introduzcan en él, sin más requisitos, los trozos de piel de pato, y esperen. No se preocupen: no esperarán demasiado. La piel irá soltando toda su grasa, que es bastante. Y, como era de esperar, esa grasa, al calentarse, sirve de medio de, de alguna manera, freír las partes sólidas de la piel, las "caspicias", que diría Muro.
Cuando observen que esas partes sólidas tienen un aspecto y un color apetitosos, retírenlas de la grasa, pónganles unas arenitas de sal y... adentro. Ya verán qué cosa más rica. La grasa, claro, la guardarán ustedes para, no sé, saltear unas verduritas o freír unas patatas para guarnición de la pechuga propiamente dicha.
Hoy apenas se usan la manteca de cerdo, la grasa de pato. La clase médica las ha proscrito y, qué duda cabe, el mejor excipiente para freír es el aceite virgen. Pero de vez en cuando es bueno echar la mirada atrás y hacer algo con esas dos materias grasas tan usadas -sobre todo la primera- en la cocina de otros tiempos, unos tiempos en los que ni había aceite de oliva en todas partes ni -reconozcámoslo- el que había tenía la calidad del que usamos ahora.
Y, sobre todo, que de la elaboración de ambas grasas resultan unas caspicias sabrosísimas, que son los chicharrones, a los que se parece bastante, sin ser exactamente lo mismo, lo que los franceses entienden por "rillettes". La ortodoxia actual tiene proscritas esas grasas, esos chicharrones. Sean alguna vez heterodoxos, y dense un homenaje con estos sabores casi olvidados.