De hecho, en el curso de una investigación paralela, se llegó a la conclusión de que el crimen había sido cometido por una tal Vera Cherebiak cuyos hijos —que murieron en el curso del proceso— frecuentaban la compañía del asesinado.
El crimen, un delito común, habría sido disfrazado de asesinato ritual por los asesinos con la intención de cargarlo sobre las espaldas de los judíos. Desde la mentalidad rusa, semejante posibilidad ni siquiera se hubiera planteado; desde la de un católico polaco era totalmente verosímil porque formaba parte del acervo de creencias transmitido durante siglos. Con todo, posiblemente, no se hubiera planteado tampoco ante un tribunal de no darse las circunstancias ya mencionadas.
El proceso se abrió en un clima especialmente tenso en el que, de manera bien significativa, las izquierdas acusaban de reaccionario al gobierno del zar mientras que los conservadores insistían en que se aclarara la verdad y no se aprovechara la ocasión para inculpar a todos los judíos. La vista duró un mes, de septiembre a octubre de 1913. Se citó a 213 testigos, de los que comparecieron 185 y, sobre todo, tuvo un especial interés el dictamen de los expertos sobre la práctica del crimen ritual. El rabino Maze, especialista en el Talmud, negó, por supuesto, esa posibilidad y lo mismo hizo el profesor I. Troitsky, de la academia teológica de San Petersburgo, designado expresamente por la iglesia ortodoxa rusa. Troitsky insistió en que la acusación de asesinato ritual nunca había sido creída por la iglesia ortodoxa y que resultaba propia del mundo católico. De hecho, lo cierto es que históricamente los agentes de la policía zarista habían sofocado desde hacía años los rumores que surgían al respecto en ciertas partes del imperio precisamente para evitar estallidos antisemitas basados en esa falsedad.
De acuerdo con una reforma judicial aprobada en la época del zar Alejandro II, el liberador de los siervos, el proceso fue juzgado por un jurado compuesto mayoritariamente de campesinos, algunos funcionarios y miembros de la clase media. A pesar de lo pesado del procedimiento, los jurados no tuvieron dudas. No había ninguna prueba que relacionara a Beyliss con el crimen y, por lo tanto, se pronunciaron en favor de la absolución. El desdichado judío fue puesto inmediatamente en libertad.
Ahí quedó todo porque no se continuaron las investigaciones y el caso no llegó a resolverse. Sí se concibió el proyecto de levantar una capilla en el lugar donde había sido encontrado el cadáver del niño pero la idea fue frenada nada menos que por el zar Nicolás II siguiendo consejos de Rasputin. Así, Rusia no tuvo que asumir el oprobio de santificar lugares donde, supuestamente, se había cometido un crimen ritual como fue, por ejemplo, el caso del Santo Niño de la Guardia que tanto influiría en la expulsión de los judíos de España en 1492.
El asunto Beyliss tuvo una interesante conclusión. Beyliss abandonó Rusia y llegó a Palestina con su familia. En 1920, marchó a Estados Unidos. Murió a los sesenta años en los alrededores de Nueva York. En 1919, tuvo lugar en Kiev el proceso de Vera Cherebiak. El zarismo había desaparecido y el poder soviético no estaba dispuesto a respetar las garantías judiciales del régimen fenecido. La mujer fue juzgada durante cuarenta minutos —por supuesto, sin jurado— en los locales de la Cheká de Kiev. Del interrogatorio se encargaron únicamente chekistas judíos que la insultaron, le arrancaron la ropa y la golpearon con sus armas. Aún así, Vera Cherebiak se negó a confesar que hubiera sido la causante del crimen. La fusilaron en el acto. No sería la única persona relacionada con el proceso que desaparecería durante aquellos años en manos de los comunistas.
El proceso Beyliss fue extraordinariamente utilizado para atacar al gobierno del zar durante años, tanto en Rusia como en el extranjero. Se presentó como una muestra no sólo de su carácter reaccionario y opresor de las libertades sino también de su antisemitismo. Sin embargo, la verdad histórica fue muy diferente. El origen de la acusación de crimen ritual no tuvo nada que ver ni con rusos ni con ortodoxos y, de hecho, hoy por hoy, la responsabilidad cabe atribuirla a católicos polacos que lanzaron el bulo para cubrir un delito común y que se vieron además apoyados por otros católicos polacos como uno de los instructores de la causa. Por añadidura, el sistema judicial funcionó correctamente absolviendo a un inocente a pesar del clima creado por las acusaciones de crimen ritual y aunque el jurado estaba formado en su mayoría por campesinos iletrados. No sólo se trató de las instituciones judiciales sino también de las académicas y de las pertenecientes a la iglesia ortodoxa. En ningún caso se sustentó el mito del asesinato ritual sino que se insistió en su cruel falacia y en que el predicamento que había recibido en el mundo católico carecía de paralelos en la iglesia ortodoxa rusa.
No deja de ser significativa en este caso la comparación con otro caso que tuvo lugar en 1913-15 en Atlanta, Estados Unidos. Nos referimos al caso del judío Leo Frank, al que se acusó de violar y asesinar a una niña. En ese caso, a pesar de que tampoco había pruebas, el jurado no lo absolvió sino que lo condenó a la horca. La defensa apeló pero antes de que se examinara el recurso, la turba asaltó la cárcel en la que se encontraba Frank y, apoderándose de él, lo ahorcó. Debe reconocerse que, siquiera por esta vez, la justicia del zar —y el comportamiento de no pocos de sus súbditos— se mostró muy superior no sólo a la que durante siglos había consagrado la horrible fábula del crimen ritual en la Europa católica sino también a la contemporánea de Estados Unidos.