Como han estudiado los economistas de la Escuela Austriaca, los seres humanos presentamos una preferencia temporal positiva; es decir: a igualdad de condiciones, preferimos disponer de un bien hoy antes que mañana. Hay gente que da al presente mucha más importancia que al futuro, que considera muy alejado en el tiempo. Como diría Keynes, a largo plazo, todos muertos. Se trata de los cortoplacistas.
Por otro lado, algunos economistas políticos han analizado lo difícil que puede resultar arrebatar unos determinados privilegios a quienes están disfrutando de ellos. Y es que nos cuesta resignarnos a ceder posiciones, aun cuando ello pudiera resultar necesario a la sociedad.
La difícil situación económica actual ha dado relieve a estas actitudes, que, me atrevería a decir, son parte inherente de la naturaleza humana.
El cortoplacismo se manifiesta en el intento de solucionar los problemas de hoy casi a cualquier coste, con independencia de lo que suceda mañana. Parece que el horizonte temporal de nuestra sociedad se haya reducido todavía más con esta crisis. Buena parte de los economistas reconocen los perjudiciales efectos que sobre el medio y el largo plazo pueden tener las agresivas medidas políticas aplicadas desde 2007, si bien un notable subgrupo piensa que han sido necesarias para evitar una situación mucho peor en el corto plazo.
El prestigioso teórico del crecimiento económico Daron Acemoglu advertía el pasado año en Econtalk que su máxima preocupación en esos momentos era que se hicieran cosas que pudieran perjudicar a los determinantes del crecimiento a largo plazo, que son las bases reales de la prosperidad futura. Afirmaba que una recesión severa que afectase negativamente al PIB en 3 ó 4 puntos no era nada si se la comparaba con el sacrificio del largo plazo. A su juicio, el verdadero peligro radicaba en la toma de medidas que, por tratar de salvar un 1% del PIB del año en curso, sacrificaran un 1% en el crecimiento de dicha magnitud durante un periodo largo del tiempo.
Ni que decir tiene que el panorama es mucho más oscuro cuando no sabemos con certeza si los estímulos públicos y la expansión monetaria están verdaderamente atenuando la recesión o si, por el contrario, no están sino agravándola. Y es que salvar la economía puede ser realmente perjudicial.
Veamos ahora lo de las resistencias a aceptar la cruda realidad. Durante años vivimos muy por encima de nuestras posibilidades, y ahora tenemos que hacer determinados sacrificios y dolorosos ajustes para salir del hoyo. No es fácil aceptar que buena parte de nuestra riqueza descansaba en una burbuja y en unas condiciones artificiales creadas por las oligarquías financieras y la banca central. Pero es lo que hay, y el no querer verlo no puede sino hacernos daño.
Quizás el caso más paradigmático de esto sea lo que está sucediendo en Grecia. La crisis ha desvelado la realidad económica de ese país, y la irresponsabilidad fiscal de sus autoridades. Ahora les toca corregir los errores, sanear como puedan –probablemente tarde, deprisa y mal– las cuentas públicas. Es cuestión de vida o muerte para los griegos: está en juego la propia viabilidad económica de su estado. Y sin embargo, los sindicatos, tanto en el sector público como en el privado, muestran una resistencia casi total al tipo de medidas que son absolutamente necesarias para la reducción drástica del déficit público. Ya han paralizado el país con huelgas generales y disturbios en diversas ocasiones.
Es duro aceptar la realidad, pero a los griegos no les queda otra. Sus sindicatos parecen no querer abrir los ojos y seguir manteniendo sus posiciones, por mucho que el país y el mundo se derrumben.
Mucho me temo que, en España, la actitud de algunos agentes sociales no sería muy distinta a la de los sindicalistas griegos en caso de que el gobierno Zapatero se digne, tarde y mal, a reconocer la realidad, recorte en serio el déficit público y emprenda reformas trascendentales, como la del mercado laboral.
A pesar de que los casos sean distintos, como la política económica siga por tan nefastos derroteros podríamos vernos en problemas similares a los que tienen planteados los griegos.
Por otro lado, algunos economistas políticos han analizado lo difícil que puede resultar arrebatar unos determinados privilegios a quienes están disfrutando de ellos. Y es que nos cuesta resignarnos a ceder posiciones, aun cuando ello pudiera resultar necesario a la sociedad.
La difícil situación económica actual ha dado relieve a estas actitudes, que, me atrevería a decir, son parte inherente de la naturaleza humana.
El cortoplacismo se manifiesta en el intento de solucionar los problemas de hoy casi a cualquier coste, con independencia de lo que suceda mañana. Parece que el horizonte temporal de nuestra sociedad se haya reducido todavía más con esta crisis. Buena parte de los economistas reconocen los perjudiciales efectos que sobre el medio y el largo plazo pueden tener las agresivas medidas políticas aplicadas desde 2007, si bien un notable subgrupo piensa que han sido necesarias para evitar una situación mucho peor en el corto plazo.
El prestigioso teórico del crecimiento económico Daron Acemoglu advertía el pasado año en Econtalk que su máxima preocupación en esos momentos era que se hicieran cosas que pudieran perjudicar a los determinantes del crecimiento a largo plazo, que son las bases reales de la prosperidad futura. Afirmaba que una recesión severa que afectase negativamente al PIB en 3 ó 4 puntos no era nada si se la comparaba con el sacrificio del largo plazo. A su juicio, el verdadero peligro radicaba en la toma de medidas que, por tratar de salvar un 1% del PIB del año en curso, sacrificaran un 1% en el crecimiento de dicha magnitud durante un periodo largo del tiempo.
Ni que decir tiene que el panorama es mucho más oscuro cuando no sabemos con certeza si los estímulos públicos y la expansión monetaria están verdaderamente atenuando la recesión o si, por el contrario, no están sino agravándola. Y es que salvar la economía puede ser realmente perjudicial.
Veamos ahora lo de las resistencias a aceptar la cruda realidad. Durante años vivimos muy por encima de nuestras posibilidades, y ahora tenemos que hacer determinados sacrificios y dolorosos ajustes para salir del hoyo. No es fácil aceptar que buena parte de nuestra riqueza descansaba en una burbuja y en unas condiciones artificiales creadas por las oligarquías financieras y la banca central. Pero es lo que hay, y el no querer verlo no puede sino hacernos daño.
Quizás el caso más paradigmático de esto sea lo que está sucediendo en Grecia. La crisis ha desvelado la realidad económica de ese país, y la irresponsabilidad fiscal de sus autoridades. Ahora les toca corregir los errores, sanear como puedan –probablemente tarde, deprisa y mal– las cuentas públicas. Es cuestión de vida o muerte para los griegos: está en juego la propia viabilidad económica de su estado. Y sin embargo, los sindicatos, tanto en el sector público como en el privado, muestran una resistencia casi total al tipo de medidas que son absolutamente necesarias para la reducción drástica del déficit público. Ya han paralizado el país con huelgas generales y disturbios en diversas ocasiones.
Es duro aceptar la realidad, pero a los griegos no les queda otra. Sus sindicatos parecen no querer abrir los ojos y seguir manteniendo sus posiciones, por mucho que el país y el mundo se derrumben.
Mucho me temo que, en España, la actitud de algunos agentes sociales no sería muy distinta a la de los sindicalistas griegos en caso de que el gobierno Zapatero se digne, tarde y mal, a reconocer la realidad, recorte en serio el déficit público y emprenda reformas trascendentales, como la del mercado laboral.
A pesar de que los casos sean distintos, como la política económica siga por tan nefastos derroteros podríamos vernos en problemas similares a los que tienen planteados los griegos.