Escribieron en un cuaderno un borrador para una ceremonia de seis días. Es la base del homenaje que ha recibido Reagan en California y en Washington. Fue meticulosamente diseñado durante años por dos jóvenes colaboradores de los primeros años de la Presidencia. Como el propio Reagan, llegaron a Washington como dos outsiders y entendían a la perfección la naturalidad con la que Reagan sabía proyectar su imagen pública. “Era un actor”, ha declarado uno de ellos, “y comprendía que debía haber alguien que se encargara de las luces, otro del decorado y otro que escribiera el guión.”
El resultado ha sido una de las ceremonias públicas más hermosas a las que tendremos ocasión de asistir nunca. La figura de Reagan, el presidente que derrotó al comunismo y devolvió la confianza a América, ha quedado así grabada en la memoria como lo que fue: uno de los grandes hombres de la historia de Estados Unidos y de la historia del mundo. Ahora se discute si se esculpirá su rostro en Mount Vernon, si se estampará su efigie en las monedas de diez céntimos, o si Hamilton o Jackson habrán de dejarle sitio en los billetes de diez o de veinte dólares. ¿Exagerado? Habría que preguntar a todas las personas que hicieron cola para rendirle homenaje, o a los telespectadores que siguieron la transmisión de la ceremonia, o, por qué no, a los millones de personas que se vieron libres del comunismo gracias a su empeño.
Las elites progresistas seguirán criticando y haciendo como que se burlan de las ceremonias de adiós a Reagan. Pura envidia. A ninguno de ellos se le despedirá nunca con la millonésima parte de emoción y de esplendor. La mezquindad que siempre han demostrado tendrá su pago cuando les llegue el momento, como ahora lo ha tenido la generosidad del presidente Reagan.
¿Por qué tanta popularidad? Reagan fue un conservador exagerado, sin miedo a la simplificación (ver “Liberalism, Conservatism, Reaganism”, en The Wall Street Journal Europe, 08.06.04). No es que desconfiara de la acción del Estado; es que la juzgaba maligna: el Gobierno era —directamente— el enemigo. No sólo prefería la libertad a la igualdad; es que la libertad le parecía el valor básico, el único que todos los seres humanos comparten por igual. Y no sólo era patriota; es que hacía del espíritu de América —la célebre “ciudad en la colina” de la que tanto le gustaba hablar— un culto, una inspiración constante.
Pero también era un liberal de verdad, un liberal clásico. Fue un optimista incurable. La palabra imposible no estaba en su vocabulario; él mismo era la prueba viviente de que se puede llegar a hacer todo lo que uno se propone de verdad. Tampoco respetaba las jerarquías, ni las convenciones, ni los límites que nos quieren imponer en nombre de la sabiduría de los siglos pretéritos. La política no era para él el instrumento de la virtud, ni la presidencia la ocasión de dar lecciones de conducta. Era creyente, pero relajado en la práctica religiosa. Nunca mezcló la religión con el poder. Quiso como un eterno adolescente a Nancy, su mujer, pero estaba divorciado y mantuvo una relación distante con sus hijos. Tanto él como su esposa se especializaron en escandalizar a los puritanos demócratas del ancien régime de Carter. Celebró un baile inaugural fastuoso y fue el primer presidente que invitó a una pareja gay a pasar una noche en la Casa Blanca. Le gustaba divertirse, pasárselo en grande. Ni que decir tiene que cualquier sombra de elitismo le repelía. Siempre se fió más de los empresarios, de los trabajadores, de la gente común que de los intelectuales y los universitarios. Y aunque dio una gran importancia a las ideas y patrocinó numerosos centros de pensamiento, el buen humor y una elegancia innata borraban cualquier aspereza ideológica.
Fue un auténtico conservador liberal, y todos, conservadores y liberales, neos o no, le deben (le debemos) en buena medida la forma que tenemos de ver el mundo. ¿Cómo fue posible esa síntesis? Hay quien dice que la propició el espíritu americano: el legado de Reagan se identifica, efectivamente, con América. No hay más que ver las dificultades por las que ha pasado el legado de su amiga la gran Margaret Thatcher para darse cuenta. Otros hablan de su carácter. Las dos afirmaciones son verdad. También lo es que Ronald Reagan encarnó de forma excepcional una perfecta síntesis de libertad y tradición. Lo raro no es la combinación en sí. Lo raro es que tenga la capacidad de llegar hasta donde Reagan la llevó, y que desde allí le fuera dado cambiar la realidad de una forma casi ideal: sin violentarla nunca, como si fuera la cosa más fácil del mundo. Eso es lo que resulta milagroso en Reagan y lo que explica que la despedida, tan apesadumbrada en algunos momentos, haya estado llena de confianza.