El conflicto nace quizá de la tendencia de los deseos humanos a imponerse de modo absoluto, chocando los de cada persona con los del prójimo, e imponiendo restricciones a veces muy dolorosas. No me extenderé aquí más sobre la causa del carácter conflictivo de la relación humana, sino que me limitaré a constatarlo, como creo que lo constatará cualquiera a partir de su propia experiencia.
La violencia abierta tiende a su vez a solucionar ese intrínseco conflicto humano, pero en general y salvo casos especiales, es vista como indeseable debido a su carácter destructivo y a que las soluciones salidas de ella suelen ser consideradas ilegítimas. Para evitar el desencadenamiento de la violencia, el hombre ha ideado una gran variedad de normas, acuerdos y convenciones que en el terreno político se manifiestan en leyes. Ello no impide que la violencia abierta esté en el origen de multitud de situaciones de paz, o más aún, que una violencia implícita esté casi siempre, como amenaza o posibilidad, en la base de las normas y leyes.
La guerra, entre naciones o dentro de una misma sociedad, es la expresión más masiva y general de la violencia abierta, y surge cuando esas convenciones y leyes se vienen abajo por una u otra razón. Este concepto puede ser útil para entender la guerra civil española. La república estableció leyes, en particular la Constitución, destinadas a orientar el conflicto social por cauces pacíficos. Como es sabido, la derecha rechazó en buena medida aquella ley de leyes, por su carácter anticatólico y por haberla impuesto las izquierdas por rodillo en el Parlamento en lugar de buscar un mínimo de consenso. Alcalá Zamora, el verdadero padre de la república, llegó a decir que la Constitución invitaba a la guerra civil. Sin embargo, ese rechazo no dio pie a una oposición violenta, pues el grueso de la derecha optó por modificar la Constitución por medios legales. ¿Por qué, entonces, aquella historia concluyó en guerra civil?
Podemos verlo siguiendo la evolución del régimen. Las primeras agresiones, ya en mayo de 1931, vinieron de la izquierda en la gran quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza católicos. Hecho aún más peligroso para la convivencia pacífica por cuanto el gobierno facilitó en un principio el “trabajo” de los incendiarios, lo cual anunciaba una tendencia al incumplimiento de la ley desde el poder.
Inmediatamente una poderosa fuerza de izquierdas, la anarquista, que había contribuido a traer la república, recurrió a la violencia abierta, en graves episodios de huelgas salvajes y en tres insurrecciones entre 1931 y 1933, llevando a la crisis al gobierno también izquierdista de Azaña.
En 1932 se sublevó a su vez el general Sanjurjo, suceso muy invocado y magnificado por la propaganda como prueba de una disposición de la derecha a derribar al régimen. Pero Sanjurjo, que como los anarquistas, había contribuido mucho a la llegada de la república no representaba a la derecha, la cual no le apoyó sino sólo a un mínimo sector de ella. Por eso fracasó tan fácilmente, permitiendo a Azaña felicitarse de la rebelión pues le daba pretexto para aplicar una represión excesiva e inconstitucional.
Tan pronto como en verano de 1933, el partido más poderoso y mejor organizado de la izquierda, el PSOE, se apartó de la legalidad republicana, decidiendo sustituirla a corto plazo por un régimen de corte soviético mediante una insurrección armada. Al perder las elecciones la izquierda en noviembre de ese año, los preparativos para la insurrección, concebida textualmente como guerra civil, pasaron a ocupar la atención del partido, exceptuando el grupo de Besteiro.
La pérdida de las elecciones tuvo un efecto crucial, pues Azaña y los republicanos burgueses de izquierda, así como los nacionalistas catalanes, rechazaron la decisión popular y tramaron dos golpes de estado. Éstos abortaron, pero revelan la disposición de las izquierdas a quebrar la ley que ellas mismos habían elaborado.
El proceso culminó en la insurrección de octubre de 1934 cuando se alzaron en armas los socialistas, nacionalistas catalanes, comunistas y bastantes anarquistas apoyados moral y políticamente por las izquierdas burguesas contra el gobierno democrático de centro derecha salido de las urnas. La insurrección, verdadero comienzo de la guerra civil y planteada como tal, fracasó al precio de 1.400 muertos. La derecha en el poder defendió la Constitución sin aprovechar la oportunidad para destruirla en un contragolpe, cosa que habría hecho si fuera cierta la acusación tradicional de que conspiraba constantemente para acabar con la república. En cambio la mayoría de las izquierdas, pronto agrupadas en el Frente Popular, reivindicó su rebelión como un hecho glorioso e intensificó la propaganda guerracivilista.
Fue el “progresista” de derechas Alcalá-Zamora, presidente de la república, quien finalmente precipitó la reanudación de la guerra al abrir paso a un nuevo gobierno izquierdista, en febrero de 1936. Pero no cabe duda de que la actitud izquierdista hacía muy difícil evitar una reanudación de la guerra civil. Y así fue. Vueltas al poder mediante las urnas, aunque en unas elecciones muy anormales y con empate de votos, la Constitución pasó a ser letra muerta en la vida real ante una oleada de asaltos a domicilios, periódicos y centros políticos de la derecha, incendio de iglesias, cerca de 300 asesinatos en sólo cinco meses, constantes huelgas salvajes, desfiles intimidatorios de milicias, etc. La derecha pidió la aplicación de la ley contra aquella situación que el mismo Prieto calificó de insostenible pero el gobierno rehusó cumplir su deber y los peticionarios fueron amenazados de muerte en pleno Parlamento. Uno de ellos, Calvo Sotelo, fue pronto asesinado y el otro, Gil-Robles, escapó por los pelos.
En estas condiciones, y por primera vez desde el comienzo de la república, empezó a cobrar peligro una conspiración militar derechista dando lugar al levantamiento de julio con que recomenzó la guerra civil. Importa señalar este contraste: ante la rebelión izquierdista de octubre del 34, el gobierno de centro derecha mantuvo la Constitución. Ante la rebelión derechista de 1936, el gobierno de izquierdas acabó de destruirla al ordenar el reparto de armas a las masas y abrir las compuertas a una revolución que ya antes desbordaba a la sociedad.
Por consiguiente, la ley destinada a evitar que el conflicto social y político desembocara en violencia abierta fue duramente atacada, desde los primeros momentos, por las mismas izquierdas que la habían establecido, hasta la ofensiva casi general contra ella en octubre del 34, su vulneración sistemática desde febrero del 36 y su definitiva destrucción en julio de este año ante la rebelión derechista. La casi totalidad de los más de 2.000 muertos por causas políticas en los cinco años de república lo fueron por acciones izquierdistas o por luchas entre ellos mismos.
¿Por qué actuaron así las izquierdas? Porque en la mentalidad del grueso de ellas la democracia no era un sistema neutro con alternancia en el poder, sino un régimen en que debían gobernar exclusivamente ellas, actitud agravada por las concepciones mesiánicas y revolucionarias de sus principales partidos. Además, veían a las derechas como débiles reliquias del pasado, maduras para ser barridas. Tales concepciones volvían prácticamente inevitable la derivación del conflicto hacia la violencia abierta, es decir, la guerra.
ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL
Conflicto y violencia en la II República
La enorme diversidad de las relaciones sociales humanas, desde las familiares a las políticas, pueden basarse en el interés, el amor o la conveniencia, pero siempre incluyen un fuerte elemento de conflicto susceptible de dar lugar a la violencia abierta.
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