Las Confesiones son una versión novelada de los amores del poeta y la escritora, breves en el tiempo —unos meses de escasa felicidad y mucho tormento— pero largos en la memoria literaria por la cantidad de autores en juego: el libro fue seguido por una novela de Sand, Elle et Lui, cuya versión de los hechos tuvo pronta respuesta en Lui et Elle, del hermano de Musset, Paul, además de curiosos epílogos, como el de Lui, roman contemporain, de Louise Colet —otra de las amantes de Musset— sobre lo mismo.
Y no sólo con palabras y ruidos —terribles escenas de ruptura— quedaron inmortalizados estos amores. George Sand y Musset proporcionaron a la mitología romántica algunos de sus más vistosos gestos: Sand se cortó su abundante cabellera, “el más lucido prestigio de su belleza”, y se la envió a Musset dentro de una calavera. Otra vez, “la encontraron tendida ante la puerta del ídolo como una muerta; atravesada en el umbral como un perro que aguarda a su amo”, según el encendido relato de Alejandro Sawa.
Todos esos ecos llegan a interponerse entre el lector y las Confesiones. Ayudados por el abundante aparato crítico de la presente edición de Cátedra, a cargo de Marta Giné, tendemos a apartarnos del texto y rehacer lo torcido, es decir, devolver a los entes de ficción la identidad de personajes y situaciones que el autor —bastante leal a Sand— pretendió velar. Ocurre, por otra parte, que las mejores páginas son aquellas en las que Musset se reencuentra con su propio dolor —los celos, la traición de la amada— o revive el éxtasis amoroso en sus diversas formas (las excursiones nocturnas de los amantes, por ejemplo). En esa verdad vital adquieren las palabras el aura sagrada del altar que imaginó Musset.
Pero el tiempo, piadoso con el recuerdo de los amantes, se muestra en cambio más severo con las formas literarias. El libro se resiente de gravosas repeticiones e incongruencias, desorientado entre la confesión y el relato. Esto es perceptible en episodios como la caída del protagonista en el libertinaje, expuesta sin ningún pulso, lejos del que tuviera en su novela erótica Gamiani, en la que Musset se preciaba de haber sabido expresar con elegancia “los arrebatos más abyectos, o tal vez más divinos” del desenfreno amoroso. Sobran páginas en las Confesiones, y el relato pierde con ello. A cambio, se despierta en nosotros un interés casi entomológico por los matices de esa pasión inútil que fue el alma romántica. Al final, tras apurar casi todas las vías de la destrucción y el daño mutuos, Musset aboga por la renuncia y la sublimación, los tristes altares del amor.
Alfred de Musset, Confesiones de un hijo del siglo, Editorial Cátedra. Letras Universales. Madrid, 2002, 386 páginas.
Dos vidas o más
En los últimos años, varias editoriales han trabajado en la recuperación de la literatura centroeuropea de entreguerras. La publicación por parte de El Acantilado de la obra del escritor austríaco Stefan Zweig, se inscribe en esa línea. La lucha contra el demonio, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Carta de una desconocida y la extraordinaria autobiografía intelectual El mundo de ayer, son algunos de los títulos que han permitido a la generación actual reencontrarse con un autor bastante olvidado, a pesar de la popularidad de que gozó en su época. El libro que nos ocupa, La embriaguez de la metamorfosis, comienza como una curiosa historia de tintes folletinescos y acaba en novela de ideas. Está dividido en dos partes muy diferenciadas, bajo el elemento común de la metamorfosis de la protagonista.
En la primera parte, la transformación queda simbolizada por el paso de un nombre y apellido corrientes, Christine Hoflehner, a los más aristocráticos de Christiane von Boolen. Christine trabaja como ayudante de Correos en una miserable aldea austriaca, a mediados de los años veinte; su sueldo apenas alcanza para sobrevivir y cuidar a la madre enferma. Atada a un tiempo inmóvil, a Christine se le pasa la juventud tras los cristales de la ventanilla, sumida en un letargo sin sueños. Un telegrama procedente de una tía desconocida, que vive en América, va a revolucionar definitivamente su vida: Christine es invitada a salir de su prisión y pasar unas semanas en una lujosa estación de veraneo. Nuevas ropas, maquillajes, un cuerpo nuevo y joven. El estreno de la belleza y el deseo, la embriaguez de esta otra existencia. La capacidad de Stefan Zweig para la indagación psicológica se manifiesta en los interrogantes acerca de la identidad de la que ahora se llama Christiane. También aparece un buen retrato de la burguesía acomodada de los años veinte; el brillo frenético de la fiesta, mientras Europa se dispone a agonizar de nuevo.
De golpe, el tiempo se detiene otra vez. Hay que volver. Sin embargo, en esta segunda parte se producirá la transformación definitiva de Christine, en el momento extremo en que se revelan los caracteres, que es otra de las constantes del autor. Un personaje nuevo, Ferdinand, “compañero en la desgracia”, será capaz de transformar la rabia en ideas. Contra el estado, “el estafador número uno”, contra los sistemas políticos de masas, contra la guerra que destrozó a toda una generación. A favor del individuo, siempre. Al “hombre que soy”, despojado de bienes materiales, le queda aún la libertad de decidir. Puede morir “cuando quiera y no cuando debe”, en el acto supremo que lo separa del animal, y puede construir una moral contra todos, al precio de la tranquilidad oscura de los resignados.
Los parlamentos finales del libro se cargan de una fuerza hipnótica, mayor cuanto más nos acercamos a la decisión última de los personajes. Tras ella, la historia queda abierta, porque nada de lo que suceda podrá igualar el momento en que la voluntad se hace destino. Ese sentido extremo de la libertad y la negativa a aceptar el mundo que otros habían despedazado, acompañaron al propio Stefan Zweig muy lejos de su patria, al encuentro de una luz que sólo él pudo ver.
Stefan Zweig, La embriaguez de la metamorfosis. El Acantilado, Barcelona, 2000.
LIBROS: de ALFRED DE MUSSET y STEFAN ZWEIG
Confesiones de otro siglo y dos vidas o más
“Voy a escribir una novela. Tengo ganas de relatar nuestra historia (...). Querría construirte un altar, aunque fuera con mis huesos”. De esta forma expresaba Alfred de Musset, en carta enviada a George Sand en abril de 1834, el propósito inicial de las Confesiones de un hijo del siglo, que vio la luz después de complicadas peripecias personales, en febrero de 1836.
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