Serán cosas derivadas de la hegemonía mundialista —versión antiglobalizadora— de la corrección política y del pensamiento único, efectos flatulentos del igualitarismo y secuelas ácidas de una pitanza de solidaridad mal digerida, pero cada día cobra más fama y aprecio el sostener en público las bondades de ponerse en el lugar del otro, y, lo que es todavía peor, intentar llevar la teoría a la práctica. En esa tierra prometida se vería materializado así el sueño de los justos y la consagración de la primavera, además de encarnado, hecho ya todo un hombre, el gaseoso ideal cantado no hace muchas décadas: we are the world, we are the children. Ese sueño de la razón pura práctica cobra ahora carta de naturaleza y de ley en la doctrina política que anima el actual Gobierno de Zapatero. Se trata de una singular destreza consistente en seguirle la corriente a todo el mundo, en procurar contentar a todos al mismo tiempo, en contestar yes cuando te formulan una pregunta que no entiendes y en dejar para mañana lo que no sabes resolver hoy. ¿A que ZP no parece humano? Diríase que se ha manifestado ante el pueblo español para alejarle de cualquier mal y ahorrarle preocupaciones. Aunque con su verbo prodigioso habla más pausado que Cantinflas, su discurso resulta no menos convincente. ¿Qué piensa el leonés impasible, en realidad no nacido en León, de la nación española? Pues eso, que es un lío, y hay que ver lo que diga la gente: el cielo son los otros, porque los otros son un cielo.
Que digan vascos y catalanes y aragoneses y valencianos y murcianos y demás pueblos ¿estatales? lo que quieren ser, y se les hará, a la vuelta de vacaciones. He aquí un Estado diverso y no centralista, administrado por un Gobierno y un Presidente que cambian las banderas de Palacio según quien llegue. Al modo del personaje de Zelig, concebido por Woody Allen, Zapatero se pone en el lugar de quien tiene delante o al lado, con tal de que no sea del PP, americano y hable inglés, pues así pasa desapercibido y se confunde con el ambiente. En la era del talante, el discutir y el crispar se va a acabar en España. Entre otras razones, porque España se va a acabar. Aquí, tras la etapa de Aznar y la huida de nuestras tropas de Irak, ya nadie come rancho nacional ni del mismo plato, sino a la carta. Cada Comunidad Autonómica, como su propio nombre indica, actúa por su cuenta y va a la suya, habla para que le entiendan los de casa, y reclama sin cesar al Estado sus preferencias según sea la particularidad. España ya no sólo es diferente; ahora es además diversa y plural. Todos reclaman lo propio y todos tienen parte de razón, porque no somos más una suma de partes, una nación de naciones, y hay que ser tolerante y ponerse en el lugar de los otros.
Esta doctrina Maragall/ZP hace maravillas en el partido centenario: véase si no el caso Montilla, en el que un cordobés se pone en la piel del catalán y acaba siendo más papista que la papisa Juana. O en partidos republicanos hermanos, como ERC, donde un tal Pérez, de origen aragonés, termina hablando catalán, excepto cuando se reúne con los de ETA, y cambiándose de nombre para que no le confundan ni se sepa de dónde viene. Pero lo mejor queda en el Gobierno. En una reciente entrevista realizada a José Bono, los medios resaltaron una impresión principal: el ministro manchego tiene la gran virtud de ponerse fácilmente en el lugar del otro. Así queda dicho, claro y llano, a modo de halago, cuando tal cualidad en un ministro de Defensa resulta cuando menos intranquilizadora: puede que no sepa distinguir la tropa aliada de la contraria o se pase al enemigo para demostrar sus grandes dotes de comunicación y tolerancia, y que no tiene prejuicios. Pero, ante todo, mucha calma: ¿quién va a hacernos la guerra con semejante autoridad al frente de nuestros ejércitos, de hablar castizo y verbo juanjamoniano, cuya dicción convierte toda consonante en jota y en sus arengas cuarteleras hace pasar las retiradas de nuestros soldados por victorias castrenses, tal vez por aquello del arte del camuflaje?
Mas la última revelación hasta la fecha de este club de la tragicomedia monclovita procede del ministro José Antonio Alonso. Parecía mudo, o cuando menos reservado, el ilustrísimo, después de sus declaraciones, nada más hacerse cargo del mando de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, en las que acusó al PP de “imprevisión” por los atentados del 11-M. Ahora, recobrada finalmente la voz, y, como ministro de la cosa, algo tenía que decir respecto a los últimos atentados de ETA, se despacha con el siguiente salero: “El Ministerio del Interior condena este tipo de hechos, que lo único que pretenden es afectar a la tranquilidad de los ciudadanos en estas fechas veraniegas, y hace un llamamiento a la calma”. No cabe duda: el actual ministro del Interior no tiene quien le escriba los discursos ni los comunicados. Por no tener, carece hasta de asesores, por no hablar de informantes y confidentes, que se han hecho todos multiculturalistas y se han pasado al bando del terrorismo islámico (vulgo, internacional), donde pagan mejor y dan hachís.