No me movió un afán partidista, del que carezco, sino la certeza de que "sólo entonces podrá concertarse el gran pacto regenerador y recentralizador que tanto temen los secesionistas y sus afines".
Los desatinos que cometimos
La primera parte del deseo se ha cumplido y la segunda aún está en vías de gestación. Sin embargo, el tiempo apremia y creo que es hora de recibir con los brazos abiertos a quienes decidan dar el paso de abandonar lealtades caducas y sumarse, individual o colectivamente, al citado pacto. Al fin y al cabo, muchos de quienes hoy abrazamos el ideario liberal, con todos los matices y contradicciones que éste admite en su seno precisamente por ser liberal, cargamos sobre nuestra conciencia el recuerdo de los desatinos que cometimos y escribimos cuando nos seducían las falsas panaceas totalitarias de izquierda o de derecha. O cuando éramos, como yo, tontos (in)útiles. No es momento de distinguir, con rigor inquisitorial, entre cristianos viejos y cristianos nuevos. Si la gran corriente intelectual anticomunista de Europa y Estados Unidos hubiera cerrado las puertas a los antiguos trotskistas y estalinistas, sus valiosos aportes a la causa de la sociedad abierta habrían quedado reducidos a una fracción decimal.
La historia de la transición española, y de todas las otras que se sucedieron en el mundo en condiciones pacíficas, está poblada de pactos, conciliaciones y reconciliaciones, siempre bajo el signo del pragmatismo y el posibilismo. Y es por ello que las hemerotecas y la bibliografía desenmascaran la hipocresía y el oportunismo demagógico de quienes hoy enjuician aquella política disfrazados de puritanos justicieros. Basta leer la muy documentada crónica de Pedro Fernández Barbadillo sobre "El País de las conspiraciones" (La Ilustración Liberal, nº 49) para vislumbrar hasta qué punto el pasado franquista proyectaba su sombra sobre los tiras y aflojas entre Juan Luis Cebrián, José María de Areilza, Adolfo Suárez y muchos otros prohombres del antiguo régimen, hasta la designación de Suárez como presidente del Gobierno. Todo bajo la mirada atenta de Manuel Fraga Iribarne. Lluís Foix, corresponsal en Londres cuando Fraga Iribarne era embajador en el Reino Unido, recuerda (La Vanguardia, 17/1/2012):
Fue él [Fraga Iribarne] quien decidió que el director del diario El País, del que sería uno de los impulsores, sería Juan Luis Cebrián y no Carlos Mendo. Una entrevista en la revista Gentleman, con un Fraga con bombín y paraguas, estaba firmada por Cebrián.
La olla podrida
Puesto que me he referido a Fraga y la transición, vale la pena rescatar la forma en que éste sacó provecho de su experiencia en España para opinar sobre el futuro de su amada Cuba. La Vanguardia le pidió un artículo que se publicaría después de la muerte de Castro, pero lamentablemente se invirtió el orden de los decesos. He aquí algunas de sus conclusiones (22/1/2012):
Personalmente, he intentado persuadirle [a Castro] de hacer reformas, que fructificasen en una transición como la española; desgraciadamente no tuve éxito (...) Para evitar arbitrajes que hagan correr la sangre y el odio, veo necesario, y posible, un acuerdo básico entre Washington (la superpotencia dominante), Miami (donde residen muchos y aguerridos cubanos anticastristas) y La Habana, donde Raúl Castro podrá optar por una opción pactada. Lo deseo sinceramente.
Lo cual también explica por qué los diputados de los partidos castristas, secesionistas radicales y afines al terrorismo se retiraron del hemiciclo cuando el Congreso español rindió homenaje a Manuel Fraga. Esta olla podrida de nostálgicos de "la sangre y el odio" guerracivilistas es la que aportará su capital político al Frente Popular que, como denunció Pedro J. Ramírez (El Mundo, 5/2/2012), se aglutinará en torno a Baltasar Garzón.
Un demagogo nato
La transición española empezó a fraguarse desde muy temprano, casi diría desde el final de la guerra incivil, en las mentes más permeables a la racionalidad. Dionisio Ridruejo (Casi unas memorias, Planeta, 1976) recordaba al grupo de falangistas que
urgía contrapesar en la organización la importancia de la masa derechista asimilada a lo largo de la guerra y remediar los efectos de una represión que había discriminado, de preferencia, a la clase obrera, una ínfima parte de la cual había acudido a Falange como quien se acoge a sagrado.
Para esta iniciativa contaban con el general Yagüe, al que en 1938 ofrecieron la tribuna en la plaza de toros de La Coruña.
Yagüe era un demagogo nato. Habló con fuego. Relanzó la palabra revolución e incluso habló claramente de cancelar las discriminaciones y corregir las persecuciones.
Cuando ya había dejado atrás los devaneos ideológicos que lo llevaron a enrolarse en la División Azul para combatir el comunismo junto a la Wehrmacht, Ridruejo declaró a Le Monde (24/4/1063):
La necesidad de cancelar el conflicto pasado y buscar la concordia se ha ido imponiendo en la conciencia de todas las fuerzas opuestas al sistema.
Para terminar afirmando, en una entrevista con la revista Índice (1972):
El reformismo social no vale para nada si no es sincero. Y no es sincero para quien desee más bien el método revolucionario y se resigne al reformismo por un repliegue de impotencia. Si yo soy reformista y no revolucionario, no es sólo ni principalmente por razones de táctica, sino por razones de principio.
El pedigrí perfecto
Fueron intelectuales como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar (intérprete de Franco durante la entrevista con Hitler en Hendaya) o Gonzalo Torrente Ballester quienes, al abandonar su inicial adhesión al régimen franquista y abrazar los valores de la democracia mucho antes de que éstos se convirtieran en moneda de uso corriente, demostraron, como aquellos otros intelectuales que renegaron del comunismo, que las mentes lúcidas pueden romper, cuando se lo proponen, los grilletes del dogmatismo, y que así se ganan el derecho a ser recibidas con los brazos abiertos por la sociedad emancipada.
No fueron sólo los intelectuales quienes protagonizaron el cambio de bandería. Ya me he referido a los intríngulis que acompañaron a la designación de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno, siempre con la participación exclusiva de personajes que provenían del régimen anterior. Empezando por Juan Luis Cebrián, quien, como evoca Fernández Barbadillo,
entró a trabajar en Pueblo, el órgano de prensa de los Sindicatos Verticales, dirigido por Emilio Romero, a los 17 años, y a los 19 ya era redactor jefe. En 1974, con 29, fue nombrado director de los informativos de TVE, para hacer una especie de revolución desde dentro. Este miembro de la "mejor aristocracia azul" tenía "el pedigrí perfecto para quienes desde el franquismo aspiraban a capitanear la transición".
Y los demócratas de solera también recibieron con los brazos abiertos a esos antiguos franquistas. Rodolfo Martín Villa empezó como Jefe Nacional del Sindicato Nacional Universitario (1962-1964) y ascendió por la escala de jerarquías hasta convertirse en procurador en Cortes, ministro de Relaciones Sindicales con Carlos Arias Navarro (1975) y ministro del Interior con Adolfo Suárez. Ocupó más cargos ministeriales, y después de pasar por la dirección de varias empresas se instaló, en el 2004, en la presidencia de Sogecable. Fue el reencuentro con sus viejos correligionarios Jesús de Polanco y Juan Luis Cebrián.
Hibridaciones ejemplares
Charles Powell explicó este proceso de hibridación entre el pasado y el presente en su libro España en democracia, 1975-2000 (Plaza & Janés, 2001), con una cita de Alexis de Tocqueville situada a comienzos del siglo XIX:
Cuando la estructura socioeconómica y el aparato del Estado de una sociedad han alcanzado un cierto grado de complejidad, un cambio de régimen político deja, en buena medida, intactas tanto la estructura social como la Administración del Estado, fundamentalmente porque el nuevo régimen nace como consecuencia de importantes cambios que han tenido lugar previamente tanto en la estructura social como en el aparato del Estado.
Mucho más próximas en el tiempo han sido las hibridaciones ejemplares que practicaron Barack Obama, al conservar en su puesto al secretario de Defensa de George W. Bush, Robert Gates, y el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, al nombrar ministro de Relaciones Exteriores a Bernard Kouchner, exmiembro de los Gabinetes de los socialistas François Mitterrand y Leonard Jospin... Para no hablar de la presa más valiosa que arrebató a la izquierda: Carla Bruni.
Intervenciones pedagógicas
Volvamos a la actualidad de España. En mi artículo "Ese pacto tan temido" citaba dos intervenciones que me parecieron pedagógicas para el caso de que se produjera, como afortunadamente se produjo, un triunfo arrollador del Partido Popular. Las repito porque creo que marcan el camino a seguir. Según publicó La Vanguardia (9/7/2011):
Esperanza Aguirre pide un pacto PP-PSOE para recentralizar el Estado
Que el PP gobierne en la mayoría de las comunidades autónomas no significa que se haya convertido al autonomismo. Lo demostró ayer la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, poniendo las cartas boca arriba: España necesita un gran pacto entre PP y PSOE para devolver competencias al Estado y cerrar el proceso de transferencias a las comunidades autónomas (...) La presidenta madrileña insistió en la importancia de recuperar el consenso con los socialistas para convertir ésta en una cuestión de Estado. "Sin dogmatismos, con humildad –enumeró Aguirre las necesarias condiciones del diálogo–, sin apriorismos, buscando la concordia y con patriotismo".
A continuación, en mi artículo reproducía lo que el socialista José Bono opinó sobre el mismo tema en una entrevista que publicó El Mundo (4/9/2011):
Si repasa sus notas de entrevistas mías de hace más de cinco años, incluso titulares, observará que mi deseo de alcanzar grandes pactos, sin exclusiones, más que una voluntad, forma parte de mi hoja de ruta política. Entre PSOE y PP hay grandes diferencias, pero también grandes llanuras para el acuerdo. E intuyo que una gran mayoría social lo ve con buenos ojos.
Realismo y sensatez
¡Sorpresa! Mientras escribo estas líneas descubro (La Vanguardia, 10/2) que, al tomar posesión de su cargo vitalicio en el Consejo de Estado, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero sentenció: "El Gobierno de España debería contar con todo el apoyo político e institucional que se le pueda prestar". Esto no implica que también a él se lo deba recibir con los brazos abiertos, después del desbarajuste que montó con su apuesta por la crispación en todos los campos, pero sí significa que empiezan a aflorar las condiciones de realismo y sensatez necesarias para devolver el clima de concordia a nuestra atribulada sociedad. Una prueba adicional de que estamos bien encaminados la encontramos en la artillería pesada con que el entramado cultural, artístico y periodístico de la ya rancia progresía acribilla a quien adulaba en el apogeo de dicho desbarajuste.
Insisto, a esa "gran mayoría social" hay que mimarla, escogiendo entre sus integrantes a todos aquellos que puedan aportar algo útil a la reconstrucción de este país. Los que sobran, a la hora de los pactos, son quienes avisan, como lo hizo públicamente Artur Mas, de que "la superación de la crisis y la consecución del pacto fiscal (...) forman parte de un único plan de trabajo cuyo objetivo a corto plazo pasa por la consecución de una mejor financiación, y, a largo, por perfilar y dar cuerpo a un horizonte de transición nacional" (La Vanguardia, 29/1/2012). O sea, después del pacto fiscal, la independencia. El que avisa no es traidor. El que no escucha el aviso es suicida.
La flamante mayoría absoluta deberá levantar un muro de contención para frenar las embestidas de los balcanizadores institucionales y lingüísticos, de los usufructuarios de la herencia etarra y de las minorías nihilistas. Y para levantarlo necesitará contar con los veteranos y los recién llegados, sin filtros dogmáticos o sectarios, tal como se hizo durante la bienaventurada transición.