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ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Cómo surgió la creencia en la reencarnación?

La creencia en la reencarnación constituye una categoría religiosa ajena a la tradición occidental en la que penetró de manera muy minoritaria a través de la iniciación en rituales mistéricos procedentes de la India.

Sin embargo, durante la última década se ha convertido en una tesis de cierta popularidad gracias a la expansión de movimientos ocultistas como la New Age. Pero, ¿cómo surgió la creencia en la reencarnación?

Durante la segunda mitad del segundo milenio a. de C., la India experimentó un conjunto de convulsiones de extraordinaria importancia. Sus agentes fueron los invasores arios que transformarían de tal manera el subcontinente que éste ya no podría ser comprendido en los milenios venideros sin hacer referencia a ellos. Procedentes de una zona situada en las estepas del sur de Rusia, entraron en el país por el noroeste y, en primer lugar, se hicieron con el dominio del Panjab. La suya fue una penetración bélica y agresiva pero su superioridad militar —utilizaban, por ejemplo, carros de dos ruedas tirados por caballos— les permitió, pese a su inferioridad numérica, vencer a los aborígenes, unos pobladores de la India a los que los arios se refirieron despectivamente como “oscuros de piel” y “desnarigados” (chatos). Fue así como, según el Rigveda (7, 18), un rey ario llamado Sudas llegó a hacerse con el dominio de esas tierras y se convirtió en el primer samraj o rey supremo de la historia de la India.

Los arios eran rubios, de piel blanca y ojos claros y no sólo despreciaban a sus derrotados adversarios de piel oscura sino que además consideraban que mezclarse con ellos implicaba una abominación de carácter extraordinario. Partiendo de esa base, impusieron en la India un régimen basado en la varna o color, aunque desde la llegada de los portugueses a la India en Occidente, el mismo haya sido dominado sistema de castas. De esta manera, la sociedad quedó dividida en cuatro castas superiores correspondientes a los conquistadores arios y otras inferiores relacionadas con los vencidos. Aquel que quebrantaba la separación racial manteniendo relaciones sexuales con alguien de casta diferente era arrojado del sistema y se convertía en lo que se denomina actualmente paria o intocable. La misma suerte corría, por supuesto, su posible descendencia.

Establecidos sobre la base de una monarquía ganadera (los bueyes eran la unidad monetaria) y militar, los arios fueron expandiéndose progresivamente por la India y asimilando el cultivo de la cebada, los cereales y, finalmente, el arroz. Si bien estas tareas las realizaban las poblaciones sometidas y no los arios que se dedicaban a la guerra y al juego. La religión de los arios era la propia de una aristocracia militar nómada que se nutre de los despojos de los vencidos. Su dios más popular era Indra, rey de los dioses y vencedor de dragones que vencía a los demonios valiéndose de una maza (vajra) ocasionalmente identificada con el rayo. Amante de la lucha, de la comida, de la bebida y del sexo a él está dedicada casi la cuarta parte de los himnos del Rigveda (unos doscientos cincuenta). De importancia algo menor era Agni, dios del fuego; Mitra, dios de los tratados y Varuna, dios del juramento. A éstos a su vez seguían Surya, dios del sol; Vayu, dios del viento; Parjanya, dios de la lluvia y un abultado etcétera.

La relación entre los arios y los dioses pretendía fundamentalmente establecer un nexo en virtud del cual los primeros ofrecían sacrificios y los segundos, a cambio de ellos, les otorgaban la victoria en las batallas y la prosperidad material. Lejos de contar, por lo tanto, con un componente ético, la religión aria buscaba asegurar un intercambio de dones que, en ambos casos, revestían características meramente materiales. Partiendo de esa base, no resulta extraño que los arios acabaran concediendo una notable importancia a los rituales mágicos que, supuestamente, aseguraban la concesión por parte de los dioses de los deseos de sus adoradores. De hecho, el ascetismo ario —a diferencia del que encontramos en otras religiones— se produjo en la India no como consecuencia de la búsqueda de un perfeccionamiento ético sino como un medio para obtener una mayor capacidad de influencia sobre las distintas divinidades. Este panorama iba a experimentar un cambio de enorme importancia al llegar el denominado período védico tardío.

Hacia el año 1000 a. de C., el centro político de los arios comenzó a desplazarse hacia oriente en un deseo de conquistar nuevas tierras. En el Mahabharata, una de las dos grandes epopeyas indias, aparecen noticias relativas a una batalla entre los kaurava, originarios del noroeste y el Deccán, y los pandava, de origen oriental, que concluyó con la victoria de los segundos. El episodio, acontecido entre el 1000 y el 800 a. de C., tiene bastantes posibilidades de recoger un hecho histórico. Con todo, la mayor fuente de inquietud para los arios no fue tanto el enfrentamiento militar —su superioridad técnica aún seguía sin cuestionarse— como el sometimiento de las poblaciones oprimidas. De las fuentes védicas se deduce que el expolio a que se veían sometidos los campesinos era continuo y que esta conducta provocaba continuas sublevaciones. La situación llegó a ser tan inestable que el tratado de política de Kautalya narra, por ejemplo, que sólo se nombraba como recaudadores de impuestos a personas a las que se apreciaba escasamente ya que no era inusual que el pueblo volcara sobre ellos su cólera y su desesperación.

Para esa época el sistema social de castas ya había quedado sólidamente afianzado. En su punto máximo se hallaban los sacerdotes o brahmanes, seguidos por los guerreros o ksatriya, los campesinos o vaisya y, finalmente, los sudra. Estos últimos constituían la mayor parte de la población y estaban formados por no-arios o por arios que habían perdido su puesto entre las castas superiores. Al mismo tiempo, en la religión de los arios se introdujo un elemento llamado a tener una importancia enormemente trascendental ya que prácticamente definiría el futuro del hinduismo y además marcaría la estratificación social del país durante milenios. Nos referimos a la creencia en la reencarnación.

Ésta plantea serios desafíos desde un punto de vista lógico ya que presupone un número prácticamente constante de seres humanos (algo insostenible en períodos de expansión demográfica como el actual) y además nos enfrenta con el hecho de que no es posible recordar las vidas anteriores, con lo que resulta difícil, por no decir imposible, enmendar el pasado mal. Sin embargo, la reencarnación fue aceptada con relativa rapidez —en las Upanishads (800-600 a. de C.) prácticamente toda la reflexión teológica gira en torno a ella— en la medida en que proporcionaba un extraordinario instrumento de estabilidad social en una época caracterizada precisamente por los disturbios. En virtud de la creencia en la ley del karma, que obliga a reencarnarse a los seres humanos para ir purgando sus actos incorrectos de vidas anteriores, la opresión implantada por los arios, la injusticia extendida sobre la aplastante mayoría de la población y, muy especialmente, el sistema de discriminación racial encarnado en las castas pasaron a verse legitimados espiritualmente. El encuadramiento en una u otra casta —y las consecuencias directas de tal hecho— no debía interpretarse, por lo tanto, como una derivación de un entramado de relaciones sociales sino del resultado de previas existencias. Si el campesino sufría bajo la explotación del señor ario no había que contemplar tal hecho como una arbitrariedad del dominador sino más bien como una consecuencia de las maldades cometidas en otra vida por el dominado.

Tal creencia, que reportaba obvios beneficios a los explotadores, servía asimismo de consuelo a los explotados. La experiencia cotidiana le indicaba hasta qué punto resultaba imposible emanciparse de su dura servidumbre, pero la creencia en la reencarnación le impulsaba a creer en la posibilidad de subir o descender aún más en la vida siguiente. No resulta extraño que esta visión desplazara el centro de atención religiosa vinculado a la casta sacerdotal hacia la preocupación por asegurarse una situación menos sombría en futuras vidas y, sobre todo, hacia liberarse finalmente (moksha) del terrible ciclo de las reencarnaciones (samsara). Esta liberación nunca fue concebida como la concesión de un reposo y un goce en otro mundo similar al que se describe en religiones como el judaísmo o el cristianismo. Por el contrario, implica la disolución del ser en el nirvana. En gran medida, la tarea espiritual de las Upanishads consistió precisamente en mostrar vías diferentes —y en buena medida contradictorias— de escapar de tan terrible rueda de vidas y alcanzar ese estado final.

La posibilidad de llegar a esa liberación se vio popularizada, si se nos permite la expresión, gracias a obras como la Baghavad Gita —a la que dedicaremos un enigma futuro— y quedó ya firmemente asentada en la cultura india. En el resto de extremo oriente la creencia en la reencarnación vino de la mano del budismo que, al expandirse hacia el este, llevó consigo tan peculiar doctrina. Su paso a occidente fue mucho menos popular y extenso. Ciertamente, la creencia en la reencarnación se daba en algunos cultos mistéricos —de donde la tomaron, por ejemplo, Pitágoras o Platón— pero, en general, las grandes culturas de la Antigüedad como Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma fueron en bloque ajenas a la misma si es que no abiertamente hostiles. Lo mismo puede decirse del judaísmo —que sólo comenzó a admitirla de manera marginal durante la Baja Edad Media— del cristianismo y del islam. En realidad, hubo que esperar a la teosofía de madame Blavatsky —de lejana influencia hindú— y al movimiento espiritista de Allan Kardec, ambos nacidos en el siglo XIX para que la creencia prendiera, si bien minoritariamente, en Occidente.

En la actualidad, gracias al movimiento de New Age, los creyentes occidentales en la reencarnación son legión y disfrutan pensando que en vidas pasadas fueron Napoleón, Miguel Ángel o Cleopatra. Seguramente no sospechan que la creencia que profesan con tanto entusiasmo ha sido la columna vertebral de un estado ario y asiático similar al apartheid sudafricano durante casi cuatro milenios.
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