A diario miles de campesinos dejan sus chacras y emigran a las ciudades para volverse empresarios, como vendedores ambulantes o comerciantes no registrados legalmente. La sociedad los desprecia y a veces son perseguidos por las autoridades como plagas. Eso es un trágico error.
Son los mismos empresarios que 150 años atrás ayudaron a forjar la riqueza de los países hoy desarrollados. La falta de marcos institucionales capitalistas en los países pobres obliga a los miniempresarios a trabajar en la clandestinidad, o sector informal, donde no existen derechos de propiedad ni seguridad jurídica, y los condena a tener viviendas precarias, sucias, en los cinturones de pobreza de las ciudades, donde florecen la delincuencia, las drogas, la coima, los matones y los funcionarios, policías y jueces corruptos.
Los inmensos sectores informales llegan a ser tres veces más grandes que la economía formal en Paraguay y hasta cuatro veces en México, donde la informalidad alcanza el 80%. Pero esta pujante actividad empresarial se pierde comúnmente en acciones improductivas e ilegales, como evasión de impuestos, contrabando, venta de artículos robados y pago de sobornos a inspectores y policías, debido a la ausencia de un Estado de Derecho. A los pobres les faltan leyes que legalicen sus negocios y les den títulos seguros sobre sus posesiones, necesarios para acceder al crédito, crecer y progresar.
En el sector informal, trabajar sin pagar impuestos pareciera ser una ventaja de los empresarios ambulantes en relación con los empresarios legales. Pero en la informalidad se carece del sistema de justicia y la protección necesarios para velar por la seguridad de las personas y garantizar el respeto de la propiedad y el cumplimiento de los contratos. Eso les impide planificar a largo plazo, expandir sus negocios y aprovechar la división del trabajo, pues la operación con clientes y proveedores desconocidos implica un alto riesgo, en ausencia de un sistema judicial confiable que garantice el cumplimiento de los acuerdos.
Los negocios informales no crecen mucho, ni pueden tener muchos empleados, pese a ser los que más empleos crean, porque tratan de evitar ser detectados por los inspectores. El resultado es una muy baja productividad. Los empresarios pobres, además del pago de coimas a los parásitos (funcionarios, policías, jueces), abonan impuestos indirectos en bienes de consumo, combustibles, transporte, etcétera. La informalidad, si bien permite trabajar y hacer negocios, tiene un alto costo que impide crecer.
La desventaja más grande de la informalidad, explica Hernando de Soto, es la ausencia de derechos de propiedad seguros y de marcos institucionales que permitan a los pobres legalizar sus empresas y aprovechar la eficiencia de la especialización y de la división del trabajo. En los países pobres existen enormes activos acumulados por los informales que no sirven como capital ni pueden ser utilizados para obtener créditos, debido a la falta de títulos de propiedad.
En lugar de financiar costosos programas de lucha contra la pobreza o crear empleos en obras públicas, los gobiernos debieran aprobar leyes que extiendan la propiedad y legalicen las posesiones, actividades y empresas de los pobres, porque nada ayuda más al progreso que la libertad de trabajar, invertir y disponer del fruto del trabajo.
© AIPE
Porfirio Cristaldo Ayala, corresponsal de AIPE en Paraguay y presidente del Foro Libertario.