EL NACIMIENTO DEL FASCISMO
En 1918 concluyó la Primera guerra mundial y con ella quebró en buena medida una evolución positiva de la sociedad europea en terrenos como el social, el económico, el político y el artístico. El liberalismo que había sido el responsable directo del progreso de las naciones más avanzadas —y de las que no lo eran tanto— comenzó a ser sometido a una crítica descalificadora que buscaba su liquidación tanto desde la izquierda como desde la derecha. Decenas de miles de personas dirigieron su mirada hacia la utopía leninista, una utopía que en apenas unos años contaría sus víctimas por decenas de millones. Muy pronto, a esa utopía sangrienta se opondría otra que tomaría prestada de ella algunos de sus peores aspectos. Al respecto el caso de Italia iba a resultar paradigmático. Nación joven surgida en 1871 tras un proceso unificador de años, su sistema político consistía en una monarquía parlamentaria de corte moderadamente liberal donde se respetaban las libertades políticas y sociales. En los años inmediatamente anteriores a la guerra, los movimientos obreros habían experimentado un incremento notable conociendo un importante crecimiento del anarquismo y, sobre todo, del partido socialista. Italia había entrado tarde en la guerra mundial pero lo hizo en el bando de los que luego saldrían de la misma como vencedores.
Los frutos exteriores de esa decisión tardía no fueron pequeños. La desaparición del Imperio austro-húngaro le permitió hacerse con el Trentino hasta el Brennero, lo que significaba la conclusión de la unidad geográfica y política de Italia. Sin embargo, humanamente había sufrido seiscientos mil muertos y casi un millón de heridos. Económicamente, la lira había perdido el ochenta por ciento de su valor y la deuda del estado ascendía a más de ochenta y tres mil millones. En cuanto al coste de la vida, desde la entrada en guerra hasta la paz había subido en un 560 por ciento. Socialmente, la situación estaba tan deteriorada que se traslucía, por ejemplo, en la aparición de bandas de ex combatientes que cazaban ratas para vivir o en curas que se negaban a celebrar la misa mientras no se les asegurara la percepción de un mínimo vital indispensable. Seguramente la salida habría sido la consolidación de un sistema que, hasta entonces, había significado un progreso claro para Italia. El miedo y la desesperación empujarían, sin embargo, a la población hacia posiciones extremas que se revelarían trágicas.
Este escoramiento vino acompañado por la exposición continuada durante años a la violencia bélica, un clima que favorecería enormemente la carrera política de un hombre llamado Benito Mussolini. Nacido en 1883, antiguo socialista de la sección más extrema del partido, periodista, partidario de la intervención italiana en la contienda mundial y veterano de guerra, Mussolini estaba convencido de que la situación política iba a experimentar un cambio radical en la Italia de la posguerra. Incapaz de imponer criterios extremos en el partido socialista, no tardó en impulsar su propia utopía estatalista y antiliberal. El 21 de marzo de 1919 fundó el fascismo en la Piazza San Sepolcro de Milán. Al acto, apenas asistieron cincuenta antiguos combatientes. Cuando el Fascio tenía poco más de un mes de vida, llevó a cabo su primera acción violenta de envergadura reventando una huelga en Milán y destrozando la sede del Avanti!, el órgano del partido socialista sito en Via San Damiano. Aplaudidos por una parte de la multitud, los fascistas no fueron detenidos. No sólo eso. Al día siguiente, el general Caviglia, ministro de la guerra, felicitó a los cabecillas fascistas por su acción violenta. Las declaraciones de Mussolini al respecto resultarían un paradigma del método que seguiría en adelante el fascismo. Negó que el choque estuviera planeado pero insistió en que asumía sus consecuencias porque se había tratado de una espontánea manifestación de los sentimientos populares.
Sin embargo, Mussolini no tenía simplemente la intención de convertirse en el brazo armado de la reacción. Sus intenciones iban muchísimo más allá y no se puede decir que las ocultara. El 6 de junio las expresó diáfanamente en su periódico Il Popolo d´Italia. Mussolini ansiaba llegar al poder en aras de un ideal revolucionario y para conseguirlo no descartaba ni siquiera el recurso a la guerra civil. Se trataba de grandes pretensiones que contrastaban con su insignificancia política. Cuando el 19 de noviembre de 1919 se celebraron nuevas elecciones, los fascistas apenas superaron los cuatro mil votos. El desastre resultó tan obvio que Mussolini comentó desesperado a la judía Margarita Sarfatti, su amante de la época, que pensaba dejar la política. Su desaliento, sin embargo, duró poco. Al día siguiente de las elecciones, un grupo de fascistas arrojó dos bombas sobre una columna de socialistas que desfilaba por Milán celebrando la victoria. Cuando se procedió a registrar la sede de Il Popolo d´Italia se halló que en el periódico de Mussolini se ocultaba un verdadero arsenal. El fundador del fascismo y sus colaboradores Marinetti y Vecchi fueron detenidos inmediatamente.
En aquel momento podría haber terminado la historia del fascismo antes de empezar. Si no fue así se debió a la actitud de las otras fuerzas políticas. Un sector de las derechas consideró que había que ser benévolo con alguien que tan útil podía resultar en el futuro para amedrentar a las izquierdas; otro, al igual que éstas, pensaron que no representaba un poder que pudiera rivalizar en las urnas con el suyo y consideraron que no tenía sentido proporcionar un mártir al incipiente movimiento. Al final, los fascistas detenidos sólo estuvieron en prisión cuarenta y ocho horas. El año 1920 fue vivido por los italianos en un contexto de crisis agudizada. En junio, Nitti, el presidente del Gobierno, dimitió y fue sustituido por el veterano Giovanni Giolitti. La intención del nuevo presidente del Gobierno era formar una amplia coalición que proporcionara estabilidad al país y que incluso tuviera cabida para los socialistas. El plan de Giolitti hubiera salvado posiblemente el sistema constitucional y hubiera proporcionado la necesaria estabilidad social para que el país se enfrentara con sus problemas sociales. Si no fue así se debió a la negativa de los socialistas a participar en él, confiando en desgastar el sistema para poder después conquistarlo. Sin embargo, el beneficio que esperaban derivar los socialistas de la crisis no fue tanto como habían pensado. De hecho, semejante situación era justamente la que necesitaban los fascios de Mussolini.
Mientras las ciudades continuaban siendo en buena medida inaccesibles, en el campo los fascistas comenzaron a convertirse en un instrumento absolutamente deseable —incluso indispensable— para los grandes terratenientes. Las acciones de los fascistas resultaron especialmente idóneas para aumentar su poder en un momento en que la tensión social no dejaba de subir. Durante el verano de 1920, las organizaciones sindicales habían ocupado las fábricas en medio de un clima de incensamiento de la revolución bolchevique. Inspirados por el ejemplo ruso, los obreros se armaron, constituyeron la Guardia roja e incluso emitieron su propio papel moneda. Giolitti decidió dejar que pasara el tiempo con la convicción de que la situación sólo podría evolucionar en favor de las instituciones. No se equivocó. A inicios de octubre, patronos y obreros llegaron a un acuerdo y la situación volvió a la calma. Para los que supieron analizar la situación —y entre ellos se contaba el propio Mussolini— resultaba obvio que la izquierda ya no contaba con ninguna posibilidad de provocar una revolución (menos la tendría cuando a partir de enero de 1921 del partido socialista se escindiera un recién fundado partido comunista). Sin embargo, Mussolini era también consciente de cómo el miedo experimentado durante las semanas anteriores por sectores sociales concretos podía ser utilizado en su favor. Si las izquierdas se radicalizaban todavía más, sus posibilidades de llegar al poder aumentarían día a día.
La estrategia del fascismo, hasta entonces dubitativa, comenzó a adquirir a partir de ese momento una impronta cada vez más clara. Consistiría en apagar la hoguera del descontento social y, aprovechando incluso los mecanismos legales, no sólo se haría indispensable para los que detentaban el poder sino que les privaría de él. Formar las nuevas —y cada vez más numerosas— bandas de fascistas iba a resultar además fácil porque los matones de Mussolini recibían de 35 a 48 liras diarias, es decir, el doble de lo que cobraba un trabajador. No se trataba, sin duda, de una mala perspectiva para ex combatientes que carecían de ocupación y de perspectivas de obtenerla. Esa perspectiva económica explica, siquiera en parte, el auge del movimiento fascista. Si en julio de 1920 los Fasci eran 108, a finales de octubre casi alcanzaban la cifra de doscientos. A inicios de 1921, la cifra se había cuadruplicado y en mayo alcanzaba los 1.600. En un año, los resultados de las acciones de los fascistas —palizas, incendios, asaltos a periódicos socialistas, cortes de pelo a mujeres indefensas, saqueos de cooperativas e incluso asesinatos— casi podían ser calificados de espectaculares. Sin embargo, aún quedaba por dar un paso de enorme importancia.
ENIGMAS DE LA HISTORIA
¿Cómo llegó al poder Mussolini?
Suele ser habitual que en el imaginario colectivo español se identifique la llegada al poder del fascismo con episodios cercarnos o plenamente inmersos en un clima de guerra civil. Tampoco faltan los que insisten más modernamente en que precisamente el creador del fascismo se convirtió en jefe de gobierno siguiendo los pasos propios de un sistema parlamentario pero, en realidad, ¿cómo llegó al poder Mussolini?
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