Si un observador extranjero hubiera examinado de manera superficial la situación en Rusia a mediados de julio de 1917 hubiera podido llegar a la conclusión de que todo estaba regresando al cauce de la normalidad. Desde luego, la gran nación no había dejado de sufrir convulsiones en los últimos años.
En el verano de 1914 había entrado en la primera guerra mundial, en la que cosechó terribles derrotas prácticamente desde el principio. Finalmente, en febrero-marzo, una revolución de carácter democrático había derrocado a la monarquía e iniciado un período de reformas. Era cierto que en julio los bolcheviques habían intentado dar un golpe de Estado que les permitiera controlar el poder pero su intento había fracasado e incluso los había apartado momentáneamente de la vida política completamente desacreditados. Así, en las fábricas, la agitación había disminuido como consecuencia de la obligada retirada de los bolcheviques y del apoyo continuado de los Soviets al gobierno. Por otra parte, en el agro, la política del ministro Chernov, de aceptar como hechos consumados las acciones campesinas, seguía provocando las protestas de los terratenientes pero también evitando, al menos de momento, que las masas acabaran desbordándose. De hecho, tan sólo la continuación de la guerra implicaba un serio desafío.
Aquel clima de relativa estabilidad y el deseo de terminar de asentar el gobierno hasta la apertura de la Asamblea Constituyente llevaron a Kérensky, su nuevo presidente, a convocar el 12 de julio una Conferencia de Estado. Un mes después se celebraba la misma, pero no en Petrogrado sino en Moscú, teniendo como escenario el Teatro Bolshoi. Salvo los bolcheviques, que se vieron excluidos de la misma y que no se atrevieron ni a convocar manifestaciones de protesta por miedo a las consecuencias, allí estuvo presente todo el abigarrado mundo de la política rusa. De manera sorprendente, parecía existir una voluntad generalizada por garantizar la permanencia de la democracia rusa aunque eso implicara cesiones en las posturas de todos. Quizá lo más interesante de la conferencia fue la intervención del general Kornílov quien, preocupado profundamente por la situación de un frente que se desmoronaba no día a día sino hora a hora, era abiertamente partidario de acabar con Lenin y todos los que socavaban el esfuerzo de guerra y de eliminar la autoridad paralela del Soviet. No menos conscientes de la correlación de fuerzas eran los bolcheviques.
La seguridad de que cualquier paso en falso constituiría una legitimación perfecta para que Kornílov los aplastara definitivamente les mantuvo casi inmovilizados. Se trató de una postura inteligente que confiaba en que el general cometiera el primer error y fuera retirado de escena. Así efectivamente sucedió. El 26 de agosto Kérensky depuso a Kornílov de su cargo de comandante en jefe por razones que siguen sin estar del todo claras aunque muy posiblemente aquel paso fuera dado por el temor a que el general acabara utilizando sus medidas disciplinarias en el frente (por otro lado, absolutamente imperativas) como una plataforma para ir hacia la dictadura.
La destitución de Kornílov paradójicamente no fortaleció al Gobierno provisional presidido por Kérensky. En realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques. Casi de la noche a la mañana dejaron de ser considerados unos traidores vendidos a los alemanes para convertirse en defensores de la revolución contra la reacción. De esa época partió toda una campaña de opinión dirigida a crear la convicción de que Kérensky sólo ambicionaba convertirse en un dictador. No existió base para esa afirmación nunca pero con el paso del tiempo la calumnia antikerenskysta ha seguido haciendo acto de presencia en obras posteriores sobre la Revolución rusa. En aquel momento, su empleo tenía una finalidad bien obvia, la de quitar de en medio a uno de los pocos personajes políticos de talla que aún podían enfrentarse con los bolcheviques.
Lenin no dudó en retomar el lema de “todo el poder a los soviets” que sólo poco antes había vituperado y en el mes de septiembre incluso concluyó su obra El Estado y la revolución donde abogaba por destruir el parlamentarismo sustituyéndolo por “la dictadura revolucionaria del proletariado”. De momento, sin embargo, el soviet no tenía intención ni de seguir los patrones de conducta que convenían a los bolcheviques ni de intentar derribar al Gobierno. Todo lo contrario. Deseaba su estabilidad y precisamente para conseguirla renunció a la idea de que el mismo debiera ser totalmente burgués o completamente socialista.
En el curso de una conferencia democrática convocada por el soviet al poco de producirse el episodio Kornílov, setecientos sesenta y seis delegados (contra seiscientos ochenta y ocho, y treinta ocho abstenciones) votaron en favor de un gobierno de coalición. El 25 de septiembre se procedió a su formación. Kérensky continuó desempeñando la función de primer ministro mientras que las carteras eran ocupadas por eseristas moderados, mencheviques, liberales kadetes, socialistas sin afiliación e incluso personas que no pertenecían a ningún partido concreto.
Si algo caracterizó a Rusia durante los días finales de septiembre y los primeros de octubre fue la sensación de que no existía ningún tipo de orden ni autoridad. El Gobierno provisional, que había dependido para su supervivencia de una institución como el Soviet de Petrogrado, era incapaz de evitar la oleada de saqueos, incendios, motines y crímenes que se producían por todo el país. El ejército —en cuyo seno Kérensky era odiado profundamente tras el fracaso de la ofensiva de verano— se desintegraba en masa y los comités de soldados no sólo no impedían esa situación sino que la favorecían haciendo peligrar incluso la vida de los oficiales. Con cerca de diez millones de soldados, el estado apenas tenía recursos para mal alimentar a siete. Durante el mes de septiembre las unidades militares apenas recibieron la cuarta parte de la harina necesaria. No es extraño que el número de desertores alcanzara por esas fechas los dos millones y que sólo un diez por ciento de ellos pudiera ser obligado a regresar al frente.
La situación entre los civiles apenas era mejor. En buen número de poblaciones el pan escaseaba y las manifestaciones para protestar por esa situación acababan degenerando en actos de violencia de los que no estaba ausente la barbarie. Incluso se había vuelto a la práctica —tan común durante el reinado de Nicolás II— de atacar a los judíos en su condición de chivos expiatorios perfectos como forma de dar rienda suelta al menos a la frustración y al dolor. En cuanto al campo, septiembre fue el mes en que empezaron las destrucciones provocadas no pocas veces por el mero deseo de dar salida a la cólera destrozando lo existente, de vengarse de un pasado al que se miraba con resentimiento y odio. Cuando se inició el mes de octubre, las provincias de Minsk, Moguiliov y Vitébsk en Bielorrusia y las regiones centrales y de las provincias del Volga eran presa de una situación de absoluta anarquía que hacía presagiar no sólo el estallido de una convulsión social de características imprevisibles sino un invierno de hambre y desolación. La última esperanza de Rusia descansaba en la ya cercana elección de la Asamblea Constituyente que habría contado con la legitimación suficiente para formar un Gobierno con autoridad (y, sobre todo, no provisional) y para solventar de una vez por todas cuestiones tan relevantes como la política agraria. Precisamente por ello, Lenin decidió dar los pasos que le separaban de la toma del poder.
La distribución de fuerzas en septiembre presentaba un panorama bien definido. El Gobierno provisional, pese a estar constituido por ministros de casi todas las tendencias, se asemejaba a una institución sin capacidad para imponer sus decisiones, dependiente del soviet de Petrogrado para su supervivencia y limitada en cuanto a su existencia por la teóricamente próxima constitución de la Asamblea Constituyente. Los eseristas o socialistas revolucionarios eran posiblemente el partido más fuerte al contar no sólo con una importancia considerable en los soviets urbanos sino al controlar también los de campesinos y las tropas de primera línea. Los liberales kadetes mantenían buena parte de su influencia, sobre todo entre sectores moderados de la población, no sólo urbana, que deseaba mantener las libertades conquistadas por la revolución de febrero pero que temía un desbordamiento del poder como el que estaba produciéndose en un número progresivamente mayor de lugares. Los mencheviques habían experimentado un enorme retroceso en relación con su superioridad en los soviets de los primeros meses de la revolución pero la seguían manteniendo en la región del Cáucaso y, muy especialmente, de Georgia. Por lo que se refiere a los bolcheviques, con un 51 por ciento de los votos, habían ganado las elecciones en Moscú y, por primera vez en su historia, logrado una mayoría absoluta en un centro urbano importante. Con todo, esta situación no se repitió en otros lugares, la práctica totalidad de los soviets obreros de Rusia siguieron controlados mayoritariamente por eseristas y mencheviques, y los soviets campesinos eran abiertamente eseristas.
Sobre ese contexto de Gobierno provisional impotente, de ola ascendente en Petrogrado y de desorden generalizado que dificultaba la posibilidad de articular una respuesta contraria contundente, Lenin pidió al Comité central bolchevique que diera inicio a los preparativos para una insurrección armada. Como muy bien razonaba el dirigente bolchevique, no tenía sentido esperar a contar con una verdadera mayoría, primero, porque ésta podría no llegar a producirse nunca y, segundo, porque las condiciones parecían ahora idóneas y nadie podía asegurar si volverían a repetirse en algún momento futuro.
Con todo, era obvio que los bolcheviques no contaban con respaldo popular —mucho menos el del “pueblo” al completo— para llevar a cabo sus propósitos y por ello no resulta extraño que los miembros del Comité central del partido no vieran las cosas como Lenin. Cuando éste realizó su propuesta el 13 de septiembre respondieron quemando la misiva en que lo solicitaba y a continuación dejaron pasar casi un mes sin discutir siquiera la oportunidad de llevar a cabo un acto que, en términos generales, les parecía implanteable por su propia imposibilidad. Zinóviev y Kámeñev especialmente se oponían a esa opción porque consideraban que el partido bolchevique no tenía el apoyo de la mayoría del pueblo ni del proletariado internacional.
Dar ese paso podría significar no sólo su aplastamiento —una circunstancia de la que se habían salvado con anterioridad gracias al episodio Kornílov— sino también el de la propia revolución. A su juicio, resultaba mucho más sensato esperar a que los vientos soplaran en su favor y así obtener una sólida mayoría en la futura Asamblea Constituyente. Por supuesto, Zinóviev y Kámeñev no dejaban de lado la idea de implantar una dictadura bolchevique en el futuro pero consideraban que, siquiera por prudencia táctica, tal posibilidad debía estar respaldada por la mayoría del pueblo ruso. Para Lenin, por el contrario, se trataba de conseguir la implantación de esa dictadura mediante la acción de un partido que era considerablemente minoritario pero que, al menos en teoría, captaba cuáles eran los intereses de la mayoría mejor que ésta misma. Éste era también el enfoque de Trotsky, que a lo largo de la revolución había adoptado como totalmente propios los puntos de vista de Lenin compartiéndolos incluso donde eran rechazados por los antiguos bolcheviques. La única discrepancia que Trotsky planteaba en relación con la posición de Lenin giraba en torno a la fecha más idónea para el alzamiento. En opinión de Trotsky, el momento ideal sería el de la reunión del II Congreso de los Soviets anunciada por aquellas fechas. De esta manera, el carácter minoritario de los bolcheviques se vería disfrazado por lo que podría presentarse como un apoyo de los soviets.
La próxima semana terminaremos de desvelar el ENIGMA sobre la toma del Palacio de invierno.