Una señora muy amable me pidió mi domiciliación bancaria, mi identificación personal (varias veces me pidieron mi número de DNI, sin llegar a creer que no tenía, que jamás he tenido. Di el de mi pasaporte. Dudaron de mi nacionalidad española y hasta de que fuera válido el número de mi pasaporte español). Para no seguir dando la lata como me la dieron a mí, paso a lo peor: me exigían un documento que certificara que pagaba mis (sus) impuestos en Francia, obligatoriamente expedido por una oficina de Hacienda. No sé cómo serán esas oficinas en Madrid, pero en París son puro Kafka. Pero fui, y como sólo había tres personas esperando, me senté a esperar yo también.
Resulta que cada persona permanecía por lo menos una media hora en el despacho de la funcionaria. Cuando llegó mi turno, después de una espera de siglos, entendí por qué: la funcionaria era una señora sonriente, amable, pero que hablaba por los codos. No sé por qué, me preguntó mi edad: 79 años (era el año pasado, repito). Torció la cabeza con una sonrisa muy femenina –las feas también pueden ser femeninas–, como si no se lo creyera, y le dije, sonriendo: "No intente darme coba, y además puede verificarlo en su ordenador".
Lo hizo y cambió de expresión, y con algo que podría parecer respeto me dijo: "¡La cantidad de cosas que habrá visto usted en su vida!". Durante un segundo, estuve a punto de contestar: "Sí, guerras", pero, intuyendo que debía de ser pacifista y socialista, como la mayoría de los funcionarios galos, temí que se enzarzara en un interminable discurso sobre los horrores de las guerras y pasé. Estaba harto de las oficinas de Hacienda. Noté que, pese a la cantidad de ordenadores que había en los despachos, escribió el documento pedido a mano.
De vuelta a casa, paseando, me puse a reflexionar en "las cosas que había visto en mi vida", y en las guerras. Nací poco después del Desastre de Annual, y no había cumplido los diez años cuando estalló nuestra guerra civil (y Japón "conquistaba" China). Tres años después, en 1939, empezó la II Guerra Mundial. Finalizada ésta, y como ocurrió con la Primera, se decidió que era la última, y para ello se creó la ONU y se celebraron un sinfín de conferencias de paz. Eso no impidió que en 1948 los países árabes lanzaran una guerra contra el recién nacido (mejor dicho, renacido) Estado de Israel, impidiendo de paso la creación del previsto Estado palestino.
Paralelamente, se inicia la guerra de Indochina, que se convertirá en guerra de Vietnam. En 1950 la URSS lanza a Corea del Norte contra Corea del Sur, y enseguida a la China comunista en apoyo de los "camaradas" del Norte. Poco después de la muerte de Stalin, en 1953, se concluye un armisticio, y en 1954 empieza la guerra de Argelia, que dura hasta 1962, mientras prosigue la de Vietnam.
No voy a continuar la lista que está en la menta de todos: la de Irak/Irán, las guerrillas y matanzas en África y América Latina; las masacres conocidas, como la de Ruanda, y las ocultadas, como la de Sudán; las guerras en Europa (Bosnia, Kosovo, etcétera), las guerras de Afganistán, los dos actos de la guerra de Irak. Por cierto, en el primero participaron varios gobiernos socialistas europeos: Francia con Mitterand y España con González; en el segundo, los socialistas y Chirac la condenaron, cuando era la continuación de la misma guerra, con los mismos objetivos.
Pensando en todo eso, el año pasado, me decía que yo, como Fabrice del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma de Stendhal, que llegó demasiado tarde a Waterloo, llegué tarde a todas partes. Por ser demasiado niño o demasiado viejo, por tratarse de guerras muy lejanas o por lo que fuera, nunca vestí uniforme, ni hice la mili; no empuñé un fusil, ni piloté cazas, ni conduje tanques. Sufría guerras como civil; me opuse a guerras, o las defendí, como militante, jamás como militar, y sin embargo aborrezco el pacifismo. Los discursos pacifistas de líderes estatales o políticos, de columnistas y demás ralea, son mentiras absolutas, hipocresías repugnantes.
Y mientras escribía estas líneas llegó Marte, el dios de la guerra, y me ofreció en bandeja de plata un ejemplo de voluntad belicista tapada con mentiras pacifistas: Felipe González escribe sobre Felipe González y, subsidiariamente, sobre la paz en el mundo: 'Cada vez peor' (El País, 1-9-06). En el mismo número de su "vocero", como se dice en Bolivia, a bombo y platillo, en primera plana, anuncian que ha ido a Teherán a limpiar las botas del loco de Alá, Ahmadineyad, presidente designado por los ayatolás, a quienes también ha visitado, como lo muestra su foto con Rafsanyani. Dato simbólico, González no sólo se ha dejado las zapatillas a la puerta de la mezquita, sino la corbata a la entrada de los palacios presidenciales, porque los mahometanos iraníes han suprimido la corbata, considerándola el símbolo de la Cristiandad occidental.
Evidentemente, sólo El País ha dado importancia a esa visita que encaja con la "alianza de civilizaciones" propugnada por los zapateros turcos. Un país con tanto petróleo y armas nucleares, y además progresistas, puesto que quiere borrar Israel del mapa, sólo puede ser un faro de la civilización, para todos los limpiabotas. En realidad, dicha visita no tiene mayor importancia que la de Le Pen a Sadam Husein, también para manifestarle su solidaridad.
Como jefe de Gobierno, González hizo dos guerras: una internacional, tirado del collar por el grand frère Mitterrand, con los USA, Siria, Arabia Saudí, etcétera, contra Irak, y otra nacional, y peor que sucia, gangsteril, contra ETA, con sus matones del hampa y del GAL, y desde entonces está en libertad bajo fianza. Su fianza no se mide en euros, sino en la prohibición absoluta de siquiera intentar volver a un Gobierno. Pero con la posibilidad de realizar negocios sucios en América Latina y hacer el payaso en Teherán, como eunuco de un harén persa. Y de escribir en El País.
En su último artículo contra Israel también se viste de seda pacifista y, faroleando, proclama que, si se le hubiera escuchado (¿quién y por qué?), reinaría la paz en Próximo Oriente, con Israel y un Estado palestino, soberanos y pacíficos, bailando juntos el suave vals del adiós a la guerra, y con todos los países árabes aplaudiendo, como si de Barenboim se tratara. Si esto no ha sido posible, pese a sus sabios consejos, la culpa la tiene exclusivamente Israel. Presume de originalidad, pero lo que dice lo dice igual cualquier Moratinos de turno.
No voy a comentar su última bazofia, porque no me da la realísima gana; me limitaré a un par de ejemplos. Acusa a Israel de no haber querido negociar con Hamás, cuando esta organización terrorista no cesa de afirmar que la única negociación es la guerra y que su única meta es la destrucción de Israel.
"Creía que era posible y conveniente el diálogo con Hamás, después de la elección libre y transparente de los palestinos". Aparte de que Hitler ganó elecciones mucho más libres y transparentes –antes de suprimir toda elección–, bastaba con ver la tele para percatarse de que las milicias armadas de Hamás "acompañaban" a los electores hasta las urnas, para que no se extraviaran o distrajesen. De todas formas, los que voluntariamente votaron por Hamás votaron contra Israel y a favor de la guerra, y, de paso, para desbancar al corrupto Fatah.
Para negociar y dialogar hay que ser, por lo menos, dos. Israel no se ha negado a negociar con Mahmud Abbás, que yo sepa.
"Los procesos de negociación llegaron hasta un punto casi definitivo con Clinton", escribe también, y da a entender que si se fracasó fue, como siempre, por culpa de Israel. Otra canallada, porque todo el mundo sabe, y hasta Clinton lo ha escrito, que en esa ocasión los negociadores israelíes, Barak y Ben Ami, hicieron las máximas concesiones –demasiadas– a Arafat, y el que jodió la marrana fue, precisamente, el entonces presidente de la Autoridad palestina, o sea, el propio Arafat, quien se negó a concluir el menor acuerdo, a firmar nada; eso sí, con un argumento de peso: "Si firmo, los de Hamás me asesinan".