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VICTORIA DE LOS SUBCONTRATISTAS DE MAO

Cincuenta años de Dien Bien Phu

La conmemoración estos días del 50 aniversario del final de la batalla de Dien Bien Phu, el 7 de mayo de 1954, produce un pellizco en el corazoncito de muchos franceses con memoria. El interés de aquel acontecimiento, bastante lejano para el resto del mundo, pasa por la entrega del tercio norte de Viet-Nam a los comunistas. Su conocimiento y el de la guerra de Indochina aportan un elemento de juicio imprescindible para entender la posterior intervención americana.

La conmemoración estos días del 50 aniversario del final de la batalla de Dien Bien Phu, el 7 de mayo de 1954, produce un pellizco en el corazoncito de muchos franceses con memoria. El interés de aquel acontecimiento, bastante lejano para el resto del mundo, pasa por la entrega del tercio norte de Viet-Nam a los comunistas. Su conocimiento y el de la guerra de Indochina aportan un elemento de juicio imprescindible para entender la posterior intervención americana.
El conflicto, que se prolongó en su fase francesa desde 1945 a 1954, fue presentado tradicionalmente como una guerra de liberación colonial. El dato objetivo de la concesión de la independencia por Vincent Auriol en 1949 es una minucia intrascendente que a pocos interesa. Ya se sabe que una mentira repetida hasta la saciedad se convierte en verdad. La prensa y la intelectualidad occidental de los años 50, empezando por la parisina, no perdonaban a aquellos que osaban hacer frente al expansionismo rojo.
 
No sólo fue una guerra de los occidentales frente a la invasión socialista, fue sobre todo un combate de los propios vietnamitas que deseaban seguir desarrollándose económica y políticamente en el lado del mundo libre.
 
Lo que hoy conocemos como Viet-Nam escondía una variedad de culturas con una personalidad propia muy diferenciada arrasadas por el régimen actual. Durante la fase inicial de su agresión, el comunismo sólo consiguió una cierta implantación en el norte del país, en el delta del Tonkin. Los habitantes de Conchinchina, con su capital en Saigon, eran algo sí como los “mediterráneos” del lugar. Extraordinarios comerciantes, vieron con terror la amenaza roja que rugía desde el norte. Algo parecido sucedía con las gentes del centro, el Anam, imbuidos por un fuerte espíritu religioso y por su condición de capital imperial en Hue. Incluso en el norte, las mejores tropas que combatieron al lado de franceses y americanos se componían de montañeses de las diversas cordilleras que recorren la zona.
 
El éxito del comunismo fue resultado directo de un régimen de terror aplicado sistemáticamente por el ejercito Ho Chi Min. Lo que el ejercito francés controlaba durante el día, se sometía por la noche al Vietmin (contra el “Tío Sam” cambiaron su marca registrada por la de Vietcong). La desobediencia acarreaba la masacre pueblos enteros, niños y mujeres incluidos. El tío Hô, ese personaje que ha pasado a la iconografía popular como un abuelito encantador fue uno de los criminales de guerra más avezados del siglo XX, con el mérito particular de ejercitarse con sus compatriotas.
 
El pistoletazo de salida de la contienda se había producido en 1945 cuando los comunistas, usurparon el vacío de poder creado entre la salida del ocupante japonés y la vuelta de los franceses. Con la llegada de Mao al poder en la vecina China, y bajo su venerable patrocinio, la guerrilla se convirtió en un auténtico ejercito regular superior en número y potencia de fuego. Tras un período de titubeos iniciales, el ejercito galo bajo el impulso de De Lattre arrancó una cadena de victorias que permitieron un control razonable del territorio, con el apoyo creciente de unidades vietnamitas “nacionalistas”.
 
Llegados a Dien Bien Phu, esta semana se recuerda como un puñado de batallones resistió casi 170 días al ejercito del Vietmin que les rodeaba desde las alturas de aquel valle perdido cerca de la frontera de Laos. El plan original consistía en repetir el éxito del año anterior en Na-San, creando una base temporal en el corazón del territorio comunista desde la que lanzar operaciones puntuales, evacuándola una vez concluida la acción.
 
Sin embargo, por motivos que aun no se entienden bien, aquel campo se fue atrincherando y adquiriendo una imposible vocación de permanencia. A este error del Estado Mayor, se añadió la proeza del ejercito comunista que, a fuerza de brazo, hombre a hombre, consiguió transportar hasta las cimas colindantes de aquel lugar remoto una fuerza de más de 100.000 hombres dotados de una capacidad artillera arrolladora a la que nunca faltó el suministro de fuego.
 
Cuando se quisieron dar cuenta, los batallones galos se encontraron en la peor de las posturas tácticas. Quedaron instalados en el fondo de lo que llamaron “la cuvette” (palangana), y rodeados desde las cimas por fuerzas abrumadoramente superiores que disponía de una artillería pesada que les tiroteaba día y noche como a muñecos de feria.
 
En aquel momento París debió ordenar, bien la evacuación del valle, o bien un ofensiva que desbaratase la maniobra por su retaguardia. Sin embargo, a 50 años vista la mayoría de sus estudiosos concluyen que la metrópoli provocó la excusa, en forma de golpe psicológico, que justificase abandonar el norte de Viet-Nam. Hay que entender como durante la IV República los gobiernos tenían una duración media de tres o cuatro meses, lo que imposibilitaba cualquier acción exterior coherente. De forma más o menos consciente buscaron convencer a la opinión pública de la futilidad de una guerra ruinosa en las antípodas.
 
Con lo que nadie contó fue con la feroz voluntad de mantener la posición de sus defensores. Abandonados por su gobierno, los batallones fundamentalmente paracaidistas y de la Legión, aguantaron durante meses uno de los mas terroríficos diluvios de fuego y acero que se recuerdan, cesando únicamente el combate cuando se agotaron las municiones. Conscientes del desinterés de sus propios conciudadanos, muchos siguieron resistiendo únicamente animados por un “esprit de corps” característico, cuando no avergonzados ante la idea de abandonar a una población a la que habían aprendido a amar. Ben Bradley, director del Washington Post durante el “Watergate”, vivió la posterior guerra de Argelia y describió a aquellos soldados como una “Esparta dentro de una sociedad ateniense”. Esta defensa homérica produjo una hecatombe de bajas en las filas del Vietmin, casi 30.000 muertos, hasta el punto que Giap pidió abandonar aquélla lucha por un valle absurdo. Sin embargo, el implacable Ho Chi Min necesitaba aquel éxito al precio que fuese para reforzar su posición en las negociaciones que paralelamente se desarrollaban en Ginebra.
 
La perdida del Tonkin por los franceses, y del resto de la península por los americanos, no fue un éxito de un pueblo frente a un colonizador. Fue más bien la tragedia de una nación que vio congelado durante décadas su futuro. Un Viet-Nam libre, aún a pesar del liderazgo de caudillos más o menos corruptos (Bao Dai, Diem y cía), poseía todas las bases necesarias para terminar floreciendo en una sociedad democrática en lo político, que sin duda se hubiera convertido en otro “tigre asiático” al estilo de Corea del Sur o Taiwán.
 
Al contrario, la victoria de los subcontratistas de Mao jaleados por las cabezas bien pensantes europeas, nos deja a día de hoy una nación que apenas sale de la Edad Media. Con décadas de innecesario retraso, Viet-Nam pudiera tener ante si el futuro prometedor que se merece una de las naciones más extraordinarias del planeta, a condición de liquidar la hipoteca socialista que sigue gravando su presente.
 
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