Lourdes Fernández, que así se llama la cantante, es una chica morena, bonita, que transmite fragilidad y cierto aire sexy. En el diario El País escribían que "ha provocado una animada controversia mediática al admitir en una revista de moda que ella se decanta por la ideología de derechas". Es sintomático cómo el articulista revela su subconsciente inquisidor y su complejo de superioridad moral, porque realmente la cantante no "ha provocado" nada, sino que se ha visto envuelta en una polémica generada por los que se lanzaron sobre ella como si hubiera dicho que es pederasta. En El Mundo tampoco se quedaron atrás: su comentarista musical Quico Alsedo nos advertía, con chulería de marisabidillo, que él ya adivinaba que la chica era de derechas porque es "una figura de Lladró que emite gorgoritos".
No hay manera de decir menos: clichés pop y letras en un idioma que no es el suyo, con la consiguiente cobardía, con el consiguiente vacío. Música para anuncios: de coches, de compresas, de seguros.
De los cuatro cantantes pop sondeados por El País, Enrique Bunbury, Andrés Calamaro, Manuel Martínes (Astrud) y Nacho Vegas, fue este último el que se llevó la palma de la estulticia y el maniqueísmo cuando declaró:
No puedo evitar pensar que cualquiera que se declare de derechas ha de ser un cretino o un cabrón. O un potentado.
Y es que, como ha señalado Cristina Losada,
desde Münzenberg, el genio propagandista del Kremlin y la Komintern, valga la redundancia, la cultura es de izquierdas por definición.
A un marciano que hubiese llegado a España le parecería curiosa y sorprendente la polémica. Al fin y al cabo, en cuanto investigase un poco se daría cuenta de que la cultura de derechas es al menos tan poderosa como la cultura de izquierdas. Platón, el filósofo más grande de todos los tiempos –el resto de la filosofía son notas a pie de página de su obra, Whitehead dixit–, trazó las guías de un tipo de dictadura clasista, meritocrática y aristocrática que ha constituido la utopía derechista perfecta. El mejor crítico literario y poeta del siglo XX, T.S. Eliot, fue un tradicionalista monárquico y religioso, lo que no le impidió ser el vanguardista poético por excelencia. Por no hablar de su discípulo, el mussoliniano Ezra Pound... El más grande escritor en español desde Cervantes, el argentino Borges, era una anarco-conservador cuyas ocurrencias políticamente incorrectas seguramente le costaron el Premio Nobel de Literatura. A Louis Ferdinand Céline, junto a Proust la prosa francesa más destacada de los últimos cien años, le han denegado recientemente el derecho al reconocimiento público por sus querencias antisemitas y filonazis. Lo que sería inconcebible para extremistas políticos de signo contrario como el español Rafael Alberti o el chileno Pablo Neruda, que también cantaron en sanguinarios versos a regímenes genocidas pero de izquierdas. Céline y Pound son monstruos políticamente incorrectos a los que hay que escoder bajo la alfombra, mientras que Alberti y Neruda, tan moralmente hediondos como aquellos, son presentados como si fueran los abuelitos de Heidi.
La nómina cultural de la derecha es impresionante: Paul de Man, Blanchot, Jünger, Camilo José Cela, Cioran, Elíade, Pessoa... De hecho, y desde una perspectiva liberal, el adversario filosófico de fondo se sitúa más bien a la derecha, ya que al desafío antidemocrático que plantea Platón se suma la alternativa antiilustrada de Heidegger, la más elaborada fundamentación del régimen nacionalsocialista.
El problema interesante no es, sin embargo, el cainismo visceral, el dogmatismo sistemático y el maniqueísmo simplón de inquisidores de garrafón como Nacho Vegas, sino el cuestionamiento de que alguien pueda ser un idiota político al tiempo que un artista, poeta, escritor, filósofo de calidad. De la negación de la modularidad de la actividad intelectual se sigue el empobrecimiento de la realidad creativa humana. En el caso de Ezra Pound, por ejemplo, se llega a negar que fuera fascista –típico de izquierdistas como Julia Kristeva, que no permiten que la realidad les estropee un ídolo– o, por la otra punta, que fuera un gran poeta, como sostiene Massimo Bacigalupo. Precisamente casos como los de Pound o Jünger exigen más que nunca que volemos alto en nuestras lecturas y que nos atrevamos a contemplar paisajes bellos a fuer de terribles, es decir, sublimes.
Hay en todo esto un error emocional en el que incurren muchos: la incapacidad de separar la querencia cultural de la política, la imposibilidad sentimental de conciliar el arte que amas con la política que detestas. Este error emocional que deviene equivocación categorial fue resuelto lúcidamente por Gabriel Albiac a propósito de la más grande disonancia intelectual del siglo XX:
Martin Heidegger no escribió gran filosofía a pesar de su hitlerismo; escribió gran filosofía hitleriana.
Esta superación de la falsa dualidad artístico-política se produce con más dificultad porque tendemos a creer que una persona inteligente en un campo también lo ha de ser en el resto. Nacho Vegas puede ser un estupendo compositor de bonitas canciones pop y, a la vez, en sus ratos libres oficiar de dogmático político y miserable moral. El problema para la izquierda es que, al ser la cultura el único campo que le queda, tras su derrota económica y política, combate ahí con uñas y dientes, a coces si hace falta, a fin de monopolizarlo. De ahí ese cordón sanitario tendido alrededor de Russian Red y cualquiera que se atreva a poner en cuestión esa presunta identidad de la izquierda política con la Cultura (con mayúscula). De ahí el exabrupto de un concejal socialista contra el grupo Amaral que había protestado por la instrumentalización, por parte de Rubalcaba, de una de sus canciones:
Russian Red una fascista y Amaral unos gilipollas #quemalestalamusica.
La caza de brujas como estrategia de intimidación cultural arranca de una creencia simple pero evidente dentro de los postulados de la izquierda oficial: la disidencia es una forma de enfermedad mental. Y un peligro para la propagación de verdades como puños que, si es preciso, se defienden tirando de la dialéctica de los puños y las pistolas.
Por ello, a los que se mostraban críticos con el sistema se les encerraba, en tiempos de la Unión Soviética, en clínicas psiquiátricas. Los encerraban por su bien, faltaría más. Y como en Occidente esas prácticas eran imposibles de practicar, por esas menudencias liberales de los derechos humanos, hubo que crear, de la mano del gran propagandista Müntzerberg, la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, una mafia de intimidación cultural e inspiración comunista que obedecía al lema "O conmigo o contra mí". Algunos aceptaron entusiasmados su encuadramiento en la casta de clérigos intelectuales mantenidos por el complejo estatal-ideológico. Por ejemplo, Alberti. Juan Ramón Jiménez, tan lúcido como soberbio, se negó a ser rebajado de su pedestal de poeta místico. Pero bajo la égida de esta organización, la mayor parte de los artistas se vieron reducidos a soldados de un ejército cuyas trincheras eran los medios de comunicación de masas y en el que cualquier duda, cualquier desviación de la norma eran automáticamente censuradas como apostasías.
En la guerra cultural no se hacen prisioneros. De ahí que el hada de Russian Red se haya convertido de repente en una bruja a la que quemar sin piedad.
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