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EL PSUC EN EL OLVIDO

Cataluña: Elecciones en el oasis

Se perdió en el olvido el PSUC, pero el suc, que no era exactamente lo mismo, sigue ahí, transversal, poderoso, inamovible. Porque desde hace veinticinco años no hay un sólo resorte de poder político, económico o cultural que escape a su control en cada una de las cuatro provincias que forman la comunidad. En Cataluña, fuera del suc sólo queda la muerte civil.

“Me tendrás que buscar un empleo. Como vais a ganar…” La frase se escuchó en una cena familiar de la alta burguesía de Barcelona a principios de los setenta. La pronunció Tomás Garicano Goñi, cuyo último oficio conocido había sido el de ministro de Gobernación de la dictadura, y el destinatario era el cuñado de su hija, Rafael Ribó, un chico que acababa de llegar de Estados Unidos donde había cursado un master en ciencia política. Franco ya se dormía en los consejos de ministros, y don Tomás debió intuir que Gregorio López Raimundo, un obrero aragonés que no sabía hablar catalán y que se había pasado media vida entre la clandestinidad y la cárcel, no ofrecía el perfil idóneo para seguir liderando a los pragmáticos comunistas catalanes cuando se hubiera producido el cambio de régimen. Garicano acertó a medias. Nunca conseguiría otro cargo público, pero pocos años después, Rafael Ribó, hijo de Xavier Ribó, un agente de Bolsa y antiguo miembro de la red de espionaje que organizara Cambó en Francia a favor de Franco durante la guerra civil, sería elegido secretario general del PSUC, la segunda fuerza electoral de Cataluña en los primeros años de la transición.
 
De aquello ya han pasado veinticinco años, y lo que ahora queda del PSUC en el Principado es como lo que queda de España: prácticamente nada. Del partido no han sobrevivido ni las siglas (las tienen guardadas en formol dentro de Iniciativa per Catalunya). Se perdió en el olvido el PSUC, pero el suc, que no era exactamente lo mismo, sigue ahí, transversal, poderoso, inamovible. Porque desde hace veinticinco años no hay un sólo resorte de poder político, económico o cultural que escape a su control en cada una de las cuatro provincias que forman la comunidad. En Cataluña, fuera del suc sólo queda la muerte civil. Es así desde hace veinticinco años. Y seguirá siendo así, gane quien gane las próximas elecciones. No importan las siglas: todos los candidatos que se presentan con posibilidades reales pertenecen al suc.
 
El suc debe su nombre al periodista Arcadi Espada, que lo bautizó de ese modo en una de sus crónicas dentro de la edición local de El País. Él lo define así: “El suc, efectivamente, fue el Partit Socialista Unificat de Catalunya durante mucho tiempo, pero proliferó al margen de él y no desapareció con él. Desde los años setenta, el suc ha sido la expresión de la corrección política catalana. (…) Se trata de un gregarismo. (…) De un movimiento más que de un partido. (…) De una conspiración: en los lóbregos subterráneos de Castilla alguien trabaja día y noche contra nosotros. (…) De un lenguaje: de una valoración positiva. Se trata de un odio profundo, ontológico, a Jopep Pla”. Nadie lo ha retratado mejor. Es precisa, exactamente eso. Sobre todo es eso: un odio profundo, ontológico, a Josep Pla.
 
El suc agrupa a unas cinco mil personas, no más. En la cúspide, según una rigurosa jerarquía de obediencia gerontocrática, está situada de forma permanente la elite del antifranquismo de los setenta. Y la base la integran el resto. Ese segundo escalón, el más numeroso, es el de aquellos que se refieren a sí mismos como “la sociedad civil”. Se trata, naturalmente, de los únicos catalanes que no tienen nada que ver con la sociedad civil desde que en su ya lejana juventud tomaran al asalto hasta el último palmo del territorio en el que se pudiera atrapar al vuelo una peseta salida del presupuesto autonómico. E igual que el franquismo creó su tipo específico de hombre sin atributos —aquel personaje del bigotillo minúsculo y el traje a rayitas que le recordaba a uno que no sabía con quién estaba hablando— el suc también ha acabado generando un canon antropomórfico. Sus miembros se parecen como gotas de agua. Así, la entonación, las maneras, los sobreentendidos, los gestos, el rictus facial, esa peculiar mezcla de suficiencia y paternalismo para referirse a “los de fuera”, hasta la manera de vestir, todo lo han mimetizado. Para los no iniciados, la consecuencia más desconcertante de ese transformismo colectivo es que resulta prácticamente imposible distinguir a los unos de los otros. De tal modo que, por ejemplo, la forma y el fondo del discurso electoral de Josep Lluís Carod, el líder independentista que se criara en una casa-cuartel de Tarragona en la que su padre, guardia civil, estuvo destinado, son esencialmente idénticos al de Pasqual Maragall, un alto funcionario del Ayuntamiento de Barcelona desde la época del alcalde franquista Porcioles, o al de Artur Mas, un joven economista que acabó recalando en Convergència tras haber mantenido un intenso vínculo personal con la familia García Valdecasas, apellidos de referencia en el Partido Popular de Cataluña. El cultivo obsesivo del narcisismo de las pequeñas diferencias que les exige la militancia en el suc hace que sean perfectamente intercambiables sus caras y sus palabras, sin que un observador ajeno sea capaz de percibir nada extraño.
 
Cataluña es pequeña, muy pequeña. Todo aquí está cerca de todo. Una distancia como la que separa León de Sevilla es inconcebible dentro de un espacio tan limitado. Y para alcanzar la lejanía moral que separa, por ejemplo, a Felipe González de José Luis Rodríguez Zapatero, seguramente resultó imprescindible esa distancia física. Pero eso, en Cataluña es imposible. Esa es la garantía de que  la continuidad de la endogamia enfermiza de su clase dirigente no vaya  a correr el más mínimo peligro el próximo domingo. El resultado electoral se hará oficial ese día a las ocho de la tarde, pero no es un secreto para nadie. En Barcelona, todo el mundo lo conoce ya. Ganará el suc.
 
 
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