De ese modo, inmediatamente después de producirse un crimen de ETA en Barcelona, Carod puede escribir a los verdugos: “Ahora sólo me atrevo a pediros que cuando queráis atentar contra España, os situéis previamente en el mapa”. Pues bien, ante eso, para la Cataluña política y mediática, el llamado a ser reo de escarnio no será el honorable conseller sino el que ose reproducir su frase en algún periódico de ese curioso país llamado Madrit.
Es sabido que los procesos de envilecimiento gregario de las sociedades tienen un punto de no retorno cuando los juicios morales se forman en función de que repercutan, o no, en uno de “los nuestros”. Es menos conocido que hace ya bastantes años que la moral civil del Principado se ha impregnado del hedor de esa ciénaga identitaria del “nosotros” frente a “ellos”. Pero es así. E ignorarlo incapacita a cualquiera para entender que el conseller en cap de la Generalitat se pueda encerrar en un piso franco con unos asesinos para hablar de sus cosas sin provocar el escándalo de nadie. Porque nadie en la Cataluña oficial ha abierto la boca para manifestar su estupor porque esa escena, en sí misma, se haya podido llegar a producir. Si algo se reprocha en Barcelona al líder del tripartito es lo que ha dejado de hacer —informar oficialmente al Govern de sus gestiones—, no lo que ha hecho. Las objeciones han sido al procedimiento, formales; de orden técnico, se podría decir. Ni un sólo dirigente del nacionalismo catalán ha concedido que sea éticamente repugnante abrir líneas de comercio político con una banda de criminales. Ni uno. Nadie.
Carod siempre ha sido de “los nuestros”. Reúne todos los requisitos. Fue seminarista. Es poeta letra herido y excursionista alegre de chiruca y cantimplora. Por si no fuera eso suficiente, presume de negarse a vivir en la impura Barcelona. Todavía niño, creó un partido en su pueblo, Catalunya Unida i Lliure, para liberar la patria oprimida. En la adolescencia, lo disolvió para integrarse en el PSAN (Partit Socialista d’Alliberament Nacional dels Països Catalans), un grupúsculo de la ultraizquierda independentista no mucho menos iluminado que su invento. Después pasó por más de lo mismo, el Bloc Català dels Treballadors. A continuación lo dejó para adherirse a algo más radical llamado Nacionalistes d’Esquerra. Y más tarde se sumó a la refundación de la Esquerra Republicana secesionista de ahora. Miles y miles de horas, toda una vida, entregadas con pasión a soñarse un Garivaldi en pugna eterna con el invasor español. Jamás habría dejado de ser un político marginal y extravagante si “los nuestros”, el PSC, CiU e IC, no hubieran dedicado más horas que él, el último cuarto de siglo entero, a tejer un imaginario de Cataluña y lo catalán calcado directamente de la fantasía pueril de aquel niño de pueblo que fundaba partidos y Estados de la Señorita Pepys en el patio de su colegio. Él siempre ha querido ser de “los nuestros”, pero son ellos, “los nuestros”, los padres de la criatura, los que patológicamente se quieren parecer a él.
Carod hace excursiones, muchas excursiones. Antes, por el monte, después a Bilbao, y ahora a Perpiñán. Entre excursión y excursión, habla, habla mucho. Lo que más le gusta es hablar. Habla con casi todo el mundo. Sin embargo, hasta esa obsesión suya por el diálogo tiene algunos límites. Cuando le preguntan por Fernando Savater, por Jon Juaristi o por los miembros de Basta Ya, por las personas que se juegan la vida cada día por defender la libertad y la Constitución, pierde repentinamente su entusiasmo por la comunicación. De ellos, trocado en fiscal implacable, denuncia: “Es un fenómeno que hace miles de años que se produce en todo el mundo. El fenómeno de la gente que quiere redimirse de su pasado y lo hace pasándose al bando que hasta entonces había sido el de sus adversarios. Eso tiene un precio, se compra y se cotiza en el mercado (…) Cualquier ciudadano español está más capacitado para solucionar el conflicto vasco que esos antiguos miembros de ETA hoy a sueldo del Estado. A sueldo directo o indirecto, que seguro que hay de todo”. Por tanto, con ésos, ni una palabra. Hablando se entiende únicamente con alguna gente.
Especialmente, con la gentuza le suele ocurrir. Así, tras su penúltima reunión con los terroristas, en 2001, declaró al director del diario AVUÍ: “Yo sólo puedo reflexionar a partir de un dato concreto: desde marzo de 2001, excepto la acción lamentadísima y condenable de Santa Pola, aquí”, en los Países Catalanes, “no ha habido ningún atentado de ETA” (…) “Yo sólo digo eso. Si resultase que eso fuese consecuencia de las conversaciones mantenidas, me daría por contento y creo que todo el mundo está satisfecho de ver de que no hay violencia en su país…”
Los “nuestros” tampoco se sintieron obligados a decir nada cuando aquello se supo. Ninguno perdió el tiempo intentando imaginar qué podía ofrecer a cambio de ese seguro de vida colectivo para los Países Catalanes un pequeño partido de la oposición, sin ninguna palanca propia de poder real, ni capacidad alguna de condicionar la política del Gobierno autónomo. Ni antes, ni ahora. Porque, de nuevo, no se sabe de nadie en la Cataluña con despacho oficial que se interrogue estos días sobre cómo podría Carod comprometerse a nada realmente importante a espaldas y contra la voluntad de sus socios de gobierno. Históricamente, con los secretarios generales de ERC suelen ocurrir cosas extrañas. Companys, sin ir más lejos, se sublevó contra el Gobierno de la República contra sus propias ideas y pese a su personal voluntad. Otros lo empujaron a hacerlo, y él no se negó porque le horrorizaba la idea de que dejasen de considerarlo de “los nuestros”. “Ara no podreu dir que no sóc catalanista”, les grito después de poner en marcha aquel delirio. Quién sabe si en el año Dalí, el de las visiones alucinadas, tal vez sea otro republicano el llamado a dar la cara por las locuras que nuevos “nosotros” se sientan obligados a repetir en Cataluña.