Pero, como nos explicaba el brillante economista William H. Hutt,
la competencia no es una fuerza destructiva. Es todo lo contrario. Es el único principio de coordinación en un mundo complejo.
La izquierda siempre alaba la cooperación y denuncia la competencia, pero resulta que esa competencia que tanto desprecian existe entre empresarios para mejor servir al consumidor.
Para ganar dinero en el libre mercado hay que ofrecer productos y servicios mejores y más baratos. Al contrario de lo que nos pasa cuando entramos en una oficina gubernamental, en el mercado nadie nos impone nada: compramos lo que queremos, lo que nos gusta, y damos la espalda a lo inferior y a lo caro.
Así, el vendedor de una empresa privada hace todo lo posible por ofrecernos lo mejor al menor precio. Es decir, colabora con el consumidor, mientras compite duramente –en nuestro beneficio– con los demás vendedores de productos y servicios similares. Compare esa actitud hacia el cliente con la del funcionario público: hacemos lo que el burócrata impone o no conseguimos nada, y podemos terminar presos. Entonces, ¿quién es el salvaje?
Una de las mayores preocupaciones de quienes vivimos en Estados Unidos tiene que ver con los servicios médicos y las medicinas, debido al acelerado avance hacia el sistema socialista en todo lo relacionado con la salud. Así, los políticos buscan votos, pero la politización de la medicina dispara los costos y reduce la eficiencia y calidad del servicio.
Hoy hay menos competencia entre laboratorios farmacéuticos que desarrollan nuevos medicamentos porque el proceso de aprobación es tan exageradamente largo y costoso que solamente unos pocos con inmensos capitales pueden apostar cientos de millones de dólares en un novedoso fármaco. Eso, supuestamente, evita medicamentos peligrosos, pero ¿cuántos mueren esperando que una nueva droga sea oficialmente aprobada?
En EEUU ya casi nadie paga directamente por los servicios médicos, la hospitalización o las medicinas que consume. Nadie pregunta al médico o al hospital "¿cuánto va a costar?", porque lo pagará el seguro o el plan médico al que pertenece. Así, el mercado deja de funcionar, la gente acude con frecuencia innecesaria al médico y a los hospitales. La gran mayoría de las medicinas requieren una receta, con lo cual los gobernantes nos dicen que somos suficientemente inteligentes para elegirlos pero no para comprar una dosis de antibiótico.
Debido a las excesivas regulaciones y las frecuentes demandas, los médicos temen conversar con sus pacientes y se convierten en simples empleados de las empresas de seguros, que les imponen lo que pueden o no hacer con cada enfermo. El caos resulta cuando deja de operar el mercado y desaparece la tradicional relación de confianza entre el paciente y el médico. Ante esta tragedia, el socialismo no ofrece solución y los políticos de ambos partidos no admiten sus equivocaciones, sino que nos ofrecen más intervención.
El intervencionismo gubernamental que impide el libre funcionamiento del mercado crea siempre graves problemas, mayores gastos, menos eficiencia, y se logran menos adelantos. El peor ejemplo es la educación pública, controlada por funcionarios y sindicatos de maestros, donde los niños aprenden todo lo que no deben (recortándoles inhumanamente sus años de inocencia) y prácticamente nada de lo que los prepararía para ganarse honestamente la vida. Así, hoy vemos universidades impartiendo cursos de lectura.
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